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In memoriam Andrés Sánchez Robayna (1952–2025)

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Poeta, traductor, ensayista, editor, compilador y diarista, Andrés Sánchez Robayna (1952-2025), voz fundamental de la poesía contemporánea en lengua española, fue reconocido en 1982 con el Premio Nacional de Traducción y en 1984 con el Premio de la Crítica

Por MARCELO PELLEGRINI

El 11 de marzo recién pasado recibimos la triste noticia de la muerte del poeta español Andrés Sánchez Robayna. Discreto como era, muchos de sus amigos no sabíamos que se encontraba en un tratamiento médico intenso. Con su repentina muerte se nos va uno de los más grandes poetas españoles de los últimos 50 años y una de las figuras más destacadas de la cultura en lengua española, autor de una vasta obra poética que comenzó con Día de aire / Tiempo de efigies (1970) y culminó con la publicación en 2019 de Por el gran mar. A esos títulos se les une una serie de libros emblemáticos como Clima (1978), La roca (1984), Palmas sobre la losa fría (1989), El libro, tras la duna (2002) y La sombra y la apariencia (2010), entre otros, todos ellos reunidos en la imprescindible poesía completa publicada por la editorial Galaxia Gutenberg en 2023 con el sugerente título En el cuerpo del mundo.

Además de su extraordinaria producción poética, Sánchez Robayna fue un crítico literario y un ensayista de primer orden que supo mezclar la erudición del especialista (alimentada por su larga trayectoria como profesor universitario y conferencista) con el vuelo poético de quien tiene una relación profunda con las obras que comenta. Sus reflexiones sobre el hecho poético alcanzaron en sus mejores momentos dimensiones filosóficas. Y no sólo poesía es lo que comentó: ahí están sus ensayos sobre pintura y sobre música, sobre autores como Roland Barthes y María Zambrano. También están sus muchas traducciones, entre las que destacan las que hizo de la poesía de Wallace Stevens, del Preludio de William Wordsworth (obra colectiva hecha por el Taller de Traducción que dirigía en la Universidad de La Laguna), de la poesía completa del poeta catalán Salvador Espriu, y de los Cuadernos de Paul Valéry. Como académico, Sánchez Robayna fue un gran especialista en la poesía de Góngora y de Sor Juana Inés de la Cruz, así como de la inclasificable obra de Julián Ríos. Como editor realizó y prologó ejemplarmente la Poesía completa de su amigo y mentor José Ángel Valente, entre otros trabajos eruditos. Por último, mención aparte merecen esos singulares libros que son Cuaderno de las islas (2011), Borrador de la vela y de la llama (2022) y Las ruinas y la rosa (2024), verdaderos ejercicios de literatura comparada en donde, alrededor de un tema, Sánchez Robayna elaboraba una poética de las cosas y los objetos concretos y espirituales acompañada de antologías personales de poemas de diversa procedencia que abordan los temas comentados. Las ruinas y la rosa tiene además, en ocasiones, el aliento de sus diarios, que publicó en tres volúmenes: La inminencia (1996), Días y mitos (2002) y Mundo, año, hombre (2016).

Quiero detenerme brevemente aquí en Cuaderno de las islas a propósito del poema “Patmos”, que publicamos en estas páginas. Andrés Sánchez Robayna, nacido en las islas Canarias, siempre fue un poeta insular en el mejor sentido del término: solitario pero habitando el núcleo palpitante de las preocupaciones más centrales de la cultura literaria del idioma. Lejos de las metrópolis de toda especie, su soledad creadora le dio una perspectiva mucho más amplia, que le permitió dialogar con la poesía de las múltiples orillas del idioma y así conocer íntimamente la obra de otro isleño ilustre como José Lezama Lima y de figuras emblemáticas como Octavio Paz, Eugenio Montejo y Gonzalo Rojas. El poema “Patmos”, a mi juicio uno de sus textos más hermosos, puede ser leído también como una poética de lo insular. Ahí, el hablante relata como en un diario su visita a la isla, donde busca una palabra que es un nombre y es un dios; concluye, sin embargo, que “nada te será revelado” salvo las piedras y los cardos de la isla en donde Juan de Patmos escribió el “Apocalipsis”. El sol abrasador es ese apocalipsis en el poema, pero el poeta encuentra la sombra benéfica de algunas nubes, unos pocos árboles, y el rumor salino del aire que sugiere la presencia infinita del mar. No es casualidad que el último libro que Sánchez Robayna publicara en vida se titule Por el gran mar: es ahí, en ese vasto mar del ser, donde habrá encontrado su isla personal, su última Thule, a la que ingresó seguramente con una sonrisa en el rostro. A un observador como él atento a las constelaciones y las estrellas, esas islas en el firmamento, podemos dedicarle unos versos de Por el gran mar que nos servirán de despedida:      

Pueda el cielo estrellado concederte,

            cuando sales en medio de la noche,

            su oscura claridad. Puedan las Pléyades

            darte su don altivo y alumbrarte.

