Por CORINA YORIS-VILLASANA
En la mitología griega, Ápate era una de los daimones que simbolizaba el engaño, el fraude. Junto con Dolos, quien personificaba los ardides y las malas artes, Ápate pertenecía a los espíritus que surgieron de la caja de Pandora. Solían estar con los pseudologos (las mentiras). Su contrapartida era Alétheia, la verdad.
Hoy, escribo sobre el importante tema del derecho a la información, enfocándome en la compañía demoníaca que escolta a este derecho: la distorsión, el engaño y la manipulación.
¿Qué sucede cuando nos informan usando un mal argumento? ¿Cómo lo detectamos? ¿Cómo diferenciamos el buen argumento del que no lo es? ¿Qué sucede cuando alguien haciendo uso de la esfera pública forja argumentos tramposos? ¿Poseemos las herramientas conceptuales para diferenciar entre lo válido y factible de lo que no lo es?
En todos los ámbitos de la vida laboral y personal ponemos en juego nuestras capacidades discursivas apuntando a diferentes objetivos: hacer valer una propuesta de acción, justificar una decisión ya tomada, solucionar una disputa, negociar un acuerdo favorable, etc.
En cualquiera de estas situaciones necesitamos recurrir a herramientas argumentativas útiles tanto para gestionar y comunicar la información de la que disponemos, como para evaluar los argumentos alternativos de quienes forman parte del proceso.
Por ello, resulta indispensable reconocer los elementos constitutivos de un argumento y determinar los requisitos que deben cumplir los buenos argumentos y cuáles violan los malos.
Indubitablemente, uno de los terribles dislates de la democracia latinoamericana, sin olvidar los autoritarismos, es la aterradora pobreza del debate público. Es forzoso recordar que Carlos Santiago Nino afirmaba que “otra razón que afecta negativamente el valor epistémico de la democracia, y que es posible encontrar en todo el mundo moderno, es la pobreza del debate público”. Lejana en el tiempo, pero sigue estando vigente.
¿Por qué esa escasez de ideas? ¿Por qué la ausencia de pensamiento propio y posturas reflexivas? ¿Estamos formados para contrarrestar la inopia del discurso en la esfera pública? ¿Cómo ejerzo el derecho a la información de manera efectiva? Los dirigentes de las instituciones están obligados a comunicar sobre la situación en este estado de alarma, y a los medios de comunicación les corresponde difundirlos verazmente.
El reino de las falacias
Así como hablamos de la necesidad de los buenos argumentos, también es indispensable conocer los malos. Atinadamente decía John Stuart Mill que “la filosofía del razonamiento, para ser completa, debe comprender tanto la teoría del mal razonamiento como la teoría del bueno”.
Pero ¿qué sucede cuando esos mensajes públicos están llenos de énfasis inadecuados, de enunciados eludidos? El discurso público y la información sobre situaciones comprometidas, como las que se viven actualmente, obligan a lo que estoy señalando: claridad, objetividad, precisión. Cuando esto se incumple aparecen las falacias como condimento indispensable para que el discurso surta un efecto pernicioso. Bastaría con repasar rápidamente una lista de ellas para identificar tales pseudo argumentaciones en esas alocuciones.
¿Qué entendemos por falacia? Calificamos como tal a un mal argumento que aparenta ser sensato, pero que resulta engañoso. Las tretas de las falacias pueden enfrentarse, si se captan adecuadamente los errores de razonamiento que inducen. Es el reino de Ápate y de Dolos.
En estas prácticas discursivas, sea desde la tribuna política, sea desde los medios informativos, se suele incurrir fácilmente en la falacia de autoridad, conocida como Argumentum ad verecundiam. Se recurre subrepticiamente al testimonio de una persona con cierta notoriedad para hacer admitir el punto de vista que se procura establecer. La pretensión no es otra que justificar, de manera aparentemente concluyente, un cierto enfoque sustituyendo las razones que deben justificarlo por el prestigio de la persona o grupo de personas que se invoca. En otras palabras, es una falacia donde la conclusión se basa en el criterio de una presumida autoridad carente de legitimidad para apelar a su conocimiento como experto en la materia en cuestión. Los ejemplos más evidentes de apelaciones indebidas a la autoridad florecen en los anuncios «testimoniales».
Se nos incita a comprar un automóvil de tal marca, porque un beisbolista famoso certifica la excelencia de esa marca; se nos estimula a saborear una cierta bebida, porque algún famoso tenor formula su agrado por ella. En este terrible momento, se crean falsos videos donde un prestigioso médico recomienda tal o cual acción preventiva, y luego, se sabe que el video era una paparrucha.
