El chavismo, surgido a finales del siglo XX, se presentó inicialmente como una respuesta al sistema neoliberal que, según sus propios discursos, mantenía a los sectores más pobres de Venezuela en una condición de exclusión y opresión. Bajo el liderazgo de Hugo Chávez, esta corriente política levantó la bandera de la reivindicación social, proclamándose como el defensor de los marginados y el abanderado de la lucha de clases. Sin embargo, a lo largo de sus 25 años de hegemonía, esta promesa de emancipación se transformó en la consolidación de una casta político-militar que utiliza el poder como herramienta de control y opresión, reproduciendo dinámicas históricas de dominación bajo una nueva narrativa legitimadora.
Desde una perspectiva antropológica, el chavismo puede analizarse como un fenómeno de «inversión simbólica», un concepto que describe los procesos en los que las jerarquías sociales se subvierten temporalmente para legitimar nuevas estructuras de poder. Al inicio, el chavismo construyó su legitimidad mediante una narrativa de antagonismo, posicionando al «pueblo» como sujeto histórico frente a las «élites» económicas y políticas, representadas como herederas de un orden colonial explotador. Este discurso, fundamentado en nociones de justicia redistributiva y reparación histórica, apeló a sectores excluidos. Sin embargo, con el tiempo, esta narrativa legitimadora se convirtió en un instrumento de consolidación de poder absoluto, evidenciando cómo las estructuras jerárquicas no se desmantelaron, sino que se reconfiguraron para servir a una nueva élite.
Desde el enfoque de las unidades fijas y definidas, el chavismo se erige como un sistema de opresión en el que las jerarquías sociales, en lugar de ser desmanteladas, son reconstruidas con una rigidez que asegura la perpetuación de la casta dominante. Como casta política-militar, el chavismo ha establecido una estructura cerrada de estratificación, donde la pertenencia al grupo gobernante no se determina únicamente por afinidad ideológica, sino por una relación directa con el control del capital político, económico y simbólico que monopoliza el poder. Estas unidades, fijas en su composición y definidas en su alcance, funcionan como mecanismos que excluyen sistemáticamente a quienes no forman parte de esta élite, consolidando una jerarquía inmóvil que legitima su dominio mediante narrativas históricas y de justicia social. Este sistema se refuerza a través de prácticas autoritarias, la manipulación de instituciones y la reproducción de un discurso que fija categorías sociales antagónicas, inmovilizando cualquier posibilidad de cambio estructural. Así, el chavismo demuestra cómo la promesa de emancipación puede degenerar en la creación de un régimen cerrado, que perpetúa dinámicas de exclusión bajo una nueva fachada de legitimidad simbólica.
La sociología de Pierre Bourdieu ofrece herramientas conceptuales para entender este fenómeno. Según Bourdieu, el poder se consolida mediante el control del capital simbólico, que abarca recursos materiales, poder político y la hegemonía sobre las narrativas sociales. En el caso del chavismo, este capital simbólico se cimentó en su retórica de «emancipación» y «justicia social». Sin embargo, este discurso fue progresivamente instrumentalizado para justificar prácticas autoritarias, incluyendo la militarización del Estado, la cooptación de instituciones democráticas y la persecución de voces disidentes.
El chavismo puede entenderse como una casta en términos weberianos, donde Max Weber define la casta como un sistema cerrado de estratificación social que monopoliza el acceso al poder y los recursos. En este caso, la casta chavista se consolidó a través de redes clientelares dependientes de los recursos estatales y reforzadas por el control de las Fuerzas Armadas, el sistema judicial y los medios de comunicación. Este sistema jerárquico privilegia a quienes se alinean con los intereses de la élite chavista, excluyendo sistemáticamente a quienes no comparten su proyecto político.