            Pues que sales a amar, sales alegre

            a contemplar, y tú también entregas

            toda tu luz, toda tu oscuridad.

            Que te bañe el ardor del aire ciego.

            Que el firmamento escrito sea tu mano

            y te guíen la Osa y el Cangrejo.

***       ***      ***

Patmos 

 

Al principio fue un nombre, su sordo resonar.

 

¿Tan sólo un nombre? Bien sabes que así empieza y tal vez así acaba,

la vibración del sol en la ladera, en los atardeceres de septiembre,

sobre el color del cardo,

un color indistinto,

entre la aceptación y el abandono, como

si se tratara de una luz final, brillando en los espinos,

y que nadie contempla. Empieza así.

 

Es el comienzo. Un nombre, dos sílabas que fluyen

como la lengua de agua en las orillas.

Se deslizan lo mismo que dos olas pequeñas

en la playa desierta,

y hacen sonar guijarros,

entrechocar callaos bajo la luz del tiempo.

 

El nombre. ¿No te deslizas tú, en la sombra,

entre nombres y orillas, entre los puros nombres

y la luz que redime?

No digas, pues, que un nombre es sólo un nombre,

hay la mañana en él, la tarde que se extingue, cernida por el tiempo,

dos sílabas que arden en el fulgor de julio.

Se agita el viento en ellas, y la caña silbante.

 

El nombre te llamaba. Conocías el signo.

 

Tal vez no haya otra cosa que conozcas,

ese sonido oscuro de los nombres, las palabras oscuras,

los arquetipos,

como en la página de Hölderlin,

leída en julio,

cuando el sol es un rapto.

 

Vete a las sílabas

indestructibles.

 

Es el sonido oscuro que así llama

en las montañas de la isla.

 

…         …          …          …          …          …          …

 

Empieza así, en el cardo polvoriento.

 

Cercano,

pero difícil de alcanzar, el dios.

 

Esas palabras fluyen como el agua. Memoria,

tráenos,

danos agua inocente.

Agua clara en los ojos, en el rostro,

y que la seque, poco a poco,

el sol,

mientras, con avidez,

recorremos senderos,

los pasos

sobre piedras calientes,

y crece así la sed, el deseo de la tierra,

el anhelar que es una forma

del ver, y bajo el cielo devastado, sin nubes,

conoces otro modo de ignorancia.

 

¿Y a qué dios has venido a buscar en la isla?,

qué peregrinación estás haciendo

entre los tamariscos y las olas?

 

Nada,

el sol,

el inviolado sol es testigo,

nada

te será revelado.

 

Conocerás tan sólo el signo

del sol.

 

…         …          …          …          …          …          …

 

Las cabras bajan hasta los guijarros.

 

Memoria de palabras,

como el agua que fluye.

Al pie de montes inmutables,

pegadas

al paladar, como salivas

de adhesión a los mundos,

palabras que nos salvan,

pardos, carbonizados pastos,

el cáliz calcinado

del girasol altivo en la ebriedad.

 

Duros signos,

esos que ves entre las piedras,

mientras caminas, y la sed aumenta,

y buscas el refugio de unas parras resecas.

Tendrá piedad su sombra,

te dará, cuando menos, un espacio

para cerrar los ojos, la cabeza apoyada

contra el muro. El blancor de la cal, alrededor,

te envolverá lo mismo que aguas invisibles,

oh Patmos de inocencia y de ignorancia.

 

Nada,

salvo ella misma,

la tierra silenciosa,

te será dado,

el aire que desciende de los pinos,

el silencio que rompe, súbitamente, un asno,

bronco, por los barrancos,

el roznido que rasga

y apaga la pinocha.

 

Las montañas del tiempo

miran pasar tus pasos.

 

Caminas otra vez. Regresas a los pastos

de la palabra, cruzas, en la tarde,

hasta las aguas del principio,

oh pastor de silencios, de la nada

ávida de una paz, la paz de Patmos (1).


1 Del libro En el cuerpo del mundo. Poesía completa (Barcelona: Galaxia Gutenberg, 2023, pp. 388–391). Publicado originalmente en La sombra y la apariencia (Barcelona: Tusquets Editores, 2010, pp. 219–223).

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