La filosofía sin historia es vacía. La historia sin filosofía es ciega. La descontextualización del saber se identifica con el prejuicio, el dogma y, en última instancia, con la ignorancia. Aprender frases ortodoxas de memoria y repetirlas una y otra vez hasta la saciedad -creyendo que mientras más se repitan se harán más verdaderas-, es el “modelo teórico” par excellence del dogmatismo, porque con ello se siembra en la muchedumbre desprevenida el auto-convencimiento, que es la base de quiebre del pensamiento y la libertad. Es el qué sin el por qué, la “verdad revelada”, la resolución del “misterio”. Es la “fe positiva” de la que habla Hegel como sustento de la reflexión del entendimiento o, como dice Marx, el “suspiro de la criatura agobiada”. Joseph Goebbels lo comprendió bien: las mentiras que son repetidas continuamente tarde o temprano se convierten en verdades. Gracias a la intermediación del “caletre”, la falsedad se trastoca en verdad, la parte se hace todo, lo finito infinito, lo relativo absoluto. Suspendida la historicidad del saber, el vacío y la ceguera conspiran contra la realidad efectiva de las cosas. Preparan el terreno de la tiranía.
En estos difíciles tiempos, la relectura de Orwell parece hacerse imprescindible, si se quiere tener clara conciencia de la compleja transmutación de un Estado moderno en una autocracia militarista, totalitaria, al servicio de mafias que conforman un cartel, un pooling de intereses estrictamente criminales. Lo cierto es que el Estado que fue ya no es. Fue sometido a un doloroso desgarramiento, a expensas de una falaz presuposición, por demás, irracional, dogmática y mecanicista, abstraída de su contexto histórico concreto. Por eso mismo, no se trata de una cuestión que puedan resolver los “técnicos” o “especialistas” en materia política, porque no se trata de un asunto de mera cuantificación estadística. No es cosa del mero entendimiento. Es un asunto histórico y ontológico, relativo a la sustancia ético-política.
Fue Lenin quien promovió la figura del Estado como un instrumento -o más bien un garrote- de dominación. Su visión del Estado -que se origina en el modelo tiránico característico de las sociedades asiáticas- lo condujo a su definición como “una máquina” que somete y hace que la clase opresora reprima a la clase oprimida: “El Estado es, en realidad, un aparato de gobierno, separado de la sociedad humana.. Un aparato especial de coerción para someter la voluntad de otros por la fuerza”. Lenin interpretaba el Estado únicamente como sociedad política, como el exclusivo uso de la fuerza, y pensaba que sólo por la fuerza se ejerce el poder. Sólo importa la “legalidad”, no la legitimidad. Pero además, su propósito -y el de sus feligreses- no consistía en romper el instrumento de represión en aras del consenso sino en asaltarlo y tomar posesión de él. Exhorta a apoderarse de “la máquina” no para destruirla, sino para que cambie de operador. Sustituye a Nicolai por “Bola de Nieve”, según la referencia orwelliana.
Para una casta militar que ha vivido más de un siglo bajo el yugo de caudillos, el argumento leninista resulta impecable, absoluto y verdadero, pues poco o nada sabe de sociedad civil. La Bürgerliche Gesellschaft, los Burgos gestados en Occidente durante el Renacimiento, esos a los que Marx -a diferencia de Lenin- halaga tanto en su Manifiesto, desaparece en la concepción leninista del Estado. Pero a diferencia del Estado tiránico oriental, el Estado republicano, moderno-occidental, es el resultado de la proyección especulativa constituida por la relación dialéctica de la sociedad civil con la sociedad política. Como observa Gramsci, es la síntesis de consenso y coerción. De hecho, la sociedad civil es el elemento social que posibilita la concreción de la hegemonía cultural, el contenido ético del Estado, o el “Estado ético” como el momento de la recíproca compenetración de la estructura y la sobrestructura. Cosa que la distingue de la sociedad política o cuerpo jurídico-político-burocrático-militar del tejido estatal. Cuando entre ambos términos existe una relación de recíproco reconocimiento, se dice que conforman lo que se conoce como un “bloque histórico”. Pero cuando entre lo constituyente y lo constituido no existe relación sino indiferencia y creciente hostilidad, se puede afirmar que la tensión los convierte en extraños, hasta el punto en el cual se produce el desgarramiento.
