Goyo Carrizo
Fotografías: archivo particular

En el barrio de Villa Fiorito no suceden demasiadas cosas. A unos 30 kilómetros del centro de la ciudad de Buenos Aires, Argentina, las personas esperan pacientemente en la parada de autobús, para llegar en 30 o 40 minutos al Obelisco; otras caminan por el mercado, la carnicería, la plomería, el café internet que todavía está abierto. Y se encuentran a su paso con un grupo de chicos, pelota bajo el brazo, que salen de la escuela para jugar en cualquier descampado.

Aquí, a principios de los años 60, nace Diego Maradona. Y aquí también vive con sus seis hermanos (Ana María, Rita, Elsa, María Rosa, Hugo y Raúl). Las calles mantienen esa tierra que es puro barro cada vez que llueve. A cinco minutos de su casa, se encuentra el famoso potrero, con pisadas de hace más de 50 años. En frente está la casa de Gregorio Carrizo, su mejor amigo, a quien Diego le toca la puerta para salir a jugar.

—Goyo, ¿jugás?

Diego dice que Goyo va a llegar antes que él a Primera. Después de Estrella Roja y Tres Banderas, los dos juegan juntos en Las Cebollitas, el equipo que acumula más de 300 partidos invicto (sin empates), en las inferiores del club Argentinos Juniors. Diego creyéndose ‘El Bocha’ Ricardo Bochini y Goyo emulando los goles del ‘Ratón’ Ayala.

Fiorito está lleno de gente humilde, pero trabajadora. Las calles son interminables y no tienen nombre, por eso conviene visitarlas con alguien que las conozca. Diego y Goyo se hicieron amigos desde los nueve años, en un colegio para pocos estudiantes. Goyo nació nueve días antes que Diego, el 21 de octubre de 1960, lo cual permitió que durante los últimos siete años los festejaran juntos en Argentinos Juniors.

Goyo Carrizo
Goyo (izq.) y Diego (der.) jugando un partido con Las Cebollitas.

Para llegar ahí es necesario tomar el tren o el colectivo. Diego suele llevar naranjas en su mochila, cada vez que doña Tota, su mamá, vuelve del mercado. Cuando no les alcanza para el pasaje, los dos amigos esperan que avance el tren y saltan de último momento para que nadie los vea. La mayoría de las veces viajan sonriendo.

Los años pasan. Es el 30 de octubre de 1976. Goyo entra a la casa de Diego y carga un paquete envuelto y bien arreglado. Mientras lo abre doña Tota, lo saluda don Diego; después, aparece el pequeño 10. El abrazo entre ellos nace del alma. Maradona debutó hace unos días contra Talleres de Córdoba (20 de octubre de 1976), en la Primera División argentina, a pocos días de cumplir 16.

Goyo se ríe de que, en la primera jugada, Diego tuvo el descaro de hacerle un caño (túnel) a Juan Domingo Cabrera, uno de los mediocampistas más experimentados.

—Sos un maleducado —le dice, y siguen las risas.

Diego dice que Goyo va a llegar antes que él a Primera. Después de Estrella Roja y Tres Banderas, los dos juegan juntos en Las Cebollitas, el equipo que acumula más de 300 partidos invicto (sin empates), en las inferiores del club Argentinos Juniors. Diego creyéndose ‘El Bocha’ Ricardo Bochini y Goyo emulando los goles del ‘Ratón’ Ayala.

Cuando el día termina, marca un punto aparte. Algo que cambia para todos. Ninguno sabe que, en poco tiempo, el presidente de Argentinos, Juan Fiori, le pedirá a Diego mudarse a un departamento en el barrio de La Paternal, cerca del estadio del equipo. Y que entonces dejará su barrio, donde soñaba ganar una Copa del Mundo.

“Soñábamos con debutar juntos en Primera. Él decía que yo iba a hacerlo primero… y mire lo que son las cosas”, recuerda Goyo, que sigue viviendo en la misma casa.

El fútbol terminó para él cuando se rompió los ligamentos cruzados de la rodilla derecha. Desde entonces, enfrentó su propia guerra, encerrado, pensando en algo para conseguir dinero. Soñando con que el tiempo retroceda y Diego vuelva a tocarle la puerta para salir a jugar.

Goyo se ríe de que, en la primera jugada, Diego tuvo el descaro de hacerle un caño (túnel) a Juan Domingo Cabrera, uno de los mediocampistas más experimentados.

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Goyo Carrizo carga un revólver y juega con su mano derecha a la ruleta rusa. No quiere ser delincuente ni justiciero. Vive atormentado por el pasado, porque escucha a la gente decir ‘mira, ese fue mejor que Maradona’ cada vez que sale de casa en el barrio de Villa Fiorito. Si no coloca las balas dentro del tambor es por el amor que le tiene a su familia, pero el peso de los recuerdos lo ha llevado a estar muy cerca.

