
Ilustración: Juan Diego Avendaño
Nadie puede adivinar el desenlace final del enfrentamiento brutal ocurrido el viernes 28 de febrero pasado en el Despacho Oval de la Casa Blanca en Washington. Sería inútil describir los hechos pues millones de personas lo vimos en “vivo y directo” y muchas más en “diferido”. Pero, no lo es tratar de encontrar su significado, porque cada uno de los participantes, como en general los observadores, tiene una opinión diferente, según el lado de la historia en que se encuentre. Traducen las profundas divisiones de la humanidad actual que recogen los noticieros de los medios audiovisuales de todo el planeta.
Movido por el interés supremo que representa la defensa de la patria, agredida por la primera potencia nuclear de este tiempo, Volodimir Zelenski, viajó a Washington para entrevistarse con Donald Trump, que pretende convertir a Rusia, país que admira, en aliado principal de Estados Unidos (¿la cuadratura del círculo?). La misión parecía difícil. Sólo el empeño del presidente de Francia había logrado que se le entreabrieran las puertas de la Casa Blanca. No sabía, por supuesto, que se dirigía a una emboscada. Cuando, en escena, comprendió la situación en que se encontraba asumió con fuerza y pasión la causa de su país, que expuso ante millones de televidentes. No se rindió, ni se disculpó. Con dignidad enfrentó a Trump-Júpiter en su Olimpo (¡como nadie lo había hecho!). Lejos estuvo de irrespetar a quien ejerce –por voluntad de sus conciudadanos– la conducción de la gran potencia. Solo intentó responder sus alegatos.
¿Qué dijo V. Zelenski? Reconoció que sin la ayuda de Estados Unidos su país no hubiera podido resistir la invasión rusa, pero contendió el monto de la misma. Manifestó estar dispuesto a discutir una forma de pago (incluida la explotación de las llamadas “tierras raras” que codician los empresarios norteamericanos). No alegó (para no enervar a los “anfitriones”) que Estados Unidos estaba obligado (por el Memorándum de Budapest, 1994) a garantizar la independencia e integridad territorial de Ucrania (que a cambio se despojó del tercer mayor arsenal nuclear del mundo). Culpó a Vladimir Putin de agresión injusta a su país y lo acusó de la comisión de crímenes de guerra y contra su pueblo. Negó estar “jugando a las cartas” con la vida de millones de personas (en una “tercera guerra mundial”) como afirmó Trump. Sostuvo que Ucrania busca una paz justa y duradera con garantías firmes de Estados Unidos.
A veces olvidamos que somos animales, producto de una larga evolución. Sabemos ahora que no sólo nuestro cuerpo, sino nuestras facultades, aptitudes y comportamientos son resultado de un largo proceso – de cientos de millones de años – de adquisiciones y transformaciones, respuesta a diversas exigencias. Aristóteles definió al hombre como “un animal político”, porque los griegos creían que era propio de los seres humanos vivir en sociedades organizadas, en cuyos asuntos participaban. Hoy sabemos que en distintas clases de animales (especialmente entre los mamíferos) se encuentran especies que viven o desarrollan actividades en grupos. Y que entre los primates superiores (chimpancés, gorilas, bonobos) se establecen relaciones “sociales” (incluso, de orden cultural) complejas. Está bien documentado que, en la lucha por el acceso a los recursos de todo tipo por encima del congénere, se crean fenómenos de “jerarquía” (que implican posiciones de ventaja), que adoptan distintas formas y se manifiestan en acciones variadas.
El poder –capacidad para exigir a otro (s) un cierto comportamiento– es un fenómeno que apareció temprano en la historia humana: en realidad, desde sus orígenes, herencia de sus ancestros. Resultaba necesario para la conducción y la perpetuación del grupo. Pero, se transformó de una posición ventajosa en la lucha por el acceso a los recursos en la capacidad reconocida para imponer decisiones orientadas al bien general. Y para garantizar su existencia y estabilidad se la institucionalizó, aun cuando al parecer inicialmente se atribuía a la persona o grupo que la detentaban de hecho. Cientos de miles de años han transcurrido desde los tiempos iniciales. Ciertamente el poder se ha fortalecido y dispone de instrumentos de acción eficaces; pero, se le ha tratado de someter –especialmente para proteger a las personas– y también de suavizar los efectos de sus decisiones. No obstante, nunca ha renunciado al terror y la brutalidad.
