Por LENA YAU
“pues el estómago tiene su literatura, su
memoria, su educación, su elocuencia;
el estómago es un hombre dentro del hombre”
Honoré de Balzac
Es bien conocida la inmensa altura de José Rafael Lovera como historiador, gastrónomo, investigador, académico, formador, documentalista, comensal.
Repasar su obra —la escrita, la dicha, la fundada— lleva a pensar en un hombre consagrado a la lectura, a plantearse preguntas y contestarlas en páginas manuscritas. Un intelectual, un individuo sin tiempo para otra cosa que no fuera la materia de sus desvelos, la alimentación, la cocina y la comida como síntomas y símbolos, como causas y efectos; el plato como espejo para comprendernos en el tiempo.
¿Y la persona? ¿Hay espacio para la sensibilidad, la curiosidad, el sentido del humor en sus trabajos?
Su sensibilidad fue el punto de partida.
Porque además de ser un especialista, un estudioso, un devoto de la historia y de la alimentación, fue un gran ser humano.
Un espíritu extraordinario.
Paula y las adivinanzas
Paula Tovar, reina de la cocina en casa de los Lovera. El profesor niño y las travesuras de su edad. ¡Vaya con Paula que está arrestado! José Rafael obedecía, se sentaba en un taburete y jugaba a las adivinanzas mientras su olfato percibía variaciones en el aroma de las ollas según se sumaban ingredientes, avanzaba el minutero, bajaba y subía la llama. Allí estaba la letra incipiente. Allí el principio de su inclinación por las recetas contadas y manuscritas. Los cuadernos en los que se apuntó lo cocinado como líneas marcadas en tablas de picar. Trazos. Sabores. Ínterin de sopa, seco y postre. Siglos de saber y práctica condensados en notas que alteran cantidades, técnicas e ingredientes para asegurar la imprecisión caprichosa del al gusto, para imprimir sazón personal a un condumio.
Generaciones de abuelas, madres, hijas, nietas transcribiendo, cuidando, ampliando y entregando el testigo a las siguientes.
Libretas como dotes cifradas de casaderas, arma de jefatura oficiosa del clan desde del lar.
Cuadernillos que son la impronta de una memoria.
José Rafael cambió el taburete por la silla para escribir la historia de la alimentación.
Las adivinanzas crecieron en él.
Gallina parece, azul es.
La curiosidad. La búsqueda. La perseverancia. El hallazgo.
¿Hay gallinas azules?
Azulonas. Un cocinero me contó que el profesor la buscó con la misma disciplina con la que cribaba publicaciones para dar con datos, fechas,nombres.
¿Allá?
Sí.
¿La encontró?
¿Lo dudas? Se llama Tinamus tao. Dicen que su sabor es delicado.
¿Sabes si la probó?
Nunca lo supe. Quizás lo valioso para él fue no rendirse hasta hallarla. Comprobar que existía. Imaginar la ternura de su carne y verla adentrarse en el monte y perderse.
Eso le cuento a María Gabriela.
Ella me contesta con un taren para invertir el hado y dos folios de la casa de sus abuelos.
¿No te parece llamativo que la casa quedara en un lugar llamado de Cuño a Guanábano?
Ahora que lo pienso, sí. Pero así son todas las cosas de él. Los sabores siempre están con mi papá.
Gastronáuticas
Reviso una edición antigua que viajó en barco desde Caracas hasta Madrid.
1989. C.E.G.A. Para Lena con amistad gastronómica. Su firma sin fecha. La dedicatoria: A Maritza ofrezco rendido.
Ella regresa en el Proemio, le debe el título, Maritza Montero, ingeniosa inventora del término gastronauta para designar a los gastrónomos exploradores que desde los años sesenta formamos un pequeño club de amigos (…).
Releo y Lovera se sienta conmigo en un restaurante en Pampatar, en un café en Madrid, en una librería en Caracas. Está en lo escrito. Su elegancia sin estridencias, su conocimiento libre solemnidad, su afecto calibrado, su delicioso sentido del humor, su esparcimiento sabio. Y su atención a los detalles de peso. Pienso en el amigo, en el esposo, en el padre, en el compañero, en la persona. Puntos que no recogen las enciclopedias sino el roce, los días, los gestos. De nuevo la memoria y la letra que la fija para que otros puedan gozar de ella. En sus libros está el trasunto del ser humano. La huella que buscaba al estudiar exhaustivamente personajes que admiraba. ¿Qué comían? ¿Cómo se relacionaron con la cocina? ¿Los marcó su alimentación? Para él, el gusto por el buen comer es don de la gente de genio. Si uno de sus personajes favoritos parecía indiferente a los placeres palatales, acentuaba su búsqueda hasta resolver positivamente la incógnita. Vuelven las adivinanzas de la cocina de infancia y escribe sobre ellos revelando el nombre justo antes del punto final. Los gastronautas son pintores, músicos, filósofos, poetas, novelistas, monjes. Figuras a las que Lovera devuelve la respiración bajándolas del pedestal por la ingesta. Nada más humano y cultural que la comida. No son lances anecdóticos. Lo que comes, te hace, te dice.
