Una torta para el Nobel
Fotografías: Sandro Mairata

En octubre de 2010, la Universidad de Princeton parecía lo que siempre ha sido y lo parecía bien: una gigantesca maqueta de ciudad con aires coloniales, cuyo cielo abierto hace que los colores sean más nítidos y por ello el verde de los árboles es intenso y las construcciones a usanza europea trastocan tus sentidos. Esto bien pudiera ser un pueblo al interior de alguna campiña alemana, francesa o inglesa solo discernible por el idioma, no por la información que reciben tus ojos. En 2010 no existían aplicaciones de taxi para el smartphone, era imposible conseguir taxi si no era por teléfono. El transporte público nunca llegaría a tiempo si tenías una urgencia. Recorriendo las calles, me daba la impresión de ver comercios de todo menos de aquello realmente necesario: salones de belleza, arte en madera, cortinas y tapices, artículos de caza, mercadería oficial de Princeton. Calabazas para perder algo de tiempo tallándolas por Halloween.

Mario Vargas Llosa en su clase de Literatura en la Universidad de Princeton.

En un pequeño cinema independiente proyectaban La red social (The Social Network), esa película sobre Facebook que pinta a Mark Zuckerberg como psicópata. También estaba en cartelera la mediocre secuela de la célebre cinta Wall Street (Wall Street: el dinero nunca muere) dirigida otra vez por Oliver Stone. Seguro ya se olvidaron de esa película o nunca supieron que había existido.

Era sencillo ingresar al Robertson Hall, un gigantesco pabellón blanquecino rodeado por una treintena de finas columnas. Construido en 1965 a base de puro concreto reforzado, el lugar asemeja un museo de arte moderno. Princeton confía en que si llegaste hasta aquí debes tener un buen motivo, la seguridad no era estricta. Le pregunté a unos alumnos dónde quedaba el aula 305. Bajando unas escaleras la encontré. Siendo la 1:15 p.m., no me topé con Mario Vargas Llosa sino con Jorge Canales.

El señor Canales, un peruano como yo, había llegado a la misma puerta del salón de clases del profesor Vargas Llosa por dos motivos. El primero, averiguar sobre posibilidades de admisión para su hija quinceañera y segundo, conseguir un autógrafo del primer Premio Nobel peruano para su hija menor, Sofía, que esa mañana estaba con él. Sofía, de once años, sostenía un ejemplar de La tentación de lo imposible, el ensayo vargallosiano de 2004 acerca de Los miserables de Víctor Hugo. Extraña elección para el autógrafo, quizá era lo que Canales había tenido a la mano. Yo hubiera traído La guerra del fin del mundo.

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Jorge Mario Pedro Vargas Llosa vino al mundo en Arequipa, una región de los Andes peruanos célebre por sus prohombres combativos, su controversial sentimiento independentista y su volcán dormido de cumbre nevada, el Misti. Por supuesto que también se come delicioso. Después de una notable carrera como escritor y político, el Nobel lo había agarrado de sorpresa una mañana de octubre viviendo en Manhattan, cuando daba su caminata de la mañana por Central Park. Al principio pensó que era una broma; cada año por entonces su nombre estaba eternamente entre la terna de los voceados para el lauro sin obtenerlo. Vivía una temporada tranquila de trabajo en un edificio con Patricia, su prima y aún esposa. Su romance con Isabel Preysler y su título de marqués en España eran inimaginables, imposibles.

A sus 74 años, Vargas Llosa acudía ese lunes 11 de octubre de 2010 a la Universidad de Princeton –donde enseñaron Einstein, Woodrow Wilson y tantos otros– arrancando la mañana con un tiempo de atención a los alumnos del Programa de Estudios Latinoamericanos. Su primera alumna fue una mexicana que le llevó un hipopótamo marrón de peluche como regalo. El nuevo Nobel siempre tuvo debilidad por estos animales. Apuró un sándwich de jamón y queso y una limonada y enrumbó al aula 305.

El lunes 11 de octubre de 2010 en el Programa de Estudios Latinoamericanos de Princeton.

