Por aquel tiempo
ya ni atisbo a recordar
si fui, si no el último, sí
uno de los últimos
en salir de la comarca,
triste y melancólico villorrio
ya abandonado por la mano
de Dios y del Diablo.
El río, eso sí lo recuerdo,
ya estaba casi seco, apenas
un delgado hilo de agua
que discurría con morosa
dificultad por entre las
tristes piedras y pedruscos
que parecían amenazar
también con irse al lejano
exilio.
Los animales domésticos
también habían comenzado
a emigrar y eran pocas las
aves domésticas que llegaban
al caer la tarde a pernoctar
al Palafito que por casa solíamos
apenas tener.
La brisa que se ausentaba la mayor
parte del día, por breves momentos
volvía con un leve y lento ritmo
infatigable una y otra vez como
amenazando con ausentarse para
siempre.
La sabana desierta apenas exhibía
una garza larguirucha y de albo
plumaje y un triste y solitario
botón de Bora en derredor de un
moribundo Mosure negado a su
extinción.
Por aquel tiempo ya los
fundadores del pueblo
habían empezado a morirse
de muerte natural o de tristeza.
Alguien de mi generación me
dijo que su abuelo le había
susurrado al oído en su lecho
de muerte en plena agonía que
de tristeza también se muere.
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