Imagino que algo similar le ocurrirá a cada quien con la geografía física y humana en la que haya nacido… En todo caso, quien nació frente a esa mar lleva consigo la inmensidad del Caribe, esa calidez en la atmósfera y esa sabrosura dentro del agua, sus claridades cristalinas, aquellas personas y aquellas pasiones como el fuerte y sutil horizonte. Soles enteros entre palmeras que bailan, lunas enteras entre brisas imparables y ese olor salobre de contacto, de sensualidad, de complicidad…
Toda esa inmensidad viaja con uno en estos exilios prolongados y, entonces, todo es generosidad de aquí para afuera, todo es gratitud y ganas de seguir compartiendo las enormidades que se llevan como el morrocoy ¡que dan hasta para hacer de la resiliencia un modo de vida, aunque ese no haya sido propósito! Y en estos asilos desolados, se multiplican las ganas de vivir y cuando se sabe de un amigo enfermo o una amiga que ha fallecido, entonces, de nuevo, lo que queda, es un vacío intenso, una nueva inmensidad. Ha ocurrido varias veces en los años cercanos ¡y uno tan lejos!… Muy recientemente falleció doña Elisa Lerner, hada madrina de muchas mujeres y hombres del teatro venezolano, de nuestra cultura nacional y regional. Qué pena… La vida se revuelve toda en su inmensidad por estas últimas fechas del año y más aún con sucesos así, con despedidas tan abruptas… Todavía no habíamos conocido su pluma de tinta asertiva ni su teatro delicadamente bordado con hilos de oro… Todo se revuelve…
Todo se revuelve… Éramos todavía unos niños cuando nos agarraba la tarde frente al televisor admirando las aventuras de Fijimaru del viento, un joven héroe japonés al frente de un grupo de muchachos valientes como él, como nosotros. Una especie de Robin Hood a quien después imitábamos en nuestros juegos callejeros. Era una comiquita en blanco y negro a la que le dábamos color en nuestras aventuras de niños invencibles en la cuadra de la casa, así como en nuestros sueños de justicia. Cada tarde nos disputábamos quién sería Fujimaru del viento. Todos lo fuimos.
Después seguimos recibiendo noticias esporádicas del Japón con asombro creciente. Creíamos que había sido lo máximo la vez que fuimos a cantar a Tokio y quedamos deslumbrados con tanta energía y tanto desarrollo. Con su metro que puede llevarte hasta el monte Fuji o hasta la estación de Chacaito, ¡si te descuidas! Con los sonidos venidos del walkman que estaban estrenando. Con tanta alta tecnología junto a tal tradición y tanto arte, admirando a su gente y su cultura. ¡Cómo habían ido ascendiendo en su vuelo de ave Fénix! ¡Cómo iban alcanzando las enormes cotas de desarrollo que todavía hoy disfrutan! Pero lo máximo fue conocer las películas de Kurosawa.
Las conocí primero escuchando sobre ese mago en un programa diario que daban por Radio Nacional de Venezuela: El cine, mitología de lo cotidiano. Don José Marcano nos regalaba en su voz y en tres minutos las maravillas sobre alguna película, alguna actriz o un actor, sobre algún director… ¡Con tal calidad de escritura que uno podía imaginarse los pasajes completos que había escrito minuciosamente don Rodolfo Izaguirre! Así fue como conocí a Ikiru y todas las demás películas del maestro Akira Kurosawa. Y así fue cómo, gracias a Rodolfo, toda una generación entera aprendió sobre cine en Venezuela: escuchando cine por la radio, viendo cine por la televisión pública gracias a la Cinemateca del Aire o apreciando películas de todas partes del mundo sentadito ahí en la sala de la entrañable Cinemateca Nacional.
Por supuesto y, por ejemplo, ir consuetudinariamente a la cinemateca junto a la muchacha que a uno le gustaba y tomarse de las manos en la oscuridad de la sala mientras que en el correr del tiempo se iban mirando las treinta películas de Kurosawa, fue una experiencia de vida que a más de uno le proveyó de la alegría de presenciar buenas historias contadas en el cine en la grata compañía de una persona que todavía hoy perdura al lado y que forma parte de esas inmensidades sobre las que comencé estas líneas. Se colmó uno de bastimento suficiente como para percibir, aguantar y re-crear lo que la vida trajera por delante. Tan inmensa la provisión como la buena fortuna de tener esa cinemateca al alcance de la mano.
Entre esas entrañables películas del maestro Kurosawa pudimos apreciar una de 1952 llamada Ikiru (Vivir en español), inspirada en una novela de León Tolstoi, titulada La muerte de Ivan Ilich. En 2022 hicieron Living, una versión inglesa hermosamente protagonizada por el actor Bill Nighy.
Todo esto es para contar que, aunque mi querido maestro y amigo Rodolfo también anda triste por el fallecimiento de doña Elisa, anoche soñé con él que lo proyectaba en una pantalla de cine que portaba en mi pecho mientras nos daba una conferencia sobre el hermoso e inmenso futuro para nuestro país y la región. Soñé con él, enorme y hermoso, gigante, balanceándose en un enorme columpio sobre el inmenso Caribe feliz de la vida con su desbordante alegría.
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