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La mañana del jueves 7 de octubre, yo salía de la ducha alistándome para mis clases de maestría. “¡Hey Sandro!”, gritó Gustavo, el dicharachero esposo de Marietta, la señora que me hospedaba por entonces en Manhattan a una cuadra de Times Square, para suerte mía. “¡Le dieron el Nobel al Vargas Llosa!”. “¡Caramba! —respondí sorprendido y contento—qué maravilla, muy bien merecido. Esto va a ser una locura en Perú. ¿Y Vargas Llosa estaba en Lima?”. “¡No, si dicen que el tipo estaba acá corriendo en Central Park cuando se lo han contado!”, me retrucó Gustavo, repitiendo lo que decían los noticieros.

Me quedé frío.

—¿Vargas Llosa está aquí en Manhattan?—pregunté alarmado.

Sabía lo que eso significaba: tenía que volar, cancelar clases e ir a buscar la noticia. Qué iba a saber yo que Vargas Llosa andaba por Estados Unidos. Lo imaginaba en Madrid o en algún país de Centroamérica investigando material para sus novelas. Ahora, de hecho en Lima alguien me llamaría para pedirme la historia. Así fue. Desde Perú, un diario de alcance nacional, un programa dominical y una revista me pidieron colaboraciones. La revista era Caretas, donde Vargas Llosa mismo había sido periodista. Pero primero enrumbé veloz a la embajada peruana, estaba seguro de que algo se cocinaría por ahí y no me quedaba tan lejos de casa. Al llegar, el personal de la oficina consular no sabía nada. Me invitaron a tocarle la puerta misma al embajador por la entrada principal. Esto me condujo a un episodio divertido con el cónsul de entonces, Fortunato Quesada, quien me recibió en su sala: Quesada me dijo que me ayudaría si yo le avisaba de novedades sobre la premiación del Nobel, de la que se estaba enterando, en ese mismo instante, por mi boca. Eran casi las 10:00 a.m. y me fui sin saber bien qué hacer.

Resultó que justo al lado de la embajada quedaba el Instituto Cervantes y allí ya se había armado una conmoción. Había periodistas en la puerta, gente entrando y saliendo apurada. No lo dudé y me metí en un impulso a preguntar: no me equivoqué. Allí mismo sería la conferencia por el Premio Nobel a Vargas Llosa. Volví corriendo a tocarle la puerta al cónsul Quesada a la puerta vecina.

—La conferencia de Vargas Llosa va a ser aquí en el Cervantes, al lado —le dije—. No se olvide de hacerme entrar.

Mientras Quesada se alistaba volví a la puerta del Cervantes, desde la cual lo observé llegar. Me había recibido casi en pijamas y fue un espectáculo verlo salir corriendo a la calle poniéndose el saco a la volada, el rostro sin afeitar y los cabellos canos desordenados en una cabeza donde ganaba terreno la calvicie, pero cumplió lo ofrecido, me hizo pasar como “prensa peruana” (yo no tenía sino mi identificación de estudiante de periodismo en Columbia). Ya adentro del Cervantes, Quesada le pidió el favor. por lo bajo, a alguien con pinta de funcionario junior de que le consiguieran una máquina de afeitar. No pude contener la risa.

Fue una mañana memorable, donde se aparecieron quién sabe desde qué guarida el ya por entonces expresidente peruano Alejandro Toledo y su esposa Eliane Karp. También llegaron varios colegas y amigos peruanos como Benny Chueca y Juan Manuel Robles cubriendo la historia. En la presurosa conferencia de prensa, le hice una pregunta a Vargas Llosa que había venido regurgitando mentalmente y que sentí era el momento de hacer, ahora o nunca, como buen kamikaze.

—Señor Vargas Llosa, ahora que tanto usted como Gabriel García Márquez son Premios Nobel, ¿sería posible un acercamiento entre ambos?

Era una pregunta válida. Gabo estaba aún con vida y desde el célebre puñetazo que Vargas Llosa le diera el 12 de febrero de 1976 en Ciudad de México, la entrañable amistad entre ambos había terminado con lo que se entendía como un acuerdo tácito de no contar los detalles del motivo de la gresca.

Como era previsible y, con una mueca de fastidio, el nuevo Nobel evitó responder.

Los estudiantes celebran con su maestro el reciente anuncio del Premio Nobel de Literatura.

