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Un momento vergonzoso

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Por ALICIA ÁLAMO BARTOLOMÉ

En octubre de 1946  inicié mi vida universitaria. Los dos primeros cursos de la recién estrenada carrera de Arquitectura, 3º y 1º años —no se abrió curso en 1945— funcionaban en dos aulas en el segundo piso del edificio tradicional de la UCV, Bolsa a San Francisco, frente al Capitolio donde se reunía la Asamblea Constituyente. Teníamos los mejores profesores que llevaron adelante la apertura de la escuela: Luis Malaussena, Carlos Raúl Villanueva, Luis Eduardo Chataing, Carlos Guinand Sandoz, Diego Carbonell, Juan Andrés Vegas, Tomás Sanabria, Billy Ossott, Edoardo Crema… Estudiantes pioneros de esta carrera de cinco años —éramos segunda promoción—, fuimos conejillos de India. Cursándola, tuve más pena que gloria. Es un decir, porque gloria no tuve nunca.

No estoy segura de por qué escogí estudiar Arquitectura. Si a ver vamos, mi madre tuvo más vocación de arquitecto que yo. En los viajes tomaba apuntes y en los dos libros que publicó sobre éstos, describe con atención la obras arquitectónicas. Nunca hice eso. Mi problema vocacional se debió a una anomalía biológica: los seres humanos tenemos dos lóbulos cerebrales donde dicen que están alojadas las tendencias vitales. A grosso modo, en uno va la vocación a las ciencias y en el otro a las humanidades y el arte. Lo normal es que funcione un lóbulo por encima del otro, es decir, que uno esté un tanto atrofiado y el otro decide la vocación. Eso he oído decir, no soy experta en ciencia cerebral. Sé que al despertar al mundo de la inteligencia me gustaba todo: matemáticas, física, química, dibujo, pintura, artesanía, literatura, historia, teatro, danza, deporte, viajes… Y así, ¿quién puede saber qué es lo que quiere?

Soy arquitecto, pero dudo que haya uno peor que yo. Empiezo por una blasfemia contra los dogmas de mis colegas: la Arquitectura, más que arte, es una ciencia social. Me interesó más como tal. Cuando trabajaba siendo el único arquitecto en la Fundación de la Vivienda Popular y ésta iniciaba su función, la escuela que concebimos para el primer trabajo, la urbanización de La Fundación-Valencia, nos pareció buena idea confiarla a Fe y Alegría, especialista en educación para las clases populares. Un día, reunido nuestro equipo con el fundador de esa  institución, el padre José María Vélaz, desplegados nuestros planos,  discutíamos con el sacerdote las necesidades, sugerencias o cambios que quería señalarnos. Al terminar la reunión, exclamó aliviado: ¡Gracias a Dios que aquí no había arquitectos! Nos miramos las caras, pero nadie dijo nada sobre mi profesión y él agregó: ¡Porque los arquitectos definen en una hora más dogmas que los papas en 10 siglos!

Empecé mi carrera con bastante ilusión. Cursé muy bien el primer año. Empezado el segundo, nos fuimos a unos galpones en los terrenos donde se construía la Ciudad Universitaria; al cerrito donde se encontraba el viejo trapiche de la Hacienda Ibarra se había mudado Ingeniería. Arquitectura era escuela de esta facultad. Para llegar a nuestras improvisadas aulas el transporte público me dejaba en la Plaza Venezuela, caminaba a  campo traviesa, entre cañaverales, y cruzaba el Guaire por un puentecito de madera. Varias veces me encontré allí con el estudiante de Ingeniería José Luis Fernández de Caleya y caminábamos juntos. Terminando el siglo pasado, una sobrina suya se casó con un sobrino mío.

En este país de contrastes, los vehículos podían ser uno de los cómodos y elegantes autobuses dotados por Luis Roche a su recién iniciada urbanización Altamira; se tomaba en la iglesia de Santa Teresa. Hacía un largo recorrido desde el casco de la ciudad, pasando por Los Caobos, Plaza Venezuela, Sabana Grande, hasta su destino, beneficiaba a muchos usuarios del transporte público. Era época de postguerra y todavía adolecíamos de falta de neumáticos, también tocaba ir en vehículos emergentes: camiones con toldo, asientos de toscos bancos corridos laterales, entrada y salida en la parte posterior por una escalerita de madera.

Después del Trapiche y los galpones, la Facultad de Ingeniería pasó a ocupar el primer edificio que se construyó, cuyo destino final sería residencia de estudiantes. De tres plantas, la Escuela de Arquitectura quedaba en la última, ésta recogió todas las venturas y desventuras del proceso de mi carrera. Las materias se dividían entre la ciencia y el arte, como eje central de toda la formación, a todo lo largo de los cinco años, la Composición se llamaba entonces, luego se llamó Diseño y ahora no sé si tiene otro nombre. Muchas cosas han cambiado por los avances de la tecnología, el pensum de hoy tiene poco que ver con el de mi tiempo, cuando los útiles de trabajo indispensables eran la mesa de dibujo, la regla T y la escuadra. Ahora todo se proyecta por computadora.

