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La polarización triturante

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Isabel Díaz Ayuso, la presidente de la Comunidad de Madrid

Foto: EUROPA PRESS

En las recientes elecciones en la Comunidad Autónoma de Madrid, la polarización le entregó el triunfo a Isabel Díaz Ayuso, candidata del Partido Popular. A ello contribuyó mucho Pablo Iglesias, candidato del partido Unidas Podemos, quien basó su campaña en instigar a la izquierda a cerrarle el paso a la derecha “fascista”. Puestos a elegir entre extremos y gracias al espantoso ejemplo del chavismo en Venezuela, el verdadero peligro que percibieron muchos madrileños era todo lo que oliera a “izquierda”. Porque el régimen chavo-madurista se ha erigido, mundialmente, en la peste que es menester evitar. No es de sorprender que los venezolanos, en particular, comprasen íntegramente la disyuntiva “comunismo o libertad” con que la señora Díaz Ayuso resumió su llamado a votar por ella.

En las elecciones presidenciales de Estados Unidos. sucedió algo parecido. La polarización, deliberadamente buscada por Trump, cuadró automáticamente a furibundos venezolanos antichavistas detrás de él. Biden fue denunciado como comunista, cuando no pederasta, financiado por Bill Gates y George Soros para instalar ahí el socialismo, entre otras estupideces. En ambos casos, quienes adoptaban estas posturas maniqueas, de blanco y negro, se les escapaban –o no les interesaban—las propuestas concretas de gestión de los candidatos, y/o la evaluación de los errores o aciertos de su pasada gestión. La polarización estimula una adhesión ciega que apela a lo emocional, no a la razón, independientemente de si se ubica en la izquierda o la derecha. Encuentra asidero en mentes débiles, ahítas de seguridades para sus referentes existenciales, que huyen con temor del vacío que significa pensar con criterio propio.

El populismo se alimenta de la polarización, por lo que la promueve activamente. Parodiando a Lenin, se diría que el populismo es “la fase inferior del fascismo”. A pesar de los esfuerzos de algunos analistas, como Federico Finchelstein y Jan-Werner Müller, por separar quirúrgicamente ambos fenómenos, lo que realmente distingue al populismo de su vertiente más extrema, fascista, es que se encuentra constreñida por instituciones que impiden el usufructo, sin restricciones, del poder. De haber tenido éxito Trump en su asalto al Capitolio y en voltear el resultado electoral para quedarse en la Casa Blanca –obviamente, con la anuencia del mando militar–, hubiéramos visto, seguramente, que incitaría a sus bandas, también, contra gobernadores de estado o directores de agencias federales, para hacer prevalecer sus delirios de poder. Tendríamos que llamarlo, con razón, fascista. Paradójicamente, habría uniformado a sus huestes de rojo, igual que hizo Chávez con las suyas, por ser éste el color del partido republicano. Pero no, las instituciones de la democracia estadounidense estuvieron a la altura. En la Hungría de Orbán, desempeñan un papel importante sus ataduras con la Unión Europea, baluarte del ejercicio liberal de gobierno.

Pero las instituciones, en última instancia, derivan sus fortalezas de los valores y pareceres de la gente que las sostienen. Muchos venezolanos fueron capturados por la demagogia de un teniente coronel sin escrúpulos, quién, con una proclama patriotera en la que se proyectaba como auténtico heredero de Bolívar y, luego, con un socialismo de reparto con base en lo que ordeñaba de la renta petrolera, logró su anuencia para desmantelar las instituciones democráticas y acorralar los mecanismos de mercado. Concentro todo el poder en sus manos, Y, con la complicidad de militares traidores le abrió las puertas al castro-comunismo cubano para que lo asesorara en la instalación de un terrorismo de Estado. Su arremetida populista tuvo éxito en violentar los esquemas de la democracia liberal hasta poder consolidar su forma extrema, fascista, valiéndose, en este caso, de categorías y simbolismos de izquierda.

El resumen anterior, que todos conocemos al detal por ser sus sufrientes directos, se trae a colación porque plantea un serio desafío para el tránsito hacia la democracia en nuestro país. En esta dinámica maniquea, algunos, como ocurrió en Estados Unidos, pueden dejarse tentar por otro fascismo, pero de derecha, al estilo Bolsonaro o de Trump, para enfrentar al de Maduro. Es menester advertir que esta dinámica amenaza con encasillar las opciones políticas en América Latina, como evidencian las recientes elecciones en Ecuador y Perú –también en Bolivia–. Parece avivarse, además, con las protestas actuales en Colombia, como antes hizo con disturbios similares en Chile y Perú.