No podía faltar en este elenco el discurso intimidante; la falacia ad baculum. Una apelación a la fuerza se presenta cuando en una argumentación se apela a una amenaza para imponer una conclusión. El discurso político violento es una estrategia dirigida a ejercer el control de la sociedad. Se entreteje alrededor de situaciones muy precisas como pueden ser las manifestaciones y motines, nutriéndose de mitos y leyendas.
Las falacias invaden el terreno del discurso público
Enlazar el estudio de las falacias con el discurso político, además del atractivo que puede producir en un cierto tipo de público, conviene realizarlo, en tanto ayuda a revelar la dislocación de la comunicación entre quien argumenta y quien tiene el papel de receptor.
El catálogo de falacias es largo, imposible de reseñar en tan poco espacio; sin embargo, insisto en algunas más, muy comunes en estos momentos de calamidad.
Veamos el Argumentum ad hominem. Esta falacia se apuntala en el ataque a la persona que asume una postura. En el caso del Covid 19, las falacias se han esgrimido con el propósito de convencer a las personas de la buena o mala estrategia implementada contra la pandemia. En términos generales, las descalificaciones e insultos han proliferado en forma abrumadora por cuenta de muchos de quienes se oponen per se a las medidas tomadas; bien sea de un grupo o de otro. Otro asunto es dar razones para argüir en contra de tal o cual medida.
Dentro de este tipo de falacia se encuentra la conocida como “Envenenar el pozo”. Mediante este argumento se pretende inhabilitar a quien argumenta para un tipo de discusión, apelando a características personales o circunstanciales. También se puede inhabilitar la argumentación u opinión de toda una clase de personas, de la que forma parte el atacado. En relación con la pandemia, es común desprestigiar a quien hable sobre el problema.
Leí un artículo en la red donde el autor analiza esta enfermedad y su relación con el economicismo neoclásico y la globalización. Comienza estableciendo con gran acierto, pero sin catalogarla, una de las falacias cometidas cuando se busca la relación entre el Covid-19 y el cambio climático. Apunta atinadamente que la correlación no es causalidad. Efectivamente, el coronavirus no ha sido causado por el cambio climático. Estamos en presencia de la falacia de la causa falsa, específicamente la llamada Cum hoc ergo propter hoc («Con esto, por tanto, a causa de esto») que se comete al inferir que dos o más eventos están conectados causalmente porque se dan juntos. La falacia consiste en concluir que existe una relación causal entre dos o más eventos por haberse observado una correlación estadística entre ellos. Esta falacia muchas veces se refuta mediante la frase «correlación no implica causalidad», como es el caso del artículo referido ut supra.
El análisis realizado en esta publicación es muy ilustrativo con respecto a las falacias que, según el articulista, se han cometido durante esta pandemia en las informaciones suministradas. Enfatiza, el poco caso que se ha prestado a los expertos en salud y en el recorte presupuestario en estas áreas en los distintos países. Sin embargo, debo indicar que el propio autor incurre en una de las falacias más usadas en estos momentos y que expliqué en líneas precedentes: el argumentum ad hominem, en especial, en la variante del envenenamiento del pozo.
Al hablar de los economistas los llama “ilusos y bienpensantes bastardos” para agregar que “es la buena imagen que consiguen cuando todo funciona de forma aceptable y lo rápido que actúan para eludir la crítica fingiendo impotencia cuando llega una crisis”.
Se identifica claramente la pretensión de inhabilitar la argumentación u opinión de toda una clase de personas, en este caso de los economistas. Pero, incluso, va más allá, se mofa, incurriendo en otra falacia, la llamada falacia del Hombre de Paja, consistente en ridiculizar al oponente exagerando o tergiversando su argumento.
Necesidad de un hábito filosófico en la formación del ciudadano
Este tema de la necesidad de reconocer los malos argumentos puede ser tratado exhaustivamente, pero sirvan estos ejemplos para mostrar que el ejercicio de la ciudadanía conlleva ineluctablemente un continuo aprendizaje.
El ciudadano que requiere urgentemente el país debe ser formado con programas de enseñanza que tengan una suerte de “gracia” esencial, y esta no es más que un hábito filosófico, consistente en la reflexión, en el desarrollo del pensamiento crítico, la autonomía de pensamiento.
Al formar al individuo estaríamos creando un ciudadano que no serviría a ciegas y pasivamente a cualquier personaje. No sería pasivo, acrítico, lo que tanto daño hace a nuestras sociedades. Sabría enfrentarse a Ápate y a Dolos escudándose en Alétheia, la Verdad.
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