Por ALICIA ÁLAMO BARTOLOMÉ
Obertura
Hay un significado divino en todo lo que parece mínimo. Depende de cómo vayamos nosotros ensartando en nuestro hilo de horas las diminutas cuentas del diario hacer. De lo corriente, de lo que no se nota ni asombra porque es lo cotidiano. Pero son cuentas de amor para el Amor. Gotas trasparentes que se vuelven diamantes cuando las atraviesa ese Sol. Ahora una sonrisa para quien nos mira hosco. Luego dar una mano amiga al vacilante. Quién sabe si sólo poner en su sitio un objeto fuera de lugar. Una a una las acciones de la jornada enlazadas en collar de gloria. Convertir lo natural en sobrenatural.
Entonces, el trabajo arduo no lo es, sino nuestra contribución gozosa a ese concierto de la naturaleza que va desdoblándose en progreso, civilización, cultura, que canta a lo divino, que robustece en fe al otro, que hace a la humanidad más humana porque crece en espiritualidad. Vamos hilando, sí, con finos hilos multicolores según la idiosincrasia y la misión de cada quien, tapices de ensueño para suavizar el paso de los hombres, para el paso invisible de Dios.
Enredadera
Lianas oscuras y retorcidas. Esqueleto de finos huesos que soporta la carne- techo de las hojas traslúcidas de un verde tierno. Por debajo. El sol las baña desde arriba. La enredadera lo busca. Sube hacia él por el camino que consiga:
otras plantas, árboles o tejados. Siempre hacia arriba. Las débiles ramas que a veces hacen columpios desafían la gravedad. Y brotan con alegría increíbles racimos de menudas estrellas de cinco pétalos. Nacen blancas, se mutan en rosadas y luego en rojas. En un mismo bouquet se da el prodigio de los tres colores. En algunas regiones la llaman popularmente, con inusitada elegancia francesa, Très-jolie. En nuestro español Muy bonita es suficiente y justo. Y es exuberante. Florece profusamente muchos meses al año. Es un empeño constante de ser grande insistiendo en lo pequeño.
Los niños, débiles ramas y proyectos de hombres, entre los brazos de sus padres conocen el amor. La familia, raíz profunda, nutre las ramas y ellas crecen, entonces trepan hacia el sol para encontrar la verdad. En el seno y la trama de la familia la humanidad encuentra su punto de partida para consolidarse y realizarse, para ser.
Árbol
Ahí está la mata de mango. Árbol deberíamos decir, porque se yergue robusto en este suelo que no es el suyo de origen. Vino de lejos, de la India. Llegó, creíamos, bien entrado el siglo XIX, aunque estudios posteriores dicen que sí pudo conocerlo El Libertador. Y ahora, en gran parte de la geografía de la patria, la masa abultada de hojas en sus grandes ramas, refresca con su sombra los ardores tropicales. Hojas más bien menudas, pero juntas son una fuerza, una presencia imponente recortada contra el cielo. Réplica en verde oscuro de las nubes. Cuando maduran, sus frutos son mejillas sonrosadas esperando su caída. O les precipita el momento la piedra certera del muchachito ávido.
Nuestra naturaleza patria precedió al árbol nuevo, pero él vino y ella lo hizo suyo. Madre tierra generosa, abrió los brazos para recibir al inmigrante. La generosidad es siempre una entrega al otro para hacerlo ascender. Ese árbol que toca las nubes eres tú plantado en la fértil solidaridad de los demás. Inesperadamente una piedra, como la que pulsa el niño ávido, puede herirnos. El corazón generoso responde con la dulzura del fruto en sazón.
Viento
Hojas de otros árboles en el paisaje. El sol de la mañana las pone incandescentes en plata. Tiemblan. El viento las agita y es un titilar de láminas.
Brisa, viento, silbido, remolino. Invisibles, pero se expresan en lo que tocan.
La primera, intrascendente, eriza los sembrados. Va creciendo, se transforma, se estremecen las copas verdes, se inclinan los cipreses. De repente gira el polvo y asciende junto a las hojas secas. El remolino suena, ulula en los oídos.
Y hay quien teme. Tornado, huracán. Ahora sí hay voces como si fuera la ira de Dios que grita y traspasa los nubarrones grises. Nació mínimo el viento, pero se crece para acompañar la furia de la tempestad, el relámpago, el trueno. Se reviste de grandeza y el hombre se vuelve un enano miedoso.
Aunque los embates de la vida nos asusten, Dios siempre está con nosotros. La fe puede ser, en su primer arraigue en el alma, una leve brisa. Hay que alimentarla con una piedad cotidiana. Entonces se encrespa, se vuelve torbellino y con fuerza centrípeta arrastra las otras almas hacia el centro: ¡Dios!
Arena
La ola es un cincel eterno. La roca se le entrega en milenios y se vuelve polvo.
Perseverancia, tesón, del agua que se enrosca. Va y viene y cae sobre su propia obra. Extendida, dorada, gorguera del mar. Caminan sobre ella y allí queda la impronta de unos pies desnudos que van hacia el horizonte. Marea: borrón y cuenta nueva. Otra vez dorada y lisa en espera de las huellas que vendrán. Así siempre, de sol a sol, de noche a noche. Una rutina que invita a la reflexión. Esa franja dorada, ahora estrecha, ahora ancha, según la acaricie la espuma de la onda que se rompe, es sólo la inmensa multitud de minúsculos granos. Unión de mínimos que imponen su presencia indispensable en la dilatada belle- za del paisaje marino.