Un elemento distintivo del chavismo como casta opresora es su uso de narrativas históricas y raciales para justificar su dominación. Aunque Venezuela tiene una historia de mestizaje y movilidad social, el chavismo reinterpretó las desigualdades sociales como una lucha entre el «pueblo reivindicado» y las «élites blancas coloniales». Este discurso racializado simplifica las complejas raíces de las desigualdades estructurales en Venezuela, empleándolo como herramienta política para consolidar su control.
El chavismo, en su afán de consolidarse como una casta político-militar hegemónica, utiliza la cárcel, el exilio y la emergencia humanitaria como mecanismos deliberados para deshumanizar a quienes quedan fuera de sus «unidades fijas y definidas». Este concepto alude a la estructura cerrada y jerárquica que define a la casta chavista, donde los privilegios y el acceso al poder están reservados exclusivamente para quienes forman parte del sistema. Aquellos que son encarcelados o forzados al exilio, al igual que quienes sufren las consecuencias de la crisis humanitaria, son sistemáticamente despojados de su condición plena de ciudadanos. El régimen los relega al ámbito de lo marginal y los presenta como enemigos del pueblo, utilizando esta exclusión para reforzar la cohesión interna de su casta y justificar la opresión. Esta estrategia, comparable a dinámicas de otros regímenes totalitarios, no solo perpetúa la injusticia, sino que también consolida una narrativa de exclusión que deshumaniza a quienes no forman parte del orden impuesto.
La resistencia del chavismo a abandonar el poder puede analizarse desde la teoría gramsciana de la hegemonía. Antonio Gramsci sostiene que los sistemas de poder no se sostienen exclusivamente por la coerción, sino también por la construcción de consenso. El chavismo ha generado un «consenso coercitivo» que combina prácticas autoritarias con una narrativa que justifica su permanencia como un deber histórico para proteger a los sectores populares frente a las «amenazas» de las élites. Este consenso se refuerza mediante el control de los medios, el sistema educativo y las organizaciones sociales, garantizando la reproducción de su hegemonía.
En un plano comparativo, el chavismo comparte patrones comunes con otros regímenes que justificaron sus acciones autoritarias mediante narrativas legitimadoras. Aunque no se equipara directamente con el nazismo, existen paralelismos en la manera en que ambos movimientos utilizaron discursos ideológicos para justificar la exclusión de sus opositores y la consolidación de un sistema de dominación. Así como el nazismo promovió su proyecto de «purificación racial», el chavismo utiliza su narrativa de justicia social para legitimar su represión contra quienes no se alinean con su visión política.
El chavismo, al igual que otras castas opresoras, utiliza herramientas de control social, como el monopolio de recursos, la militarización de la política y una retórica polarizante, para perpetuar un modelo de dominación que niega las bases democráticas que alguna vez prometió defender. En última instancia, este fenómeno pone de manifiesto la necesidad de analizar críticamente las narrativas políticas que legitiman la concentración de poder y su impacto en la perpetuación de sistemas de opresión social. El chavismo, al consolidarse como una casta político-militar, demuestra ser un régimen que no abandonará el poder a través de negociaciones o transacciones tradicionales, ya que su estructura se ha diseñado para perpetuarse mediante mecanismos autoritarios y narrativas legitimadoras. A diferencia de dictaduras como la de Pinochet, que eventualmente transitaron hacia procesos de transición pactada, el chavismo se asemeja más a sistemas totalitarios como el nazismo, al construir una élite cerrada y jerárquica que controla todos los aspectos del poder estatal y social. Este régimen ha reconfigurado las jerarquías sociales bajo una narrativa de justicia social que, lejos de eliminar las dinámicas de exclusión, las ha fijado de manera rígida, asegurando su permanencia. Su peligrosidad radica en la capacidad de instrumentalizar recursos estatales, controlar las Fuerzas Armadas y monopolizar el capital simbólico, consolidando un sistema opresivo que trasciende fronteras y amenaza la estabilidad regional. Frente a este panorama, su derrocamiento no es solo una cuestión de justicia interna, sino una necesidad para evitar la expansión de un modelo que perpetúa dinámicas de opresión bajo el disfraz de emancipación social.
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