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Mi amigo Ennio

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Por MIGUEL ÁNGEL DE LIMA

Es gracias a la persistencia de mi memoria frente al paso del tiempo que hoy puedo publicar estas íntimas notas sobre mi relación con Ennio, viejo trompetista romano, devenido en el más grande compositor de bandas sonoras que ha conocido la historia del cine. Sí, amigos: no es John Williams; no es James Horner con todo y su Titanic; no es Hans Zimmer. Es Ennio.

El amigo seguro se conoce en la situación insegura, me dijo una vez al regalarme aquella pequeña Sonata para violín que no me decido a mostrar a nadie por egoísta y por cobarde. Lo primero por el deseo de seguir disfrutando a solas y en secreto de esta otra perla de Ennio y lo segundo por miedo a que la crítica no esté preparada para esta música distinta y la hagan objeto de sus invectivas salvajes, como alguna otra vez han hecho, en enésima muestra de lo que son capaces los pobres de espíritu en su desesperación por no entender al genio. La partitura de la Sonata… me la dio entre lágrimas, justo al salir de una profunda depresión en la que tuve oportunidad de apoyarlo, siempre como amigo y no de manera profesional.

Ogni volta che ascolto è sempre una grande emozione, así me dijo Gabriele Annese, el gran cantante rockero del sur de Italia quien furtivamente escucha siempre a Ennio antes de saltar a la tarima para enfrentarse a las grandes multitudes que lo aclaman. Y decir «escucha» a Ennio es decir que oye alguna de sus más de quinientas composiciones para cine, o una de sus tantas obras de música sacra. Gabriele nunca me ha negado su preferencia por Tragedia de un hombre ridículo o por el score de Novecento, aquella música del «corazón campesino», como bien la definiera Bertolucci. Que un gigante del metal se decante por Ennio como ritual de relajación antes de confundirse con su público, entre los rudos sonidos de una percusión escandalosa y de un bajo atormentante, hablan del poder de Ennio para ganarse el alma hasta de los más descarriados. Pero, ¿quién no ha sucumbido ante la ocarina de El bueno, el malo y el feo o bajo el influjo del más tierno canto del Oboe de Gabriel en La misión, todo ello acompañado por el juego del clarinete en su momento justo, o por el más delicado manejo de las cuerdas?

Nadie habría podido pensar que aquel niño de 10 años que por vez primera entraba al Conservatorio de Santa Cecilia, abriendo sus ojos ya miopes para ver en la pizarra las notas que, amorosamente, como un padre, pintarrajeaba el maestro Semproni y cuya trompeta casi no sonaba por lo fino de sus labios y la fragilidad de su tórax, devendría en el formidable maestro Ennio, tan riguroso en la dirección de la orquesta como creativo en el Gruppo Internazionale di Improvvisazione; tan delicado en la música romántica −y brotan de nuevo las lágrimas al pensar en Nuovo Cinema Paradiso− como tenebroso en Los fríos ojos del miedo; tan profundo en Sombra de lejana presencia como ligero en Il mio nome é Nessuno (Mi nombre es nadie), donde el juego de la flauta con las voces humanas hace nacer una sonrisa en nuestros labios.

Ennio es tan disciplinado en su oficio cada día −siempre ya despierto a las 5:00 am y componiendo desde las 8:00 hasta la tarde− como seco y distante con los periodistas distraídos: «no pregunte lo mismo», «no hable de bandas sonoras sino de música para cine», «lo que no entienda búsquelo en un manual ya escrito para ese fin», ese es su eterno ritornello para protegerse de la banalidad de la prensa.

Pero a todo eso podemos acceder a través de la web. Tal vez sea de mayor interés relatar cómo un médico venezolano, psiquiatra para más señas, llegó a convertirse en uno de los íntimos del Maestro. El caso es que, en uno de mis ocasionales viajes a la Ciudad Eterna, pude asistir a uno de sus conciertos como director de la Orchestra Internazionale d’Italia y noté la tristeza en su rostro antes del finale de La creación (de La Biblia), una de las pocas obras de música académica que se permite presentar al público en directo. Me quedé como tantos otros para esperar al Maestro y especular con la posibilidad de conocerlo en su camerino, cuando justo en ese momento se escuchó un fuerte portazo y un grito con sordina salió de la garganta del célebre artista. Inmediatamente ofrecí mis servicios como specialista in psichiatria, con la fortuna de haber sido escuchado por su hijo Andrea, quien esa noche estaba más angustiado que de costumbre por la frecuente labilidad afectiva de su padre.

