POR YÉIBER ROMÁN
En todo el tiempo que llevo leyendo la obra de Yolanda Pantin he vivido un par de acontecimientos muy significativos para mí.
El primero fue en 2017, más o menos, cuando empecé a tomarme cada vez más en serio la poesía. Tenía una voracidad lectora que ahora extraño profundamente. Leía cuanto poemario encontrara en los estantes de la biblioteca de la universidad. Aquellos días los autores que seleccionaba, en su mayoría, eran extranjeros, pero de a poco empezó a surgir el interés por hallar las virtudes en los poemas locales. Fue así como aproveché la noticia del Premio Casa de América de Poesía a Yolanda por Lo que hace el tiempo. Subí al piso 2 de la biblioteca de la Universidad Simón Bolívar y tomé como préstamo su Poesía reunida entre 1981 y 2002 para comenzar a aproximarme a su trabajo.
Recuerdo las manos que sostenían una cebra en la portada y cómo me quedé viendo la imagen por unos segundos antes de abrir el libro. Me senté a leer en la parada de autobús y, apenas descubrí el primer verso de Casa o lobo, tuve un sobresalto interior: «La infancia es una gracia que me fue desprendida». Releí varias veces ese poema. Releí ese verso una y otra y otra vez. No sólo me pareció increíble esta frase para iniciar un poemario: también me sorprendió la fuerza contenida en estas nueve palabras que la poeta eligió para darse a conocer en la literatura, pues Casa o lobo es su primer libro. Ese verso me bastó para seguir leyendo toda esa tarde, aparte de pensar en que había descubierto una senda importante para mi formación poética.
El segundo hecho relevante ocurrió un sábado de 2019, cuando me dispuse a conversar con Yolanda en persona. Mi amigo Lizandro, con quien tenía mucho tiempo sin hablar en esa época, me había contactado semanas antes para que le hiciera una entrevista a la poeta. Se publicaría en una revista de la que él era el director. El tema en cuestión era su exposición fotográfica titulada Dedicatorias. Llegadas la fecha y la hora de nuestro diálogo en La Poeteca, de nuevo salió a flote el estremecimiento que ocurre en todas las primeras veces de algo: yo nunca había hecho una entrevista. Y esta era la primera muestra fotográfica de Yolanda.
Mis manos sudaban mucho más que de costumbre. El celular que llevé para grabar dejó de funcionar de repente. De no haber sido por Yanina, bibliotecaria que por entonces ayudaba en La Poeteca y a quien debí pedirle prestado el suyo para empezar la entrevista, no sé qué hubiese hecho para solventar este inconveniente de última hora (¡gracias, Yanina!).
Nos sentamos y empecé a leer, con un poco de temblor en el cuerpo que intenté disimular, las preguntas que llevé impresas en una hoja —que a esas alturas ya estaba bastante arrugada. Preguntas a las que di muchas vueltas días antes. No sabía cómo abordar a la poeta.
Todo fluyó bastante bien. Yolanda se portó siempre muy amable. Una vez presioné el botón de «stop» charlamos un poco más. Saqué de mi bolso su libro País. Pedí que por favor me lo firmara. Recuerdo que, a punto de empezar a escribir la dedicatoria, dijo que «este es el libro que quiero sea mi testamento». Y su testamento está entre los ejemplares más preciados que tengo en mi casa.
La entrevista se publicó en una revista cultural que, por desgracia, hoy ya no existe.
También hubo un suceso importante respecto a mi vínculo con la obra de Yolanda Pantin. Octubre de 2020. En aquel entonces había una angustia colectiva por las cifras crecientes de fallecidos debido a la pandemia; algunos más cercanos que otros. Mientras en los medios no hacían más que recomendar quedarse en casa, apareció una noticia que cayó de maravilla en un año tan complejo para todo el mundo: la autora había ganado el Premio Internacional de Poesía García Lorca. Aquella mañana brinqué de la cama, celular en mano todavía, a dar la noticia a mi familia. «Ella es la poeta que entrevisté el año pasado», dije. Tiempo después, cuando las condiciones lo permitieron, pude estar en los muebles de La Poeteca revisando su obra reunida; leyendo tantos años de trayectoria que le permitieron obtener dicho galardón.
Así, pues, luego de varios ratos de retrospección, pienso en cómo la poesía de Yolanda Pantin ha signado diferentes instantes de mi vida. Qué curioso lo que hace el tiempo. Sus versos marcaron a aquel estudiante universitario que soñaba con convertirse en poeta y siempre era visto por el campus caminando con un libro bajo el brazo. Su obra me enseñó cómo se escribe un buen inicio para un poemario; cómo se fabrica un buen poema tanto en prosa como en verso. Un encuentro con ella me permitió generar anécdotas, ganar amistades. Hizo plantearme una y otra vez cómo no hacer preguntas clichés. Recomiendo su «Vitral de mujer sola» en cada oportunidad que alguien me pregunta qué poeta de Venezuela le recomiendo leer. Y, de nuevo, logró generar esa emoción que surge en las primeras veces de las cosas: nunca antes había sido invitado a escribir un texto en homenaje a una poeta a quien respeto y admiro entrañablemente.
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