La Composición constituía nuestra pasión y nuestro temor más grande. En ella se jugaba nuestro destino profesional. La daban dos profesores a la vez, a manera de instructores y jueces que determinaban, según sus gustos y tendencias, si el proyecto de cada estudiante, propuesto como tema a todos, era bueno o malo. La primera pareja que tuve como profesores de Composición fue la de Luis Malaussena y Carlos Raúl Villanueva. Un príncipe y un lacayo, muy amigos entre sí, pero la personalidad de Malaussena se imponía sobre Villanueva. Éste estaba por entrar de una vez a la vanguardia, para don Luis había que empezar por lo clásico. No estando él, don Carlos Raúl nos puso como primer trabajo  proyectar algo contemporáneo. Cuando llegó Malaussena dijo a su colega: ¡No, chico, eso no!  Y nos mandó a concebir una fuente renacentista. El creador de la Ciudad Universitaria aceptó sin chistar. No recuerdo que Malaussena nos diera otras materias, en cambio Villanueva sí: Urbanismo, Historia de la Arquitectura y alguna otra, hasta el final de la carrera.

Carlos Raúl Villanueva calificaba muy bajo, no ponía más de 12, salvo una vez, creo que ya en 5º año de carrera, cuando se entusiasmó con una maqueta presentada por mi condiscípulo Alejandro Pietri. Nos había escogido de tarea desarrollar un proyecto urbanístico en el terreno del antiguo Cementerio de los Canónigos, del casco de Caracas. Alejandrito colocó, como edificios, los tubos de vidrio vacíos de las ampolletas Pulmobrón, muy populares en aquellos días para combatir la tos. No sé si el profesor prestó mucha atención al planteamiento de Pietri en el terreno, pero se fascinó con la originalidad de las ampolletas y, con su característica voz mocha de acento francés, comenzó a subir la nota: Yo te voy a poner 12… no, te voy a poner 13… no, 14… no… No recuerdo hasta dónde llegó.

La bastante buena imaginación que he demostrado después para la dramaturgia no floreció en mí para la arquitectura. Mi preocupación como estudiante y después profesionalmente fue siempre resolver los problemas en la plantas o plantas de los edificios: aprovechamiento del terreno, mayor comodidad en mínimo espacio, facilidad de circulación de los usuarios, ventilación, luz, defensa o aprovechamiento del sol, visibilidad. Nunca se me ocurrió pensar primero en una estructura novedosa, artística, para luego meter allí los requerimientos habitacionales. Para mí en arquitectura lo primero es la prosa de la vida cotidiana que la poesía de la construcción. Siempre di protagonismo a la funcionalidad por encima de la originalidad. Como arquitecto que se estime, estaba equivocada, pero sobre todo como estudiante de arquitectura para ser estimada. Nuestros profesores de Composición querían un genio en cada estudiante. Creo que si hay uno por generación ya es mucho. Algunos alumnos, con sus toques geniales, quedaban endiosados; sacaban altas notas, así se les olvidaran los sanitarios en un proyecto. La canalla como yo, que no se iba a olvidar jamás de algo tan prosaico, pasaba oscilando entre la mala y mediocre retaguardia. Un profesor de Composición es lo más parecido a un crítico de teatro: busca lo bueno en los grandes y lo malo en los pequeños.

A pesar de mis muchas satisfacciones con otras materias y profesores como en la rama de Matemáticas, Escultura con el gran Gonzalito, simpático y sencillo a pesar de haber sido laureado en Francia; Historia del Arte en tres semestres con Edoardo Crema, que me enamoró de Miguel Ángel Buonarroti y lo gocé intensamente cuando estuve ante sus obras en Italia; Acuarela y Guache, con Carlos Guinand Sandoz, hasta la técnica del teñido hindú batik nos enseñó y para mí, lo que me hizo inolvidable al viejo Guinand, fue que me hizo ver los colores cambiantes de Caracas y del Ávila; y también otros profesores ya borrosos en el recuerdo y que sería largo enumerar. En el 3º año tuve un quiebre emocional y quise abandonar la carrera. Estaba harta y cansada de tantas noches en vela, afanada en terminar para una fecha fija un trabajo de Composición —las famosas entregas—, poniendo mucho empeño e ilusión, para que el par de profesores de turno, Diego Carbonell y Tomás Sanabria, desabridamente vieran mi trabajo y me lo calificaran con una nota baja. En cualquier otra carrera el esfuerzo paga. La nota en Composición dependía mucho del gusto de los calificadores, no de la intensidad del trabajo del estudiante

Carbonell y Sanabria —también eran firma profesional— fueron mi tormento. No recuerdo examen final de Composición sino en el 4º año. En los años anteriores se pasaba por el promedio de las notas de los trabajos. Ese año, los ilustres profesores hicieron un cambio: prueba final y, además, ya habían determinado los alumnos que no estaban aptos para  arribar al 5º y último año, yo entre otros. Llegamos al examen final con un despliegue inusitado de rigores: encerrados todo el día en el aula ante nuestras mesas de dibujo, permisos breves para las necesidades biológicas, un corto tiempo para almorzar, sin sacar nada fuera del salón, ni meter algo al regresar.