En todo el continente, la pandemia ha agravado visiblemente los problemas de pobreza, inseguridad y desempleo de la gente, creando un caldo de cultivo para prédicas populistas redentoras. Distintos opinadores señalan que las fuerzas detrás del llamado Foro de Sao Paulo estarían articulándose para cosechar el descontento, azuzando la polarización contra el neoliberalismo y los “gobiernos de derecha”. Enfrentar esta amenaza exitosamente lleva a evitar la dinámica polarizadora “izquierda – derecha”. Entre otras cosas, implica copar los espacios que reivindican planteamientos de justicia social y desnudar la impostura de Maduro y sus similares por lo que es: un disfraz de izquierda para prácticas neofascistas.

La defensa del progreso, la libertad y el bienestar en América Latina, y en Venezuela en particular, si bien requieren defender y fortalecer las instituciones que les sirven de resguardo, no se resume en defender el status quo (o en regresar al pasado, en el caso nuestro), más con los errores achacables, muchas veces, a los gobiernos de turno. Hablar de “izquierda” y “derecha” ha perdido sentido para caracterizar a muchos de los asuntos en disputa en la contienda política por la que parece atravesar el continente. Pero si en algo deben distinguirse posturas antes identificadas de izquierda democrática, “progresistas”, de “avanzada”, de “justicia social” o como quiera que se le quiera llamar, es con relación a la defensa, a ultranza, de los derechos humanos. La mayor conquista de la humanidad ha sido, plausiblemente, la firma de la Declaración Universal de los Derechos Humanos por parte de los países miembros de las Naciones Unidas. Si bien puede que no se cumplan cabalmente en ningún lado, constituyen un referente grabado en piedra, asumido formalmente por todo el mundo, que difícilmente puede ser ignorado. Esta conquista es parte intrínseca de una cultura política de naturaleza liberal, respetuosa de la pluralidad política y religiosa, de la libertad de profesar opiniones diferentes y de otros derechos inalienables del ser humano. En el marco de lo que puede llamarse “economía social de mercado”, el liberalismo constituye el fundamento de un bienestar individual y colectivo basado en la justicia social, como la que disfrutan, hoy, los países de Europa Occidental. Si se quiere dar contenido efectivo a un rótulo que desea identificarse como de “izquierda”, tiene que ser desde una postura liberal.

Esta postura no debe confundirse con lo que muchos llaman “neoliberalismo”. Este reduce las opciones de política a decisiones sobre el manejo de la economía que no espanten al capital financiero, presto a dejar a gobiernos en la estacada e irse con sus fondos a otra parte, si no atienden sus intereses. Esta capacidad de chantaje explica, en buena parte, la concentración del ingreso y la acentuación de las desigualdades en Estados Unidos y otros países en los últimos 40 años. De ahí la significación de la propuesta del presidente Biden a favor de un impuesto base a las grandes empresas, compartido de manera uniforme en todo el mundo, para evitar la competencia entre países por desmontar los suyos, en aras de atraer capitales. La agenda liberal, centrada en crear condiciones que permitan a cada quien aprovechar las posibilidades que le abre un marco legal de igualdad ante la ley, requiere financiarse pechando lo que corresponde a los poderosos.

Defender el liberalismo es todo lo contrario a pretender que, en Venezuela, se aúpe a un Bolsonaro o a un Trump criollos, a cuenta de sacar a Maduro, quien se autodefine de “izquierda revolucionaria”. Con esta calificación, encubre la experiencia más retrógrada, oscurantista y negadora de los derechos básicos experimentada en el país desde Juan Vicente Gómez. No le demos beligerancia, ni mucho menos autoridad moral, a las prédicas “justicieras” de Maduro y sus militares corruptos, con otra opción retrógrada creyendo que es contraria. No nos dejemos encasillar por una dicotomía “izquierda – derecha” con que buscan avasallar las posibilidades de construir, entre todos, una opción efectiva ante su oprobiosa dictadura.

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