A veces hay que meter un garrochazo. Un latigazo de acción para provocar la reacción. Cuando las cosas se trancan y se complican para avanzar en la comprensión. Por eso hay que hablar duro en algunas ocasiones. Sobre todo cuando se trata de temas sensibles que afectan a una sociedad y que comprometen su futuro.
Los militares venezolanos han sido históricamente una institución toñeca. Consentida por la sociedad en las temporadas de paz. Durante mucho tiempo disfrutaron de las simpatías de los civiles. Curas, periodistas y militares peleaban por los primeros lugares en aceptación. Y eso fue con suficiente justificación. Las familias suspiraban por tener en su grupo un militar. Era un orgullo tener un hijo en filas.
Porque han sido exigidas en extremo en tres oportunidades que la paz ha estado comprometida. Y habían respondido siempre en defensa de la sociedad. Al menos. Durante la subversión castrocomunista de los años sesenta. Fueron desplegadas, misionadas y reaccionaron con victorias. Durante la temporada de los golpes militares, a lo largo de los famosos 40 años, también respondieron con victorias. Y durante la incursión de la corbeta colombiana Caldas en agosto de 1987. Estuvieron a la altura. El repliegue del navío invasor fue otra victoria de las Fuerzas Armadas Nacionales. Allí había temas de territorialidad, de soberanía. Y del cumplimiento de su juramento ante la bandera nacional. En las tres oportunidades la respuesta de la institución armada fue histórica y de acuerdo con sus deberes constitucionales.
No fue así después del 4F.
Los seis años transcurridos desde 1992 hasta 1998 fueron lamentables. Los militares que respaldaron la democracia desde el 23 de enero de 1958 empezaron a repartirse golosos y lameplatos de poder los restos institucionales de las Fuerzas Armadas Nacionales que habían sobrevivido al golpe de febrero. Y en esa tragedia participaron muchos de los políticos que habían concebido y suscrito en el Pacto de Puntofijo la experiencia democrática de la Constitución Nacional de 1961 que agonizaba. Que estaba boqueando ya en condiciones de moribunda. Del trío político que brindó por la caída de la dictadura perezjimenista y la llegada de la democracia, sólo sobrevivía en literalidad en ese momento Rafael Caldera. Rómulo Betancourt había muerto en 1981 y Jóvito Villalba en 1989.
El golpe de febrero de 1992 liberó unos demonios que estaban represados desde enero de 1958. Los del golpismo, los del militarismo y los del pretorianismo. Las fuerzas de la ambición y del oportunismo de uniforme que encabezó de manera encubierta el exministro Raúl Salazar Rodríguez durante 6 años, al final se lo llevaron por delante cuando cayó en desgracia con Hugo Chávez. Ustedes pueden hacer un alto en la lectura y asociar políticamente al general Salazar con alguno de los partidos políticos del pacto en cuestión. El punto es que el prestigio de ambos, de Salazar Rodríguez y de los militares empezó a hundirse desde el Paseo Los Próceres con el discurso de inauguración de Chávez el 2 de febrero de 1999 alentando el robo oficialmente. Alguien recuerda la pregunta en la tribuna presidencial: ¿Usted robaría por hambre?
Son esos demonios institucionales que no han podido recogerse y que siempre han permanecido presos en el inconsciente institucional, y a la hora y fecha sirven de respaldo al régimen que despacha desde el Palacio de Miraflores, cuya cabeza ejerce de manera fraudulenta la condición constitucional de comandante en jefe. Y esa es la tarea de quienes protagonizan en el liderazgo vigente del cambio político surgido con los resultados electorales del 28J: enfrentar, someter y recoger esos espíritus malignos de la política militar y volverlos a encerrar. No es una tarea fácil.
Después de 1992 nada fue igual en los cuarteles. Ese periodo de 6 años hasta 1998 con la prisión, el sobreseimiento y la victoria electoral del teniente coronel Hugo Chávez fue la postración institucional de las Fuerzas Armadas Nacionales frente al combo de los derrotados de otras épocas. Los pacificadores y los pacificados. La mayoría de los generales y almirantes con responsabilidad por autoría intelectual, por complicidad, por encubrimiento y por negligencia en el golpe, ya estaban en situación de retiro cuando se anunciaron los resultados electorales del 6 de diciembre de 1998, pero nada los exime moral e institucionalmente. Y hasta judicialmente si la transición se anima a no claudicar ante la impunidad y activar una comisión para la reapertura del expediente del 4F. Y los uniformados que estaban activos callaron y permitieron. Pero… ya el mal estaba hecho.
A lo largo de 25 años en revolución la institución armada ha avanzado inerte, fofa, porosa y con un rumbo corporativo ajeno a su historia reciente, inscrito primero por Hugo Chávez directamente asumiendo la condición de comandante en jefe y ahora por Nicolás Maduro desde 2013 apoyado abiertamente por el general en jefe Vladimir Padrino López.
El sello militar en el régimen es público. Notorio. No solo como su principal apoyo y sostén, sino como cogobierno. El militarismo es la vanguardia. Allí en ese militarismo están incluidos militares activos, pero principalmente los retirados con ánimos de figuración. Estos últimos que aún permanecen protagonizando y dragoneando en la oposición; y en cierta forma obstaculizando otras visiones militares más viables, mucho más frescas y renovadas corporativamente para llegar a la solución del cambio político en Venezuela, en el entendido de que este pasa por la aprobación y por el visto bueno de Fuerte Tiuna. Especialmente a las soluciones que puedan surgir del propio seno del grupo que está en la situación de actividad. Allí está la solución, en el antes, en el durante y en el después de la transición. A pesar de la terquedad del grupo de generales y almirantes… en retiro.
Yo reclamo, no tanto como coronel y sí como ciudadano. Como afectado directo, ya no como integrante de los uniformados que tuvieron vida activa y sí como parte de los ciudadanos que disponen del arma de la opinión pública para decir “esto está bien”, pero igualmente “esto está mal”. Especialmente en lo atinente al tema militar donde hay cosas muy malas en eso de las asesorías y las orientaciones de cuartel para el liderazgo opositor.
Aquí también está en tela de juicio la calidad de los altos jefes militares que deja en el aire muchas dudas sobre sus competencias.
Entonces, hay que hablar duro. Fuerte. Un estímulo consecuente aversivo lo llaman en psicología. El equivalente a un corrientazo. A un garrochazo.
Los llaneros sabemos lo que es eso. Y en los cuarteles, en los patios de ejercicios se habla así.
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