Durante un tiempo, Goyo quiso seguir jugando, pero nunca volvió a ser el mismo. Ni siquiera a los 37 años, cuando se retiró. Lo abrumaba que sus hijos siguieran descalzos y que vistieran siempre la misma ropa. Sin contar que Diego, su mejor amigo, ya no estaba con él.

Desde hace varios años, Goyo dejó de dar entrevistas. Las preguntas lo volvían a esos años de confusión y tragedia, y le hacían mal. A pesar del tiempo, no se explica por qué no pudo hacer lo mismo que Diego. Acaso fue esa lesión, por la que todavía renguea, o su propio destino en equipos del ascenso.

Goyo Carrizo
Goyo Carrizo y un retrato en su casa de Villa Fiorito, donde cada tanto observa la vieja casa de su amigo.

Si alguien apostó por Diego, cuando no era Maradona, fue Goyo. Tanto con su técnico, Francisco Cornejo, como con doña Tota, su mamá, quien, renuente a dejarlo jugar al fútbol, finalmente le dio permiso de acompañarlo a La Paternal.

—Profe, tengo un amigo que es mejor que yo. ¿Lo puedo traer la próxima semana?

La pregunta de Goyo a Cornejo, en el Parque Saavedra —el parque donde entrenaban— fue acaso la primera piedra del mito Maradona. Así inició su aventura hasta los 14 años. Diego era el 10 de Argentinos Juniors, el que definía partidos, mientras que Goyo, como 9, se daba el lujo de hacer trucos con la pelota. La gente discutía desde entonces quién podía ser mejor: ¿el 10 o el 9?, pero ninguno se comparaba.

«Dicen que por lo menos una vez en la vida todos los hombres asisten a un milagro, pero que la mayoría no se da cuenta. Yo sí lo hice», escribirá después Cornejo en Cebollita Maradona, el libro que retrata su vida junto al Pelusa.

Así inició su aventura hasta los 14 años. Diego era el 10 de Argentinos Juniors, el que definía partidos, mientras que Goyo, como 9, se daba el lujo de hacer trucos con la pelota. La gente discutía desde entonces quién podía ser mejor: ¿el 10 o el 9?, pero ninguno se comparaba.

Diego decía que Goyo iba a llegar antes que él a la Primera División, aunque a éste le costara creerlo.

—Si yo lo logro —le advertía— te voy a comprar una casa y la camiseta de la selección argentina.

A veces, para poder comer, los dos juntaban huesos de animales en la quema y los vendían por kilo en el mercado de la Villa. El pago —cinco pesos argentinos—les alcanzaba para comprar un paquete de galletas o algún alfajor, en la hora y media que se hacían de viaje a los entrenamientos.

Justo en ese lugar había un colegio para pocos habitantes. Era más un asentamiento que una ciudad, como lo es ahora. Ahí se hicieron amigos. Pasaban fiestas de fin de año, navidades y cumpleaños juntos.

Para ir a jugar era necesario que tomaran el tren o el colectivo. Diego solía llevarle naranjas en su mochila, cada vez que doña Tota llegaba del mercado. Mas no siempre alcanzaba para el pasaje. Cuando eso sucedía, los dos pequeños amigos esperaban que caminara el tren y saltaban de último momento, sin que nadie los viera, riéndose de sus travesuras con los vagones en movimiento.

Arriba, montados en la camioneta, están los pequeños Goyo y Diego (al centro) junto al resto del equipo de Las Cebollitas.

Desde el día que Diego se fue de Villa Fiorito, la espera para Goyo fue eterna. Mientras él seguía en la tercera división, su mejor amigo iba convirtiéndose en la gran promesa del fútbol argentino. Su debut llegó finalmente a los 20 años, pero una rotura de ligamentos en la rodilla derecha acabó con su carrera. No existen imágenes de archivo que muestren cómo jugaba, pero dicen, los que lo vieron jugar en el potrero que sí, que efectivamente, “era mejor que Maradona”.

***

Goyo rebasa los 55 años y, por primera vez en mucho tiempo, responde el teléfono en su casa de Villa Fiorito. “¿Llama usted desde México?”, pregunta antes de continuar. Se escucha una voz suave y temblorosa, contraria a las grandes sentencias maradonianas. Por alguna razón, esta vez tiene ganas de hablar.

“No sé cómo llamarle, pero todavía estaba viviendo cosas del pasado. Me hacía muy mal. No porque Diego haya saltado más pronto que yo, sino por todo lo que soñamos juntos. Había veces que me olvidaba de mis hijos, de mi familia… Créame que acá la vida es dura”. En el fútbol y fuera de él, Goyo pasó sus mejores momentos con Diego. Aquellos años empiezan a darle vueltas cada vez que responde.