El hombre persevera y consigue lo que busca. Rompe la roca de la indiferencia, de los obstáculos. Martillo incesante su voluntad, vuelve arena todo lo que se le oponía. Abiertos están todos los caminos en la playa nueva. Allí dejará sus huellas ese hombre.
Savia
Todo en pequeño: la hoja, la flor, el fruto, la brisa suave, la luz que se cuela entre el follaje. Todo en armonía. La savia sube por las finas venas que van desde las raíces hundidas en la tierra hasta la cima. Más profundas aquéllas mientras más alta es ésta. Nutre el tronco, nutre la rama, nutre la hoja, nutre la flor y se desborda en fruta. Es clorofila, es pétalo, es color, es pulpa jugosa, es delicia en los labios.
Respiran los árboles respiramos nosotros. Sin este intercambio de suspiros entre el mundo vegetal y el animal, no habría vida. Dios nos puso en este concierto de seres. Somos la sonata total de la naturaleza. Canción callada a veces cuando se construye hacia adentro. Otras, cantamos hacia el viento, como cantan los pájaros, como canta el agua cuando corre o salta entre las piedras y se rompe en frescas notas incoloras.
La vida interior es savia siempre nueva. Lo alimenta todo, lo propio y lo aje- no. Atrae, contagia, entusiasma. La riqueza del espíritu se derrama hacia afue- ra y empapa su entorno.
Música
Se escribe en el pentagrama. Esas bolitas blancas y negras que vemos aquí y allá en las cinco líneas -a veces con penacho, otras no- con parecer nada, son justamente Bach, Mozart, Beethoven. Nos los entregan íntegros. Cosas tan pequeñas capaces de traducir lo grandioso e inefable. Si algo se asemeja a la voz del Dios Amor, eso es le música. Sonidos de estricta medida matemática, ciencia que no parece tal. Se combinan, se enlazan, libres de toda regla como no sea la de ser hermosa melodía.
Es instrumento, es voz, una batuta, una mano de dedos expresivos que lo diri- ge todo. Dedos pequeños para ordenar que salga de las cuerdas, de los meta- les, de los vientos, precisa e inspirada, la grandiosa sinfonía. Es un milagro inexplicable. La oímos en silencio, en ilapso.
La música del bien es expansiva. Sus notas son siempre una canción nueva. Amor, entrega total a los demás, en aquella pequeña acción de todos los días, inadvertida, pero eficaz. La sonrisa cuando nos duele el alma es una melodía de paz para los otros. La recogen felices, ignoran el dolor arcano.
Letras
Como la música, son signos entrelazados en sílabas, palabras. Componen la oración, la frase, el párrafo. Un subir de lo pequeño a lo grande con el ritmo sostenido del empeño. Así Cervantes escribió el Quijote y nos quedó como monumento imborrable, indestructible, de la lengua que hablamos. La lectura quizás no nos arrebate en éxtasis como la música, pero se hinchan las velas de la imaginación. Viajamos a otros mundos, a otros seres. Nos metemos en el vericueto de las descripciones y de las pasiones. Pendemos de las páginas de un libro cuando éste es capaz de entusiasmarnos.
El más voluminoso de los tomos, no es sino un átomo gordo en las bibliotecas del mundo. Hay miles y miles para llenar los grandes edificios que los albergan. Hoy la tecnología los guarda, como la música y la imagen, en un inexplicable punto dentro de la expresión digital. Todo está allí donde parece que no hay nada. Un golpe a una breve tecla y se abre un universo.
Así la humildad. Allí está Dios, llena una aparente nada. Los verdaderos teso- ros siempre están ocultos. En su inadvertida presencia, los humildes son un universo. Cuando los toca la tecla de la muerte, ¡qué esplendor inusitado hay en la eternidad!
Lo divino
Es la cruz de cada día. Pero no es una cruz de llantos, es de perlas finas. Si a- caso, puede que algunas de ellas hayan nacido de lágrimas. No muchas. Lo di-vino de nuestra vida cotidiana es la alegría perenne. Cada tarea, por insignificante que sea, tiene un sentido redentor. Así no cuesta. La pena, el afán, el contratiempo, tienen nombres. Nombres de almas. Ofrecemos con amor lo grande y lo pequeño, lo ordinario, lo que no se nota, lo que no aparenta, pero donde siempre hay un sacrificio secreto. Esta cadena de nadas temporales adquiere esencia sobrenatural, pues los detalles más nimios cobran grandeza en el amor de su realización. Lo simplemente ordinario se convierte en ímpetu extraordinario. Es el estado habitual de los que caminan hacia la santidad.
Las almas santas se tocan. Como acorde final a esta sonata, enlazo dos sugestivos pensamientos, el de la carmelita descalza Isabel de la Trinidad que escribió con acierto y lucidez sobrenaturales: Dar al instante que huye valor de eternidad. Y el de san Josemaría Escrivá: Aun en las jornadas en que parece que se pierde el tiempo, a través de la prosa de los mil pequeños detalles, diarios, hay poesía más que bastante para sentirse en la Cruz: en una Cruz sin espectáculo (Forja, 522).
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