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Mario Vargas Llosa llega a su primera clase como Premio Nobel acompañado de un fotógrafo del diario El País, Gorka Lejarcegi, quien le ha venido haciendo un seguimiento cerradísimo, publicando incluso un ensayo fotográfico desde Manhattan llamado “48 horas con Vargas Llosa”. Desde una mirada exterior, en España parecía celebrarse más el Nobel que en el mismo Perú. La abundancia de informaciones nos llegaba a los Estados Unidos desde medios españoles, con mayor fuerza económica e influencia que los peruanos. La conferencia de prensa en Manhattan no fue organizada por ninguna institución peruana, sino por el velocísimo y eficaz Instituto Cervantes. Terminaría octubre y ni el consulado ni ninguna institución peruana en Nueva York haría evento alguno. La explicación estaba en el ruido político emanando desde el Perú, por entonces bajo el gobierno de Ollanta Humala. En la propia tierra del novelista, medio país se había comido –hasta hoy– el cuento del régimen fujimorista (1990-2000) según el cual “Vargas Llosa odia al Perú” porque efectivamente el escritor llamó a boicots internacionales contra el gobierno dictatorial de Alberto Fujimori.

España había acogido a Vargas Llosa durante la persecución que sufrió en los años noventa orquestada por el Partido Aprista Peruano, el fujimorismo y la mano negra del asesor Vladimiro Montesinos. En la península no solo lo protegieron, sino que lo bañaron en una gloria y un glamour que Vargas Llosa no podría encontrar en el Perú. Con esos pergaminos, al momento de anunciarse el Nobel los medios españoles sacaron a relucir de inmediato el gentilicio híbrido “hispano-peruano” que se tiene por bien ganado. Sin que los peruanos se dieran cuenta, el gentilicio se instaló así, “hispano-peruano”, con el “hispano” por delante.

Una década más tarde el destino haría lo suyo. El líder del APRA, el dos veces presidente Alan García se pegaría un tiro huyendo de la justicia y tanto Fujimori como Montesinos pasarían sus días en una prisión de máxima seguridad.

En España protegieron y bañaron en gloria a Vargas Llosa. Al momento de anunciarse el Nobel los medios españoles sacaron a relucir de inmediato el gentilicio híbrido “hispano-peruano”.

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Los Canales consiguieron un autógrafo rápido y no pidieron más, se fueron felices. Me presenté con entusiasmo y le expliqué que venía por encargo de Caretas. Él mismo era amigo de Enrique Zileri, hijo de la cofundadora Doris Gibson, y por entonces director de la publicación, que también le publicaba su columna llamada “Piedra de toque”. Todo muy lindo, pero la presencia de dos periodistas en clase se sometió al voto por decisión del propio Vargas Llosa.

—Los señores que están afuera vienen a hacer unas fotos y un reportaje en clase —les canta Vargas Llosa en ese tono peculiar suyo que tanto remedan los humoristas cuando lo imitan—. Si alguno de ustedes tiene alguna objeción, pues entonces se quedan afuera.

Los chicos se animan y votan por dejarnos a ambos pasar. Interesante caer en cuenta de que el curso de hoy lunes se dictará en castellano, ya que varios alumnos no son hispanohablantes nativos. “Me van a disculpar”, les dice Vargas Llosa con especial humildad a sus chicos. “Yo no me esperaba todo esto”, refiriéndose a nuestra presencia y a los días de su nombre apareciendo con insistencia en todos los medios del mundo durante el fin de semana. Y eso que la ceremonia misma de la Academia Sueca aún no había ocurrido.

Ya instalados, comienza la clase.

—¿Quién sabe qué pasa en Moby Dick? —pregunta el novelista—. -¿Podemos creer lo que dice un narrador que se presenta a sí mismo como “llámenme Ismael”?

Solo hay 25 privilegiados inscritos en el curso Asuntos especiales en escritura creativa: Técnicas de la novela (Special Topics in Creative Writing: Techniques of Novel Writing). Sarah Sims, estudiante de antropología de 21 años, dice que ser admitido depende de una compleja combinación de factores, sumadas a un horario que lo permita y buenas notas en el ciclo anterior. “Aunque uno nunca sabe”, precisa.

Sarah y María Julia, una mexicana también veinteañera que pertenece al Centro Internacional Woodrow Wilson, le han dado el toque festivo a esta nueva clase: ambas le compraron una torta a Vargas Llosa. Es de un suave chocolate con crema por dentro y lleva algunas frutillas como adorno, coronando las letras blancas que, por encima de una capa de dulce rojo, dicen “¡Felicidades por su Premio Nobel!”.

