Por KARINA SAINZ BORGO
La calma rota de los días largos
15 de marzo de 2020
Inauguro este diario en el tercer día de encierro, aunque ya sumo casi cinco sin acudir al periódico. Vivo sola en un piso de 80 metros. Estoy rodeada de árboles, jardines y flores. Tengo suficiente luz y ventanas para sobreponerme de los días que pasan iguales, uno tras otro, como el ciclo de una lavadora. Procuro seguir rutinas y no me permito perder el tiempo, porque creo que nunca he dispuesto de tanto. Mi deseo, al fin cumplido, se impone.
Los autobuses sin pasajeros suben y bajan por la calle desierta y los pájaros magnetofónicos de los semáforos miden el tiempo que tardan en cruzar los peatones invisibles. Desde que comenzó esto, escribo durante todo el día. En ocasiones la novela se me antoja demasiado violenta para estos días de infección. Las palabras se me caen de las manos, impotentes, pequeñas y escasas.
Evito Twitter e Instagram. Me generan tanto o más abatimiento que los supermercados y las farmacias. Tampoco quiero escuchar más tertulias ni informativos. No me apetece saber qué va a pasar y no exagero si os digo que ha dejado de importarme el Gobierno o lo que tengan que decir. También he perdido el apetito e incluso he llegado a sospechar que ya no me gusta la cerveza. Envuelta en una campana de silencio, leo los diarios de Susan Sontag. Antes los encontraba fascinantes, ahora ya no. Me gustan, eso sí, sus listas exhaustas de películas y libros.
Aunque solo vaya de mi estudio a la cocina, el camino se me hace largo. Pienso en Flaubert y los adjetivos. En las páginas de Philip Roth o el perro Idiota de Henri Molise. Esta mañana me he sentado a leer T.S Eliot y me convencí de que nadie podría desterrarme del lenguaje. Natalia Ginzburg y Doris Lessing permanecen invictas como los conciertos para cello de Haydn, las sinfonías de Beethoven, las trompetas de Mozart y la Pasión según San Mateo, de Bach.
Hoy los vecinos han salido a los balcones más temprano. Aplauden a los médicos. Se hacen compañía. Y aunque debería reconfortarme, incluso enternecerme, el estruendo de las palmas en medio de la oscuridad se me antoja triste, angustioso y solitario, casi tanto como el llanto de los niños cuando los padres del edificio contiguo los sacan a jugar. Entonces tengo que cerrar las ventanas. Sus gritos me taladran el ánimo. Quizá no he debido de leer hoy a Patricia Highsmith, creo que ha tiznado mi estado de ánimo y fumigado mi empatía.
Hasta la mezquindades ajenas me parecen cosa de necios. En tiempos de pánico no faltan cobardes, son los primeros en aparecer. Nací en el pánico, habité la guerra de un país extinto. Por eso me sobrepasa el silencio, la calma rota de los días largos. Pienso en Voltaire y el terremoto de Lisboa y me prometo a mí misma el uso de la razón y el entusiasmo. Abriré las ventanas. Me dejaré tocar por el sol y escucharé a todo volumen la sinfonía Titán, de Mahler. Pero eso será mañana.
Ítaca puede ser varias cosas a la vez
31 de marzo de 2020
Las rutinas dan sujeción, pegan los pies a la tierra. Imponen un orden y delimitan los estados de ánimo para que no se desparramen y se mezclen hasta formar un sindiós de euforia y abatimiento. La melancolía, como el agua, es difícil de recoger una vez derramada. Y tras 17 días de encierro, hasta la razón se reblandece.
La flacidez más complicada no es la de los músculos, sino la de la voluntad. Delimitar y compartimentar permite relacionar asuntos y sobrellevarlos. Un escritor y un maratonista tienen mucho en común, con el agravante de que el maratonista no puede dar marcha atrás, mientras que el escritor avanza, la mayoría de las veces, retrocediendo. ¿No es así la vida también?
La cuarentena tiene algo de eso. Como el corredor de fondo o el escritor, el confinamiento es un acto solitario. Porque, aún rodeado de gente, los desiertos se amplifican. Hay una meta: llegar, pero importa aún más el cómo. Hay un viaje implícito en ese tránsito, una odisea individual en la que Ítaca puede ser varias cosas a la vez. Una forma de volver a casa sería, por ejemplo, salir de ella.
Tengo una buena y brillante amiga, lectora impenitente y perseguidora de Virgilio, que en estos días ha cambiado su nombre a teniente O’Neil, en alusión a la protagonista de aquella película dirigida por Ridley Scott en la que Demi Moore daba vida a la primera mujer en unirse a los SEAL, la unidad de elite de la Marina de los Estados Unidos.
La teniente O’Neil tiene todas las de perder. Nadie espera que resista, porque más de la mitad de los hombres que aspiran a permanecer en la unidad no son capaces de completar el duro entrenamiento físico, ni la presión psicológica. Pero O’Neil no está dispuesta a darles el gusto.
Como toda película de superación, está impregnada de ese tufillo de irrealidad que convierte la vida en caricatura, pero no por ello la metáfora cae en saco roto. De la teniente O’Neil no nos importa el hecho de que sea militar, sino que enfrenta una situación que la sobrepasa. Domeñar el caos, de la misma forma que un escritor debe sujetar las palabras para que una historia no parezca un carro tirado por cuatro caballos, cada uno en una dirección distinta.
No soy partidaria, lector, de entender la pandemia como una guerra, pero sí como una situación cuyas drásticas proporciones recubren el mundo de una película de irrealidad. Estar aislado es una tarea ciclópea, bastante más dura que una maratón o un manuscrito de trescientas páginas, es algo que nos supera y al mismo tiempo nos sumerge en un viaje donde el mayor logro es convivir con uno mismo sin hacerse daño.
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