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La resiliencia de Dios

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Ilustración: Juan Diego Avendaño

 

El pasado 29 de noviembre Notre Dame de París, obra de creyentes, abrió de nuevo sus puertas. Apareció ante quienes hicieron posible su renacimiento –artesanos y trabajadores de todo nivel– en su esplendor, como ningún ojo humano la había visto. Ocurrió mientras, curiosamente, algunos hombres quieren expulsar a Dios del mundo. Simplemente porque Aquel que inspiró a quienes levantaron la catedral les estorba en sus planes. En efecto, el reconocimiento de su existencia supone la aceptación de una supremacía más allá de cualquier realidad; pero, también impone normas y conductas, que limitan la acción personal o colectiva del ser humano.

No ignoran los participantes en la conspiración que es imposible prescindir de Dios porque pertenece a otro reino, el del espíritu (que no es el de la mente). Es único: “Yo soy Dios y no hay ningún otro”. Un ser inmutable, incomprensible e intemporal. Infinito. Es potencia omnipresente y omnisapiente. En su esencia, no tiene figura (como no sea en la persona del Hijo) y no habita en un lugar determinado. Es un misterio inefable. Sin embargo, determina la vida de los hombres. El salmo 139 afirma que Dios interviene en todos los acontecimientos, desde el embrión hasta el día final. Conoce su corazón, su saber, sus sentimientos, en la oscuridad y en la luz. Observa su lengua, sus propósitos, sus acciones. La idea de Dios ha marcado la historia de la humanidad. Aún hoy –imperio del materialismo– la configuración de las naciones es resultado de su presencia.

Dios se reveló progresivamente a los hombres. No se sabe con certeza en qué momento se produjo; pero, según el Génesis –en relato ciertamente simbólico (para ser comprendido en el tiempo de su composición)– ocurrió en el momento de la aparición del ser humano. En todo caso, sucedió mucho antes de la invención de la escritura: en los albores del camino de los primeros ancestros.  Así lo indican muchos testimonios de miles de años atrás. La temprana revelación, antes de la dispersión, explicaría la presencia de Dios en todas las sociedades antiguas. Si el hombre apareció en África, lo que afirman casi todos los arqueólogos, aquel hecho extraordinario también tuvo lugar allí y, posiblemente, en el este del continente. En todo caso, lo acompañó en su aventura: consta que lo conocían en el centro de Asia, en Europa, en Australia, en China y en América. Seguramente con formas y atributos distintos.

El hombre llega a Dios y conoce su existencia (siempre en forma limitada) por su propia reflexión. En busca de la causa primera de sí y de las cosas se encuentra con el Ser que es el origen de todo: “creador de los cielos y la tierra a partir de la nada”, dice también el Corán. Sin embargo, eso no excluye la revelación directa. Primero los judíos (Abraham, Moisés) y después los cristianos (como les enseñó Jesús) y los musulmanes (Mohamet fue “el agente” que la recibió), entre otros, la creen posible.  De su parte, Dios atrae a los hombres. Incluso, les envía mensajeros o profetas. Es así, porque “ha(n) sido creado(s) por Dios y para Dios”. Surge la inquietud: “Señor ¿qué es el ser humano para que lo cuides? ¿Qué es el simple mortal para que en él pienses?”. Si es “como un suspiro” (y) “sus días son fugaces” (s144).

El reconocimiento de la existencia de Dios, ser supremo de perfección absoluta, implica la aceptación de las reglas de conducta que impuso al ser humano. Derivan del destino trascendente al que llamó y de la naturaleza que dio a esa creatura. Por eso, dotados de voluntad para decidir, los hombres nunca serán enteramente libres. La razón les permitirá conocer las normas que los obligan, en materia social especialmente destinadas a la obtención del bien general. Sin embargo, el hombre de nuestros días quiere ser libre y estar solo sometido a las normas que acepta o elabora él mismo. Son resultado de su experiencia histórica (variables según las circunstancias) y conforme a sus intereses personales o de grupo.  Normalmente olvida las referidas al cuidado que debe a la tierra y a los animales. Por eso, Dios estorba a los poderosos y, especialmente a los autócratas y a quienes gobiernan para algunos privilegiados.