De periódicos de ayer, albaranes, marchamos, puertas garabateadas
Hago una pausa en la escritura y recuerdo a alguien. Tecleo junto a su nombre, un oficio y un lugar. Maura. Maestra. Choroní. Un enlace lleva a la Biblioteca Virtual de Andalucía. Sorprendida por los seis mil kilómetros de distancia, entro:
Gaceta del Sur. Diario Católico de información. 11 de junio de 1911.
Y luego:
Chocolates Enrique Sánchez. Son los más selectos de cuantos se fabrican como lo demuestran las 31 recompensas industriales obtenidas en otras tantas exposiciones oficiales y La gran medalla de oro concedida por Bruselas. Única de esta clase otorgada a los chocolates españoles. Precios desde una peseta en adelante y clases especialísimas a 2,2´50 y 3 pesetas paquete de 460 gramos fabricadas con las ricas Caracas, Soconusco, Ocumare, Sonora y Choroní.
El desvío lleva razones. El anuncio contiene historias no escritas que permiten reconstruir viajes e intercambios. Todo relata. Basta tener paciencia y aguzar la mirada para detectar una fuente. Lovera, ducho en la lectura de tomos y ensayos, sabe que la realidad rebasa lo encuadernado. Estudia con detenimiento cuanto ve. La curiosidad lo lleva a hojear un libro publicado en 1883 por el centenario de Bolívar. Una tirada de apenas tres ejemplares en los que abundan retratos de Guzmán Blanco. Pasando páginas de loas y charreteras, el profesor descubre la reproducción de la etiqueta de un vino de piña. Como quien remoja una botella en agua tibia para despegar una estampa de colección, Lovera se detiene y examina el calco de aquel vino tropical cuya existencia intuye y persigue infructuosamente. Hasta el instante en que lee unas iniciales y un lugar. Descubre también un oficio y la suma satisface su búsqueda. No se reserva el premio. Lo escribe. Muchos años después nos contará la historia de Fernando Bolet, médico y vecino de Petare, que a finales del siglo XIX levantó una fábrica de licores hechos con frutas del país. Su cuidadoso trabajo fue premiado en Venezuela y en el extranjero.
José Rafael Lovera combina la investigación ortodoxa con virtudes de su espíritu: sensibilidad, curiosidad, constancia, amplitud, flexibilidad, sentido del humor.
Por saber mirar, por tener claridad en los pequeños lugares en los que hay que hacer una parada, sabe que el creador del Amargo de Angostura escribió la fórmula en la puerta del sótano de su casa, que las cartas de los restaurantes son listas de platos, pero también epístolas que narran yantares de urgencia, guerras, revoluciones y resurgimientos, que algunos albaranes no solo son para antojos golosos sino para poner una mesa en la que se sirva la posibilidad de una paz.
Política de convite, lo llamó. Para mí, una poética.
Las palabras de Gonzalo Fernández de Oviedo son pretexto de otro libro, Yantares Latinoamericanos:
(…) en estas islas y en la tierra firme hay muchas diferencias de lenguas de una gente a otra, es una cosa tiene muchos nombres, también diversas cosas tienen un mismo nombre, y querer escudriñar esto, sería nunca acabar”.
Anuncia el proyecto en Gastronáuticas y acude a su gracia para aceptar el reto de la cita:
parece ineludible la tarea de hacer esa historia gastronómica del Caribe (…), a pesar de la advertencia premonitora del cronista Fernández de Oviedo.
Escudriñó con avidez, pensó, proyectó y escribió.
Leer es recorrer palabras con los ojos.
Pero leer para el profesor Lovera es desentrañar a la persona que dedicó una vida a documentarnos como comensales de un país.
Los amigos que dan tanto no se van nunca.
Permanecen junto a los sabores gratos, rotundos, plenos.
Están siempre.
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