“Diego fue el alma de mi cuerpo, pero un día se me despegó. Por algo Dios quiso darle otro camino. El decía que yo iba a hacerlo primero y, mire, lo que son las cosas. Se convirtió en el jugador más grande de todos los tiempos. Haber jugado con él es una alegría que me voy a llevar a la tumba”.

Su debut llegó finalmente a los 20 años, pero una rotura de ligamentos en la rodilla derecha acabó con su carrera. No existen imágenes de archivo que muestren cómo jugaba, pero dicen, los que lo vieron jugar en el potrero que sí, que efectivamente, “era mejor que Maradona”.

Mientras el 10 brillaba en equipos como el Barcelona y el Nápoles, con los que ganó ocho campeonatos, Goyo, con una rodilla que hasta la fecha no dobla bien, desempeñó oficios fuera de casa para poder sobrevivir.

“Busqué de albañil, vendía ropa vieja y ponía puestos en las ferias, cuando encontraba algo. Pero los mismos compañeros me decían: ‘Esto no es para vos, Goyo. Vos deberías estar trabajando como técnico en algún club’. No trabajaba bien, pero me aguantaban. A pesar de eso, se me quedó el hábito de comprar ropa y zapatillas usadas. Las lavamos y las vendemos, para mantenernos”.

Goyo Carrizo, saliendo de las sombras de su casa.

—¿Diego fue una sombra para usted?

—No lo sé. Después de retirarme (a los 30 años), enfrenté una depresión enorme. Esa lesión fue lo peor que me pasó en la vida. Me mató, de verdad me mató. Pude revivir gracias a mis hijos. ¿Qué hacía yo agarrando un arma y poniéndome al nivel de gente mala? Nunca quise dejarles un mal ejemplo. Vi que estaban creciendo y traté de salir adelante. Muchas veces intenté quitarme la vida. Si reaccioné fue también por la visita de un amigo, que antes había sido compañero mío en Argentinos Juniors. ‘Vos tenés que volver’, me decía. ‘Sos mejor que el negrito’. El negrito era Maradona.

—¿Y era cierto?

—Yo digo que Diego siempre fue mejor. En Las Cebollitas, por ejemplo, era el motivador del equipo. Salía en todos los partidos con la mirada alta. Sonriente. Nos contagiaba con su actitud. Yo, en cambio, hacía más cosas para la gente. No tuve la recuperación necesaria para recuperarme de la rodilla, pero aún así jugué en siete equipos del ascenso. Si podía tirar un caño, no lo pensaba dos veces. Me divertía. Aunque siempre digo que daba ventajas.

—¿Por qué decidió llamar Diego Armando a uno de sus hijos?

—El 31 de diciembre del 99, supe que Diego había estado muerto 10 segundos tras sufrir varios problemas de salud. Ese día nació mi hijo. Un poco para tenerlo siempre al lado mío, en el recuerdo, quise ponerle Diego Armando. Así se quedó y, después, cuando se recuperó, lo fuimos a ver al hospital con apenas tres días de nacido. No pudimos entrar, nos quedamos abajo. Pero fue una gran alegría saber que se había recuperado. Yo disfruté lo mejor que me pasó en la vida con él: la infancia. Después, al Maradona famoso, me gustaba verlo solo detrás de la pantalla.

Busqué de albañil, vendía ropa vieja y ponía puestos en las ferias, cuando encontraba algo. Pero los mismos compañeros me decían: ‘Esto no es para vos, Goyo. Vos deberías estar trabajando como técnico en algún club’. No trabajaba bien, pero me aguantaban. A pesar de eso, se me quedó el hábito de comprar ropa y zapatillas usadas. Las lavamos y las vendemos, para mantenernos”.

La última vez que Goyo se encontró con Diego fue en un programa de televisión, en el que lo homenajearon por su cumpleaños. Nunca más se volvieron a ver. Desde hace un tiempo, el viejo potrero donde jugaban en Villa Fiorito fue ocupado por un centenar de familias que ahí levantaron sus casas para poder vivir.

De alguna forma, Goyo siguió ligado a la única cosa que le hace bien: entrenar equipos infantiles y descubrir nuevos talentos en el mundo del fútbol. Su hito más grande fue Diego, su amigo, el hijo de don Diego y doña Tota, su compañero de viaje en los vagones del tren. Una sombra de hace más de 50 años que parece infinita. “Goyo fue mejor que Maradona”, dicen en las calles los que más lo conocen. Y es esa la leyenda del héroe que no fue.


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