La sociedad contemporánea va siendo testigo de excepción de la transmutación del Estado moderno-republicano en un Estado tiránico, a la luz de la creciente hegemonía de “la ruta de la seda”. La relación de la filosofía con la historia ha sido suspendida. Su lugar lo ocupa el anacronismo que solo puede vivir de las miserias del crimen y la corrupción. La instrumentalización del conocimiento termina en la fe, en el dogma, y su consecuencia directa es la barbarie. La ignorancia de lo uno y de lo otro produce monstruosidades. “Bestiones”, los llama Vico, seres disformes sin cultura y sin tiempo. Y sin embargo, a pesar del “pesimismo de la razón”, sigue intacto el “optimismo de la voluntad”. Y no es, como se cree, que “el bien siempre triunfa sobre el mal”. Se trata de una cuestión objetiva, de la relación de individuo y sociedad, de saber e historicidad. Se trata de la comprensión de la verdad como norma de sí misma y de lo falso.
A la luz de las ideas, la profunda crisis política, social y espiritual que viven los venezolanos se traduce en una de las más profundas expresiones del desgarramiento de su ser y de su consciencia sociales. Venezuela padece de una dolorosa escisión de la que pareciera no haber clara consciencia, por lo que no pareciera contar con la necesaria capacidad de superarla. Da la impresión de que los daños causados adquieren las tonalidades de la irreversibilidad. Se observan las diversas, y no pocas veces antagónicas, figuras fenoménicas de lo ajeno, de lo extraño en y para sí mismo, que requieren de un esfuerzo para poder vencer la fuerza de la barbarie. Generar libre voluntad, hambre y sed de ser y pensar. Propiciar un ambiente adecuado al resurgimiento de la racionalidad política, pleno de ideas y valores, en medio de una realidad caracterizada por la pérdida de la libertad y la justicia, el triunfo de la ganga demagógica, la crueldad populista, el engaño y la trapisonda. Esta parece ser una tarea prioritaria.
De la construcción de un “Estado malandro” tiene que derivar, necesariamente, la cartelización de la sociedad, los ‘narco-familiares’, el ‘pranato’, el ‘bachaqueo’, los ‘colectivos armados’, entre otras expresiones de la malandritud, porque, plena de esperanzas y temores, la sociedad civil -o lo que queda de ella- dejó de ser un todo orgánico, diverso y concreto, para convertirse en una ‘masa’ de individuos aislados, cada vez más necesitados y urgidos. Es el fenómeno de la ajenitud. Como dice Hegel, “el tirano es también este Espíritu cierto de sí mismo que, cual Dios, obra en sí y para sí”. Cuando se cristaliza el ser social, cuando pierde no sólo la capacidad de producir (y de auto-producirse) sólo queda la ciega impotencia y la oración vacía. El aplastamiento de ‘lo otro’, de lo distinto, de lo no-idéntico, está por consumarse. El carácter autocrático del régimen ya no es más un deseo, ni una meta: es el aquí y ahora contra el cual no basta la resistencia. Rebelarse, organizarse en redes, incluso por encima de las rígidas formalidades impuestas, del chantaje y la amenaza, es el punto de masa esencial para la reinvención de la eticidad.
En el momento en el cual los hacedores de la vida social desconocen su condición creadora, el objeto de su creación se impone ante ellos como ‘elemento autónomo’. Los términos se invierten. La creación hecha por hombres cobra vida propia, independiente y libre, para objetivarse como mundo material y espiritual. Un mundo ajeno y hostil, perverso y corrupto. Pero es justo en el momento en el cual se genera el máximo desgarramiento, el más alto grado de la escisión, cuando surge la necesidad del reconocimiento. Este es el más auténtico significado del llamado socrático a ‘conocerse a sí mismo’. Sólo la más plena consciencia del desgarramiento puede motivar la protesta masiva contra la barbarie y la recuperación de la libertad, sobre la base del compromiso ético-político. De los tiempos de crisis orgánica resurge, como el Ave Fénix, la feliz completitud, el En kai Pan. Y solo entonces llega la gran sinfonía, el abrazo de todos aquellos que se reencuentran como hermanos.
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