A juzgar por algunos signos exteriores –muy ruidosos– los hombres de nuestra época abandonan a Dios, para adorar “becerros de oro”. No escuchan el llamado del Espíritu y prefieren dirigir sus afanes a atender necesidades temporales y conseguir ciertas aspiraciones (dinero, fama, poder) y placeres relacionados (colectivos o particulares). Incluso, la economía mundial, tiene como uno de sus factores importantes, la producción y venta de bienes (prescindibles) que los satisfacen. Los medios de comunicación, tradicionales o alternativos, los promocionan ampliamente. Por cierto, lo invertido en esos renglones bien pudiera financiar programas rentables que impulsaran el desarrollo de áreas o regiones pobres. Allí viven las víctimas de otra forma de expulsión de Dios: la injusticia y el desprecio de los semejantes. A esos, también creaturas suyas, se les niega lo indispensable, carecen de todo. Lo dijo el Maestro “Lo que hicisteis aún a los más pequeños, a mi lo hicisteis” (Mt.25-40).

Aunque las luces de escena se dirigen, primordialmente, a figuras vistosas (y vacías) no son pocos los que miran dentro del hombre e invitan a otros a hacerlo. Sin la promoción que acompaña a las vedetes, lentamente se hacen visibles y logran mostrar sus experiencias. Incluso, impactan. Aparecen en todas las latitudes y ambientes. En Europa, en América Latina, en África, en Asia. Son muchos (también en otras épocas de incertidumbre como las de Al-Ghazali y Francisco de Asís) los movimientos de renovación espiritual en los tiempos recientes (y no solamente en el agitado mundo cristiano!). Expresiones diversas y carismáticas, atraen especialmente a los jóvenes. No huyen del mundo; más bien comparten las causas que apremian (defensa del medio ambiente, lucha contra el hambre) pero viven intensamente su relación con Dios. A veces degeneran en sus propósitos iniciales cuando privilegian aquel aspecto. Ocurre ahora, especialmente, en el mundo árabe.

A comienzos del siglo XX el materialismo –y el ateísmo– pareció apoderarse del mundo. De pronto no era ya un movimiento que se extendía entre los pensadores (humanistas y científicos) y los excluidos que reclamaban mejores condiciones de vida. Pueblos enteros seguían entusiasmados a quienes ofrecían el “paraíso” en la tierra. No hacía falta Dios para alcanzarlo: “la unión íntima y vital” con Él podía ser olvidada. Y, en efecto, cierto progreso se lograba sin contar con su intervención. Pero, al poco tiempo el nuevo dios, el Estado, se convirtió en un “leviatán”, terrible monstruo, dueño de cuerpos y bienes, manejado por los dirigentes del partido oficial. El hombre se reducía a materia y procesos fisiológicos. Privado de dimensión espiritual, don del Creador, perdía su dignidad esencial, a merced del poder. El experimento se tradujo en la pérdida de millones de vidas humanas en los distintos escenarios de aquella “revolución”.

Pero, el deseo de Dios continúa “inscrito en el corazón” del hombre, en la profundidad de su ser. Se expresa vivamente, a pesar de algún desaliento en Europa.  En Francia emergió tras el incendio de la catedral de París (15.4.2019). Miles llegaron para llorar, rezar, ayudar. Después, desde todas partes 34.000 enviaron aportes para la reconstrucción. Podrían mencionarse otras señales: las multitudes que acompañan los viajes apostólicos o asisten a las jornadas mundiales de la juventud; las peregrinaciones masivas (a Tepeyac, Lourdes o Fátima y más recientemente a Kibeho y Aparecida); la asistencia continua de fieles a Jerusalén, Roma o Asís. Cercana al evangelio: la actividad de abnegados colaboradores que llevan esperanza a millones de personas en el mundo. La prueba suprema:  muchos sufren (incluso la muerte) por fidelidad. Lo mismo ocurre en otras confesiones: la ortodoxia venció con fuerza 70 años de comunismo. Y una gran agitación invade al islam.

Durante siglos en Europa los hombres dedicaron sus vidas a acercarse a Dios. Reconocieron sus limitaciones y creyeron firmemente en el encuentro final con el Altísimo. Fue el tiempo de las catedrales, la vida monástica y las universidades. En los templos las piedras y los predicadores les revelaban enseñanzas, en los claustros los escogidos se entregaban a la contemplación, en las aulas maestros y estudiantes discutían los grandes misterios. Después, los hombres conocieron y dominaron los secretos de la materia. Se olvidaron del Creador y de sus semejantes.  Pretendieron ser dioses. Las campanas de “Notre-Dame” llaman ahora a la reflexión.

X: @JesusRondonN

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