La percepción que tiene la mayoría sobre lo que está aconteciendo políticamente en Venezuela es que nos encontramos zambullidos en un lodo espeso del cual es difícil salir.
Los hechos, lo realmente palpable, más allá de lo que nos alimentan las redes sociales, parecerían estar indicándonos que Maduro y su régimen han encontrado nuevamente la fórmula para atrincherarse en esa estrategia que tanto les ha servido durante estos 25 años, y que consiste en aguantar el chaparrón, dejar pasar el tiempo y consolidar un estado de “normalidad aparente” que desgaste a la oposición democrática, particularmente a su liderazgo, y desestimule a la población de tal forma que no haya lugar sino para la desesperanza y la resignación.
Sin embargo, hay que partir de la premisa de que Nicolás y su corte delincuencial no las tienen todas consigo, y deben utilizar íntegramente todas sus energías para tratar de imponer una realidad paralela desprovista de credibilidad alguna, salvo para sus propias huestes acurrucadas en su burbuja de poder frágil e inestable. Han emprendido una marcha apresurada hacia adelante en modo de supervivencia.
Entonces, la realidad básica, la verdadera, sobre la cual parte esta nueva coyuntura es que Maduro fue derrotado inequívocamente el 28 de julio; algo que está claro, tanto para los propios partidarios del chavismo-madurismo, como para una comunidad internacional que se debate, por los momentos, entre el reconocimiento de Edmundo González Urrutia como presidente electo, y la para muchos incomprensible “discreción” de no repetir la experiencia de Juan Guaidó.
Por cierto, una posición bañada de hipocresía y bien cómoda que han adoptado factores internacionales claves en la consecución de un acuerdo de transición que permita darle una nueva oportunidad a la democracia en Venezuela. Entre estos actores se encuentran, es pertinente recordar, los países miembros de la Unión Europea liderados por un interlocutor a todas luces no válido (gobierno de España), y otros gobiernos (Brasil, Colombia y México) que se dicen defensores de la democracia y el Estado de Derecho, pero que, por razones ideológicas e intereses bastardos, le han dado la espalda a la decisión que soberanamente tomó la ciudadanía venezolana.
Mientras las democracias occidentales, notablemente Estados Unidos y Europa, se ponen de acuerdo acerca de la estrategia a seguir para asegurar una transición en Venezuela; digamos, por ejemplo, en la implementación de una política mejor coordinada de reforzamiento de las sanciones económicas, sobre todo en el área petrolera, que deberían poner en terapia intensiva a las arcas de Miraflores (financiadoras de la brutal represión), se acercan dos fechas claves para lo que será el desenlace del drama político venezolano.
Aun cuando no hay certeza de ello, el primer punto de inflexión ha de surgir de las presidenciales de Estados Unidos el próximo 5 de noviembre.
Una vez la ciudadanía estadounidense haya votado, se despejará, por un lado, en caso de ser favorecida Kamala Harris del Partido Demócrata, la verdadera posición de la administración Biden respecto a qué hacer para obligar a Maduro a reconocer su derrota. En ese escenario ya no podrá ser aludida la tan temida tesis del costo político y electoral, a propósito de cualquier decisión que hubiese tenido que tomarse sobre Venezuela en plena campaña electoral.
Hasta los momentos, si bien han arreciado las sanciones específicas a integrantes de la nomenclatura oficial del gobierno de facto venezolano, mucho desaliento han generado en los sectores de la oposición liderados por María Corina Machado y el presidente electo las prórrogas a ciertas concesiones petroleras otorgadas, particularmente a la Chevron estadounidense, y el mantenimiento de otras de capital europeo como la Repsol española, la Eni de Italia y la Maurel and Prom de Francia.
Zanjado el asunto de las elecciones en Estados Unidos, muchos esperarían la rectificación de estas políticas de concesiones que tanto oxígeno están proporcionando a Maduro, lo que implicaría la reedición, ya con nueva experiencia adquirida, de una verdadera política de máxima presión efectivamente coordinada con los socios europeos para forzar negociaciones que conduzcan a la tan esperada transición democrática. Todavía rondan los esfuerzos en Washington de muchos lobistas que tratan de imponer la tesis de que una reanudación de las sanciones económicas y petroleras pudieran reactivar el inmenso flujo de migrantes venezolanos hacia los tantos rincones del vecindario continental. La palabra la tendría la nueva administración demócrata en caso de resultar vencedora.
Por otra parte, no está claro hasta los momentos cuál sería estrictamente la línea política de Estados Unidos hacia el régimen ante una eventual victoria de Donald Trump. Tal vez en este caso el grado de incertidumbre es mayor.
La política de máxima presión de los tiempos del entonces defenestrado asesor de seguridad nacional, John Bolton, y de Elliott Abrams, ex representante especial de Estados Unidos para Venezuela, naufragaron estrepitosamente, pero hay que aclarar que el contexto durante aquella gestión republicana era totalmente distinto.
Si bien Nicolás Maduro no contaba con el reconocimiento de un gran número de países por su tan cuestionada legitimidad de origen, a raíz de las fraudulentas elecciones de mayo de 2018, el designado presidente interino, Juan Guaidó, no era acreedor de esa formidable fuerza que en los tiempos actuales posee Edmundo González luego de ser electo por millones de venezolanos el pasado 28 de julio. Esto significa que existe un hecho político incuestionable que resulta imposible soslayar.
Y esto último nos lleva a la segunda fecha a partir de la cual se habrá de definir el destino político de Venezuela. Nos referimos al 10 de enero, día de la toma de posesión oficial de la presidencia.
No obstante, en las horas que corren la cúpula en el poder pretende hacer ver que tiene el control total de la situación, las presiones que recaen sobre él se irán incrementando vertiginosamente a medida que nos acerquemos a ese momento decisivo. Nicolás Maduro es en la actualidad el presidente en ejercicio, muy al margen de las anteriores consideraciones que lo hacen ilegítimo desde el año 2018. Pero, a partir del 10 de enero tal investidura desaparecerá legalmente y el clima político y social del país estará en plena efervescencia a la espera del manotazo del ilegítimo gobierno de facto.
Por el bien del país y de la democracia del hemisferio, se espera que para esta batalla final los tres factores claves de la ecuación se alineen perfectamente: la gente en la calle reclamando su derecho legítimo conculcado, un complejo quiebre al interior de las estructuras militares y de seguridad del régimen y una comunidad internacional más decidida y mejor coordinada, liderada por Estados Unidos, la Unión Europea y las democracias latinoamericanas (OEA) que haga valer la soberanía popular ejercida el 28 de julio.
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