Las chicas sienten cierta timidez al comunicarle el presente, sin saber qué recibirán por respuesta.

—Ah, caramba, ¡qué detalle! —canturrea Vargas Llosa encantado, quebrando apenas su voz—. Pero mejor la guardamos para el receso, ¿no?

Asuntos Especiales en Escritura Creativa se dicta en castellano y se da por sentado la capacidad lectora de los alumnos. Vargas Llosa cita libremente a Borges, Cervantes, Flaubert, Melville y a otros autores que sus alumnos ya conocen de antemano. Cada dos semanas, se analiza en conjunto una novela; la lectura de esta semana es El Reino de Este Mundo, de Alejo Carpentier. Antes fue La Vida Breve, de Juan Carlos Onetti.

—Aunque todo es artificio, el lector no debe percibir que se le entrega un artificio, debe sentir que los personajes son libres, que el sistema funciona de una manera sostenible —dice el Nobel, sentado entre los alumnos a la manera de un taller sin pupitre, sin distancias, sin mayores distingos entre los presentes a no ser por la diferencia de edades y la voz predominante del profesor—. Es en la verosimilitud que las fronteras de la ficción se diluyen y todo se hace creíble.

Alguien le pregunta por Los Cachorros, su insolente novela corta de 1967. El tema de hoy es la técnica de narrador omnisciente (“el narrador Dios, el que todo lo ve, la técnica más antigua de narración, la más universal entre todas”), versus el narrador protagonista. “Bueno, no quería hablar de una obra mía por decoro, pero hablemos pues”, contesta él. Luego, Claudia Solís-Román, otra alumna, le preguntará por Pantaleón y las Visitadoras y el por qué esta obra se lleva por diálogos y no tanto por narración. Vargas Llosa le explica que en esa obra luchó por exprimir las acotaciones de sus personajes. “Las acotaciones son lenguaje muerto. Quise que contuviera literatura viva. Por eso en las acotaciones —“dijo”, “aseguró”, etc.— hay una gran acumulación de información”.

Sarah y María Julia le han dado el toque festivo a esta nueva clase: ambas le compraron una torta a Vargas Llosa.

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Entretanto, se había declarado una guerra silenciosa entre Gorka Lejarcegi y yo. Ambos estábamos tomando notas y fotos pero era evidente que mi pericia con el lente no era ni un ápice de rival para su experiencia ni su cámara, mucho más profesional que la mía. Mi solución fue copiar sus movimientos. Luego de verlo en un lugar haciendo tomas, me movía a ese exacto lugar y hacía las mismas fotos. Mi razonamiento fue no permitir que tuviera mejores fotos que las mías si ambos teníamos esa exclusiva. Así, Lejarcegi se agachaba, me agachaba yo también. Se iba a una esquina, allí mismo me iba yo también después. Veía su cara de furia pero no podíamos decir nada. Y peor aún, yo enviaba de inmediato mi material a Lima con mi laptop mientras que él no tenía una.

Ajenos a esta batalla de prensa, los chicos continuarían sus clases hasta las 4:20 p.m., como siempre, una vez por semana. Era una clase de tres horas. El otro curso del Nobel, Seminario de Estudios Latinoamericanos: Borges y la Ficción (Latin American Studies Seminar: Borges and Fiction), sería dictado al día siguiente, martes 12 de octubre a la misma hora, en otra locación. Esa misma tarde de lunes, Vargas Llosa prepararía una conferencia para las 7 p.m. Después de unos momentos, nos agradece la presencia y nos invita a abandonar el aula.

La mañana había sido distinta a lo que yo me imaginaba. En Princeton no hubo una marea de gente aguardando por un pedazo de Mario Vargas Llosa. Ni expresidentes, ni grandes nombres de la cultura hablando con hipérboles de un hispano-peruano que esta mañana había tratado de tener un día como cualquier otro. A su manera, el novelista disfrutó por un instante de una felicidad discreta: se llenó la boca de torta. Celebrado por sus alumnos —convertidos una versión a escala del universo de sus lectores—, el nuevo Premio Nobel de Literatura 2010 terminó su plato y pasó el último bocado antes de soltar una frase de cierre.

—Estuvo muy buena, ¿no?


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