José Rafael Lovera | Archivo El Nacional

Por MERCEDES OROPEZA

Más que un privilegio, era un gran halago tener al profesor José Rafael Lovera como comensal. En el último restaurante donde trabajé como jefa de cocina, los domingos servíamos desayunos criollos que él fue a degustar con su hermana en varias ocasiones. En una de ellas me aseguró que a mis desayunos les faltaba un plato delicioso. Uno que sin duda sería un éxito.

“Necesitas una tarte tatin de plátano”.

Le sonreí con picardía, esa que inspira el recuerdo de algo que se ha escuchado antes. Me asombraba cómo aquella idea aún pululaba inquieta en su memoria, así como late una misión sin completar.

Me narró una vez más —con su voz gruesa, paciente y didáctica, para que no perdiera detalle— su propia receta. Una tarta invertida de plátano que nunca había probado, a sabiendas de que él, con sus propias manos, no se atrevería a hacerla jamás.

Doy fe de que más de una vez nos la explicó a muchos cocineros para que la hiciéramos; pero hasta donde sé, ninguno había intentado todavía aquella adaptación del clásico postre francés de tarta invertida de manzana en versión Musa paradisíaca. Paradójicamente, como parecía tan sencilla, nadie la hacía. Así que ya con cierta experiencia (y el sosiego que llega cuando se aplaca la juventud corporal), resolví como ejercicio pendiente poner a mi brigada de cocina en aquel momento —jóvenes todos, con mucho ímpetu y sed de aprender— a consumar esa petición tan añorada, como un propósito de enmienda por no haberlo complacido mucho antes.

II.

José Rafael Lovera fue un sibarita universal, profundamente enamorado de la fusión de recetas criollas con la sofisticación de las técnicas francesas. Como doctor en Leyes y académico de la Historia, muchos pudieron leer y saber de este querido profesor. Era también un romántico del arraigo y la sencillez extrema. Los sabores de hogar venezolano lo inspiraron a dejarnos un legado escrito para que nos relacionáramos fácilmente con el fascinante acervo de la gastronomía local.

Nos conocimos por amistades en común y uno de los privilegios que más le agradezco a la vida de ser cocinera es haber podido conocerlo y recibir su orientación y su cariño. Fue un caballero de los que pocos quedan. De entrada le encantaba transmitir una imagen de crítico serio e intimidante, pero en el trato cercano era un manjar de coco, con humor sublime y carcajadas infinitas ante un chiste bien contado.

Siempre me conmovió mucho que él y Don Armando Scannone, grandes amigos y de un exquisito paladar, con medios suficientes para viajar por todo el mundo y luego de haberse comido tantas estrellas, siempre apreciaran con tanto respeto y nobleza la cocina de sus propias casas: la de Alicia Aya y Magdalena Salavarría.

En una ocasión, Alicia inventó una receta sencilla de estofado de carne y se la sirvió al profesor la noche previa a un viaje a París… Mitad epifanía y mitad tragedia, ninguno de los platos de galaxia Michelin que comería en ese paseo logró sacarle de la cabeza el nuevo estofado de sus desvelos. Contó los días para regresar a su casa y volver a disfrutarlo.

Don Armando y él siempre insistieron en que podían lograrse manjares de alta factura con ingredientes criollos. Solo debían prepararse con técnica, delicadeza y estética. El valor de la cultura popular gastronómica venezolana alcanzaba a través de ellos un nivel de elegancia suprema, que se equiparaba con la de cualquier otra cocina sofisticada del mundo.

III.

Plátanos crudos en su punto de dulzura máximo (“pero que todavía estén firmes”), tajados de punta a punta y sin las venas de las semillas. Un caramelo liviano ámbar claro: azúcar y agua en una tortera o sartén de hierro apto para el horno. Un poco de mantequilla para acompañar los plátanos dispuestos en círculos, sin que queden espacios libres. Horno a 350º y, en la mitad de la cocción, el añadido manto protector de una masa quebrada, estirada en círculo y no tan gruesa, que al invertir el molde se convierta en pedestal de los plátanos.

Cada uno de mis muchachos desarrolló el plato del profesor bajo aquellas indicaciones, aunque les pedí que también defendiesen su propio proceso de elaboración para quedarnos con el mejor resultado. Lo que inicialmente parecía un paseo planteaba un desafío que ya había asomado su autor: en lugar de la solidez y acidez de las manzanas, tocaba ajustar aquel concepto a la suavidad y el dulzor del plátano. Elegimos la fruta según sus instrucciones, y de un recetario francés tomamos la masa de la clásica tarte tatin de manzana, rebajando la cantidad de azúcar para balancear. Debía ser una ejecución práctica y fácil, tal como fue concebida, pero sin descuidar el sabor ni la estética, que garantizarían la aprobación de su creador.

Ante la masa dorada y lista, sacamos los moldes del horno. Dejamos reposar con impaciencia las tartas por tres minutos y al voltearlas sobre un plato, se revelaron todos los plátanos cocidos —bronceados, intactos, brillantes— antes de la última y ceremoniosa instrucción del profesor: casar cada porción de aquel hechizo meloso con una bola de crema de leche Don Manuel, una delicia para untar que preparan en Duaca, estado Lara.

Sobra decir que la combinación resultó simplemente celestial. Realismo mágico puro. Una tarta delicada y bella que se come caliente o tibia, mientras la crema va rindiéndose poco a poco ante el calor caramelizado del plátano maduro tibio.

Me encantaría decir que el profesor llegó a probarla, pero el mundo entero se enclaustró y no fue posible. Aunque hubiera sido hermoso presentársela, quizás ni siquiera fue necesario: exponía su receta con tal convicción y la había preparado tanto en su mente, que saborearla tal vez habría sido una simple confirmación de aquella certeza melosa y absoluta.

Por eso, además del regalo de este entrañable postre, me quedo con el recuerdo de su generosidad, su afán de perenne formación y su indeleble amor por nuestra cocina.


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