Por GRACIELA YÁÑEZ VICENTINI
y seguir todos juntos ahora que estoy solo.
E.M. “Los ausentes”, Partitura de la cigarra
No es fácil hablar de la ausencia de Eugenio Montejo. Con su partida, nos hemos quedado solos. Debo hablar de su manera sutil de tratar a las personas, como trataba a las palabras. Debo hablar de la agudeza de su sentido del humor que recordaba que, muchas veces, ante aquello que tomamos más en serio lo más propio del ingenio es reír.
Que uno de nuestros poetas más queridos, más vitales, y con una obra siempre naciente, de pronto deje de estar entre nosotros es una pérdida obviamente prematura y sin sentido, ante la que no puedo sino rebelarme. Por más inútil que ello sea.
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Con la partida de Eugenio Montejo nos hemos quedado sumamente solos. Como si fuera poco que ya no haya quien nos deletree el mundo todos los días, nos hemos quedado también sin Tomás Linden, sin Sergio Sandoval, sin Lino Cervantes, sin Eduardo Polo y, lo que para mí es más grave, sin Blas Coll. No podría decir cuántas cosas entendí, cuántas desordené y de cuántas pude mofarme gracias a la mano, arisca y silenciosa, del entrañable tipógrafo.
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Hay poetas de cabecera. Poetas para ver la nieve. Poetas para el insomnio. Hay poetas para el estudio, para el fastidio. Poetas para la totalidad del sol. Poetas para enseñarnos a oír el canto de los pájaros que se van. Hay poetas para la risa, para la soledad. Hay poetas para tomarse un trago con los amigos que no están. Hay poetas para el asombro, para el destierro, para mirar hacia dentro y para la contemplación del mar. Sobre todo, hay poetas que aparecen y reaparecen tercamente entre las líneas de todo lo demás que leemos, como si en sí fuesen una especie de metáfora original que no deja de sobresaltarnos al asomarse ―siempre oblicua― por entre las ventanas que parecían selladas. Lo sorprendente es que un solo poeta contenga dentro de sí tantas de esas metáforas esenciales, en tantas ventanas abiertas; que uno solo de sus libros nos sirva para llevarnos de viaje, para meditar, para reírnos, para des-tediar, para estudiar el mundo, para intentar dormirnos, para que empiece a nevar cuando escuchamos llover. Lo impresionante, sí, es que un solo poeta sea tantos de esos poetas a la vez. Que el mismo que me desglose una copla sea el mismo que me recite un soneto y el mismo que me cante una rima infantil. Que el mismo que dedique su obra a los árboles y a los pájaros de este trópico absoluto, en medio de su ensoñación del paisaje nevado, extrañe el canto de los gallos, escuche la partitura de la cigarra ausente y se rebele ante la ciudad como imperio del asfalto; mientras escribe a la luz de una vela temblorosa el poema que lo alumbra en su oración atea a dios; mientras despliega sus papiros como cantos para la mujer amada, sin temerle a ese poema, porque no perdía nunca la batalla cuando se arrojaba a la temeridad de la escritura amorosa. Que todos estos poetas sean el mismo cuando no lo fueron es un misterio que sólo alguien así nos podía obsequiar, regalo precioso que seguiremos rumiando quienes no nos cansamos de leerlo(s) obsesivamente con el pasar de los años.
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Eugenio movía y alcanzaba a todos por su gentileza. Ante su ausencia, tengo la impresión de que obra y autor serán igualmente extrañados, lo cual no siempre sucede. Por todos lados he oído anécdotas sobre el poeta, humanamente hablando: sobre los gestos inverosímiles que tenía con sus lectores, sobre su preocupación por lo que estaban leyendo los niños, sobre su infinita caballerosidad hacia sus amigos y contemporáneos. Muchas son las historias que albergo particularmente sobre su atención para los escritores jóvenes, su delicadeza al conducir nuestra mirada hacia la vocación literaria personal que debía ocuparnos. A todo el que pudo, don Eugenio ofreció una mano pintando una estrella en El Ávila, un gallo o algunas palabras.
Esta mañana leí un poema que me hizo recordarlo. (Es algo que me sucede con frecuencia). Esta vez, claro, era de esperarse: yo leía un poemario que él mismo me obsequió, de un escritor que le gustaba mucho. Uno va encontrando las huellas de un poeta entre los versos de los otros que éste ha ido haciendo propios.
Nieve nocturna
¿Es que puede existir algo antes de la nieve?
Antes de esa pureza implacable,
implacable como el mensaje de un mundo que no amamos
pero al cual pertenecemos
y que se adivina en ese sonido
todavía hermano del silencio.
¿Qué dedos te dejan caer,
pulverizado esqueleto de pétalos?
Ceniza de un cielo antiguo
que hace quedar solo frente al fuego
escuchando los pasos del amigo que se va,
eco de palabras que no recordamos,
pero que nos duelen como si las fuéramos a decir de nuevo.
¿Y puede existir algo después de la nieve,
algo después de la última mirada del ciego a la palidez del sol,
algo después que el niño enfermo olvida mirar la nueva mañana,
o, mejor aún, después de haber dormido como un convaleciente
con la cabeza sobre la falda
de aquella a quien alguna vez se ama?
¿Quién eres, nieve nocturna,
fugaz, disuelta primavera que sobrevive en el cerezo?
¿O qué importa quién eres?
Para mirar la nieve en la noche hay que cerrar los ojos,
no recordar nada, no preguntar nada,
desaparecer, deslizarse como ella en el visible silencio.
Jorge Teillier. El árbol de la memoria y otros poemas
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Ya he dicho que con la partida de Eugenio Montejo nos hemos quedado solos. Demasiado poeta se ha ido con él: demasiados poetas se han ido con él. ¿Cuántos sonetos, cuántas coplas, cuántos coligramas, cuántas rimas infantiles, cuántos aforismos, ensayos y versos habrán quedado a medio escribir?
Cuánto más silencio esbozó don Blas que quizás ahora no escucharé.
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No es fácil hablar de la ausencia de Eugenio Montejo. Nunca es fácil advertir la soledad. Mejor hablar de las pequeñas presencias que esparció, como pequeños copos, sobre nuestras frentes. Como si hubiese soplado un alfabeto entero para repartirlo, todos los días, como pan entre la gente sencilla.
Este texto fue leído en la Bienal Literaria Eugenio Montejo que se celebró en la ciudad de Valencia en noviembre de 2017 y en el Homenaje Alfabeto del Mundo que se celebró en La Poeteca, en la ciudad de Caracas, en junio de 2018.
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