Ese primer encuentro con Ennio fue una gran sorpresa. Il Maestro entreabrió el férreo portón que oculta su exquisita sensibilidad y fue cuando aproveché para citar el famoso poema de Quasimodo: «Ognuno sta solo sul cuor della terra…», inmediatamente me confesó que esa imagen lo venía persiguiendo insistentemente y que veía como un anuncio del Cielo esa improvisada declamación (Ennio siempre ha sido un gran creyente, con las extensiones, para algunos quizás supersticiosas, que eso puede implicar). Ya cuando le hablé de mis paseos por las calles empedradas de su querido Trastevere, de mi afición  −tan grande como la suya− por el ajedrez, de cómo vi el asteroide que lleva su nombre a través del telescopio de mi hermano Nelson, y de mis largas estancias en Taormina, nostra Taormina, como le agrada decir con frecuencia, nos atravesó este mutuo flechazo que ha resistido el paso de sus más de 90 años y las ya largas décadas de nuestro cercano compartir.

Ennio, el gran gruñón, les entrega a sus amigos la delicadeza que muestra en su música y que oculta en su imagen pública, todo un premeditado constructo para alejar a los paparazzi. Cocinero en sus ratos libres, recuerdo emocionado cuando pudo acompañarme a Ámsterdam, adonde nos dirigimos para degustar la gran cucina italiana del laureado chef venezolano Franz Conde. Cuando en un descuido Franz se ausentó para atender algún problema con su personal, le dije: «Era nervoso che non ti piacerebbe la sua cucina». Inmediatamente respondió, intentando una frase en castellano: «¿Cómo? ¡Pero si su risotto es mejor que el de Massimo Bottura!» (el chef de Osteria Franciscana, tres estrellas Michelin y uno de los diez mejores restaurantes del mundo). Ya al final, los tres embriagados con un prosecco buenísimo que Franz reserva para estas ocasiones, subimos a la habitación 702 del Hilton a ver de nuevo la habitación donde John y Yoko pasaron su luna de miel. ¡Y entonces ocurrió lo inesperado! Ennio se entusiasmó recordando a John y a los cuatro de Liverpool, y nos dijo para bajar al lobby, donde se encuentra el piano. Allí estuvo hasta el amanecer tocando música de los Beatles mezclada con temas suyos tan especiales como Réquiem para el ácido sulfúrico y lo mejor de Así en la tierra como en el cielo. No puedo ocultar que se molestó un poco cuando Franz le pidió algo de Por un puñado de dólares y Ennio se plantó para acometer con fuerza los potentes acordes de Agáchate, maldito y cerrar luego con las sentidas añoranzas de Malena. Yo no dije nada porque, cuando se pelean dos genios, los «normales» debemos guardar silencio.

Amigos, hoy presento mi vínculo con Il Maestro porque temo un desenlace fatal este 2020, ya que sus 91 años y el retiro de la vida pública le han impactado mucho más de lo   previsto. Es sabido, el gran artista se debe a su audiencia. No sabe Ennio cuánto le debe la humanidad toda, al habernos hecho partícipes de su música sublime. Quizás ha sido el único caso en la historia del cine en el que el director literalmente hace la película adaptándola a la música ya escrita (así lo relató su carnal Sergio Leone en relación con algunos de sus famosos spaghetti westerns).

Queridos lectores, son incontables los divertidos e insólitos momentos vividos con Ennio. Yo he querido hoy compartir algunos con ustedes, honestos amantes de la más bella fusión que se ha dado alguna vez entre la música y el cine.

Ennio, entre síncopas y scherzos, entre solos y arpegios, ha sido el maestro de la nostalgia y de la ternura, el mago de los vientos y de las campanas, el señor del amor y de las tristezas. El dueño del fuego que nunca se apaga y se reaviva cada vez que escuchamos sus canciones.

Recibe hoy, amigo, estas palabras plenas de ilusiones, llenas de fantasías y de recuerdos.

Recibe, pues, mi sencillo homenaje para ti, entrañable Maestro, vero musicista, Ennio Morricone.

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