La reciente elección presidencial en el Perú dejó un resultado amargo. Ninguno de los dieciocho candidatos que compitieron en primera vuelta logró alcanzar siquiera el 20% de los votos que marcaron alguna preferencia. Pasaron a segunda vuelta Pedro Castillo, un candidato populista de orientación marxista, con poco más de 18% de los votos, y Keiko Fujimori, de la extrema derecha, hija del ex dictador Alberto Fujimori, con algo más del 13% de los votos. Durante 10 años, los peruanos conocieron el modelo económico que había impuesto Alberto Fujimori, las masacres y graves violaciones de derechos humanos que se cometieron durante su mandato, la persecución a la prensa independiente, el fraude electoral, y los casos de corrupción -algunos documentados en los famosos vladivideos- que llevaron a la renuncia del dictador, mediante un fax enviado desde Japón. Asimismo, los peruanos sabían que Keiko, la hija de Alberto Fujimori, aspirante a la silla presidencial, estaba siendo procesada por los sobornos de Odebrecht. En el otro extremo, Pedro Castillo se presentaba con un discurso calcado del de Hugo Chávez, con las mismas promesas y con la misma dosis de ignorancia del caudillo venezolano; los peruanos no podían ignorar a lo que condujo el modelo chavista, en términos de libertad, bienestar, seguridad ciudadana, y desmantelamiento del Estado de Derecho. A sabiendas de todo eso, en primera vuelta, los electores se decantaron por las dos opciones más antidemocráticas que se podía imaginar. Era como tener que elegir entre el cáncer o el sida; cualquiera que hubiera sido el resultado en segunda vuelta, no había forma de tranquilizar a quienes estaban preocupados por la supervivencia de la democracia. No es extraño que el 30% de los electores se haya abstenido, y que -en segunda vuelta- más de un millón doscientos mil electores hayan preferido votar nulo o en blanco.
El resultado de la segunda vuelta partió el país en dos mitades irreconciliables, otorgando el triunfo, por escaso margen, a Pedro Castillo. Pero, teniendo en cuenta el escrutinio de la primera vuelta, sería ingenuo asumir que la gente votó por la extrema derecha o por la izquierda más recalcitrante, que no ha aprendido las lecciones de la historia, y que es indiferente a la tragedia humanitaria que ese mismo discurso produjo en Venezuela. Puestos en esa encrucijada, todo indica que, a falta de un liderazgo democrático coherente y convincente, unos peruanos optaron por votar en contra del modelo chavista y otros en contra del modelo fujimorista. La diferencia entre ambos candidatos es de 44.000 votos, que representan menos de 0,25% de los votos válidos; la misma diferencia con la que, en las elecciones presidenciales de 2016, Pedro Pablo Kuczynski se impuso a Keiko Fujimori.
Hay razones para sentir preocupación por el futuro del Perú. Quienes hemos vivido en carne propia las consecuencias catastróficas del chavismo lo sabemos muy bien. Quienes hayan escuchado a Pedro Castillo hablar de una ley para regular la labor informativa de los medios de comunicación social, de sus planes económicos, de la forma como se van a elegir los jueces, o del papel de la mujer en la sociedad, también lo saben.
Con Pedro Castillo y Keiko Fujimori como únicas alternativas, no había forma de lograr un desenlace que devolviera la tranquilidad a los peruanos. Ahora, los fujimoristas -acompañados por la derecha tradicional- a partir de meras especulaciones sin fundamento, cuestionan el resultado y, sin ninguna evidencia que demuestre un fraude electoral, han impugnado centenares de actas que, sin embargo, llevan la firma de los representantes de Keiko Fujimori. Como en todo acto de este tipo, no se puede descartar que haya habido algunas irregularidades; pero, hasta el momento, todas las impugnaciones que han sido examinadas por el Jurado Nacional de Elecciones han sido rechazadas, sin que se haya encontrado indicios de supuestas firmas falsas, de suplantación de identidades, o de votos de personas fallecidas, como irresponsablemente se afirmó a través de la prensa. Previamente, un informe de los observadores internacionales enviados por la OEA determinó que éste había sido un proceso electoral limpio y transparente; lo mismo dijeron los voceros del Departamento de Estado de Estados Unidos y de la Unión Europea. Pero la señora Keiko Fujimori, numerosos líderes de los partidos políticos de la derecha peruana, e incluso un escritor extraordinario, como Mario Vargas Llosa, sospechan que pudo haber fraude, y piden una auditoría internacional. Otros han ido más lejos, y piden que se repitan las elecciones.
No es primera vez que el pueblo elige a un charlatán, a un ignorante, o a un político irresponsable para dirigir los destinos de su país. Al igual que muchas otras veces, puede que el pueblo se haya equivocado; pero los electores dieron su veredicto. Un veredicto muy ajustado, pero veredicto al fin. Durante la campaña electoral, la señora Fujimori (heredera política del dúo Fujimori-Montesinos), sostuvo, maniqueamente, que la alternativa era democracia o comunismo. Pero, pretender cambiar las reglas de juego, porque no nos gusta el resultado, generando tensiones sociales e inestabilidad política, no es democrático. Cuando hay instancias nacionales que -en ejercicio de sus competencias- están procesando las actas impugnadas, proclamar un fraude no es parte del juego democrático. Cuando no se han presentado pruebas de un supuesto fraude electoral o de una supuesta parcialidad del árbitro electoral, insistir en una auditoría electoral, practicada por instancias internacionales, es buscarle cinco patas al gato, a sabiendas de que sólo tiene cuatro. Pedir que se repitan las elecciones -hasta que tengamos un resultado que sea de nuestro agrado- tampoco es democrático. Hacer todo esto con el pretexto de “preservar la democracia” es, por lo menos, un chiste de mal gusto. A menos que alguien tenga una fórmula distinta a la práctica sincera de la democracia, si los peruanos escogieron a Pedro Castillo como presidente de la República, habrá que respetar esa elección.
Aunque no nos guste el resultado, lo correcto es reconocer como ganador al que obtuvo un puñado de votos más, y dejar que asuma el cargo para el cual fue elegido por la mayoría. ¡Esa es la regla de oro de la democracia! La garantía es que el Congreso, que también fue elegido democráticamente, y en el que Castillo no tiene mayoría, deberá ejercer sus funciones de control político, para que nadie invente atajos para salirse de los cauces constitucionales. Los peruanos -especialmente sus líderes políticos- ya tendrán suficiente tiempo para arrepentirse de haber puesto al país en esa encrucijada, y ya saben que, la próxima vez, deberán explicar mejor sus argumentos, para convencer a un electorado desencantado, que merece un poco más de respeto. Pero, si realmente somos demócratas, no se puede patear el tablero, y hacer como Jalisco, que nunca acepta haber perdido.
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