¡Qué jornada! Debíamos proyectar un gran hotel, con todos sus planos de presentación y construcción, hasta el último detalle. Sólo no hicimos los cálculos de la estructura, trabajo de ingenieros. Para mayor tormento de mi cabeza agobiada, mis compañeros varones se pasaron toda la prueba cantando y tarareando una canción de moda: María Cristina me quiere gobernar / y yo le sigo le sigo la corriente / porque no quiero que diga la gente / que María Cristina me quiere gobernar… De buena gana hubiera ahorcado a la tal María Cristina. Resultado: hubo tajos que lograron superar el escollo. Otros dos y yo, no. Según me comentaron, coloqué una viga sobre una escalera con la cual el usuario se hubiera ganado un chichón. Bien, nos quedábamos en 4º año de Composición: Rosaura Pardo, Tubal Farías —maracucho, por supuesto— y yo. La materia no tenía reparación. Eso creíamos, pero el Dr. Guillermo Pardo Soublette, padre de Rosaura, sacó a relucir que en la UCV toda materia tenía examen de reparación. Estatutos son estatutos. Me parecía inútil someterme a una prueba más, perdida de antemano. Pero Rosaura insistió en presentarla para complacer a su papá, que Tubal y yo la acompañáramos. La mañana del examen me fui tranquilamente a misa en la iglesia de El Pinar. Rosaura angustiada porque yo no llegaba, pero llegué. Nos dieron como prueba proyectar una floristería en un pequeño espacio ubicado en una cuadra del centro de Caracas. Completamente sosegada, sabiendo que cumplía sólo un requisito tonto, le entré a la tarea. Terminé, recogí mis haberes, entregué la prueba y salí al pasillo. Diego Carbonell me atajó: Espera, vamos a corregir ahora mismo. Me devolví y esperé que salieran mis compañeros. Al poco rato, nos llamaron: La única que aprobó es la señorita Álamo. Debió ser la floristería más genial en toda la historia.

Pocos años después, en una reunión social de la Sociedad de Arquitectos, Diego Carbonell se me quedó mirando y dijo: Tú eras la que estudiaba más a fondo los proyectos. Callé, pero hablé para mis adentros con cierta amargura: ¡A buena hora…!

Mucho he hablado de mi primera carrera profesional en su etapa de estudio, pero nada he dicho de la carrera que corría el país en aquellos años de intensos conflictos políticos. La Asamblea Constituyente cumplió su cometido y en 1947 hubo por primera vez la elección universal y secreta del presidente de la república. Salió electo nuestro ilustre escritor don Rómulo Gallegos, desafortunadamente para él, cargó con la culpa de los desafueros de su partido en esa previa etapa democrática. El país estaba desazonado y tenso. Los militares que perpetraron el derrocamiento de Medina Angarita junto con los civiles de AD, estaban ahora disgustados con los procederes del partido y, como medida de solución, parece que pidieron —no me consta— al presidente Gallegos que se deshiciera de su líder máximo, Rómulo Betancourt. No lo iba a hacer nunca con su tocayo y compañero.

En un corto paréntesis de mis estudios, había pasado unos días en Barquisimeto. Regresaba a Caracas con una prima y un señor amigo suyo, colega de trabajo, ambos se ocupaban de venir a Caracas regularmente a escoger en las distribuidoras cinematográficas material para la salas de cine que regentaban en la capital larense. Fue un viaje larguísimo. A cada rato nos paraban en una alcabala y registraban el vehículo de arriba abajo. ¿Qué estaba pasando? Nadie nos informaba. Rumores nos esperaban en mi ciudad natal. Pronto dejaron de serlo. El 28 de noviembre de 1948 derrocaron al primer presidente de Venezuela electo constitucionalmente. Debió ser un día fatídico, pero una gran mayoría del país lo celebró. Yo, una ilusa muchacha de 22 años, me lancé de rodillas, besé el suelo y di gracias a Dios. Hoy, a esta edad provecta, cuando he adquirido más sensatez y sabiduría, me arrepiento de ese momento bochornoso. Pido perdón, no sólo a mi país, sino a la gente de Acción Democrática.

Para terminar con una nota amable, en esos días toreaba en Caracas nuestro fino diestro El Diamante Negro. La corrida dominical se llevó a cabo, pero, por toque de queda, a una hora más temprana. No hubo tendido de sombra. Llevé más sol que una teja. Las faenas del Diamante compensaron la deshidratación.

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