Por ERICK MORENO SUPERLANO
El cortometraje Una de vampiros (2020) de la directora venezolana Alejandra Berrizbeitia arroja al espectador junto con el personaje central, Helena, en medio de un pueblo remoto llamado El Encantado, en lo que parece ser la noche árida del noroeste venezolano. La cámara en primera persona hace una transición de la luna llena a las calles de tierra y las casas de una planta bajo la luz insuficiente del alumbrado público. Figuras masculinas, con diferentes intenciones, se van acercando progresivamente y se espantan cuando ella les muestra un papel que pone: “Deseo sangre de hombre”.
Su presencia, su silencio, su calma, su deseo, generan aprehensión y desconcierto entre los residentes que se apresuran a buscar a las fuerzas del orden. Ahora una toma en tercera persona, atribuible a una perspectiva grupal, muestra cómo la arrestan por su falta de cooperación al ser interrogada. En la estación policial le decomisan el papel y le ordenan llamar a su marido para que venga a buscarla. Ella responde con un silencio inquietante.
El silencio es un elemento ubicuo en el cortometraje. Solo se rompe un par de veces con frases, articuladas por la voz masculina, que dejan en evidencia una violencia oblicua oculta tras el velo naturalizante de la socialización normativa-narrativa-patriarcal. Berrizbeitia utiliza lo inarticulado, lo inarticulable y lo inarticulante para advertir sobre lo imperceptible y así generar un estado de zozobra entre los espectadores y los habitantes del pueblo. Helena no habla; ella –como dice Julia Kristeva– representa la abyección en la mirada masculina-institucional; es la mujer-sujeto-universal que se niega a participar en el juego falogocéntrico y solipsista del varón y por ello debe ser disciplinada: su cuerpo debe ser subyugado, confinado en una celda; no le pertenece a ella; queda decomisado por las autoridades del sistema paterno-conyugal. Y quien carece de cuerpo carece de la facultad de desear. Una Helena deseante (de sangre de hombre) es un peligro para el statu quo de El Encantado ya que –como dice Irene Buso– su libido puede producir cambios políticos y sociales que sacudirían los cimientos de las estructuras de poder que sostienen el orden patriarcal.
Otra toma de la luna llena interrumpe súbitamente la escena en la comisaría. Helena está de vuelta en la plaza central de El Encantado y pronto los transeúntes empiezan a notarlo. La rodean las fuerzas del orden y los hombres del pueblo enardecidos. A través del uso de lo sobrenatural (la imposibilidad de subyugar el cuerpo femenino), Berrizbeitia pone en peligro la estructura misma del patriarcado y ubica al espectador ante la reacción del macho inquieto. La cámara pasa de la perspectiva grupal a una primera persona a la cual la manada abre paso con reverencia. Un alfa. Un jerarca. Un comisario. Un padre. Un marido. Una jaula. La cámara se cuadra frente a ella y le muestra el papel que pone: “Deseo sangre de hombre”. La voz masculina dice: “¿Qué significa esto?”. La mujer fija la mirada en la cámara. Mira al espectador a los ojos en un silencio absoluto. La (carencia de) voz –como dice Hanni Ossott– no es solo el sonido, las palabras, la canción y los poemas que (no) salen de una boca. La voz de Helena, mujer-sujeto-universal, es voluntad, agencia, autodeterminación, risa y subjetividad. La manada enardecida necesita aplacar su silencio irreverente y domesticarla, convertirla en un hombre para inmediatamente castrarla. Una ayudante inofensiva, costilla del macho, que se exprese en los términos del varón, y que esté allí para acompañarlo y asistirlo en calidad de virgen, esposa y madre; es decir –como dice Ida Gramcko en su poema homónimo– una viviente sin nombre. Estalla una carcajada femenina y la manada se abalanza sobre su cuerpo. La cámara cae al piso y se ve la luna llena encima de las caras aturdidas, retorcidas, distorsionadas que apalean la carne en un silencio absoluto.
*Erick Moreno Superlano (Caracas, 1989) vive en Berlín, donde estudia Literatura en Bard College Berlin.
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