La Ilustración (siglos XVIII-XIX), que proclamó la vigencia del derecho por sobre la violencia, no impidió las acciones brutales, aún por parte de los gobiernos de las potencias de la época (encargadas de “civilizar”). Durante el llamado “gran juego” británicos y rusos, en sus luchas por el control del Cáucaso y Asia Central (siglo XIX), utilizaron todos los “procedimientos” posibles para extender sus respectivos imperios. En la Conferencia de Berlín (1884-1885) los europeos se distribuyeron el continente africano, sin consultar a los pueblos involucrados; y el reparto se ejecutó con saldo de centenares de miles de muertos. En la Conferencia de Munich (1938), Francia e Inglaterra, aceptaron (para “evitar males mayores”) la incorporación de los Sudetes al Reich alemán. Tampoco entonces se pidió la opinión de los afectados. Poco después, Alemania y la Unión Soviética se repartieron Polonia y reconocieron sus respectivas zonas de influencia en el este de Europa.
Forman parte de la literatura universal descripciones de enfrentamientos entre los poderosos y los débiles. No pocas muestran la resistencia – hasta el sacrificio – de los últimos. Se leen en Tucídides, Julio César o Ibn Jaldun. Podría creerse que se trata de actitudes de tiempos heróicos. No, se mantienen hasta hoy. Se conocen ahora sucesos de tal tipo que ocurrieron en los días previos al estallido de la segunda guerra mundial. Incluso, lo han descrito algunos protagonistas. Durante el encuentro con Kurt Schuschnigg, primer ministro de Austria, en febrero de 1938 en Berchtesgaden (la guarida del führer), Adolfo Hitler ejerció todas las formas de presión (incluida la amenaza de la fuerza militar) para obtener la aceptación “voluntaria” de la anexión de aquel país al Reich alemán. Es uno de los temas de “El orden del día” (2017) de Éric Vuillard que curiosamente también muestra cómo se doblegaba a los más ricos.
La “encerrona” (en definición del DLE) de la Oficina Oval fue una situación preparada para obligar a Volodimir Zelenski a aceptar (contra su voluntad) las concesiones que espera Vladimir Putin en Ucrania. Así, Trump parece agente del zar del Kremlin. Pudiera alegarse que para conseguir la paz en esa “nueva” nación europea (promesa electoral que formuló) está dispuesto a sacrificar la libertad y los derechos de sus habitantes. Como para proceder a la retirada de “sus” tropas de Afganistán, firmó (2020) un acuerdo con el talibán (protector de los terroritas del 11S) que interrumpió el proceso político de aquel país extraño y condenó a la esclavitud a millones de mujeres. Algo más: la “encerrona” fue violenta, brutal, porque pretendía doblegar resistencias, debilitar el espíritu. No es casualidad: en su libro El arte de la negociación señala la conveniencia de utilizar la amenaza y el golpe para facilitar la conciliación.
Pero, la “encerrona” tuvo consecuencias no previstas. Provocó un despertar colectivo por la paz. La guerra ha causado la pérdida de cerca de 300.000 vidas humanas. Otras 900.000 personas han resultado heridas. Los daños materiales (y al patrimonio cultural) han sido inmensos. Se requerirán cuantiosos recursos y tiempo para reponerlos. Pero, tuvo otro efecto: después del estupor inicial, la comunidad internacional (con excepción de los más cercanos aliados del D. Trump) rechazó el procedimiento. En Estados Unidos se escucharon muchas voces críticas. Europa – a través de sus principales dirigentes congregados en Londres – se solidarizó con el líder ofendido y amenazado. E. Macron recordó que Rusia es el agresor y Ucrania la agredida. Lula da Silva sentenció: “Desde que se creó la diplomacia, no hemos visto una escena tan grotesca, tan irrespetuosa. … No se puede hablar de democracia si no hay respeto por otros seres humanos. Creo que Zelenski fue humillado”.
El malhadado suceso ocurrido el 28 de febrero pasado en la Casa Blanca pone de manifiesto la tendencia característica de los gobernantes autoritarios a apelar a la violencia – amenazas antes del golpe – para doblegar la voluntad de aquellos que desean doblegar. Cuando se rechazan sus argumentos o fracasa la seducción, recurren a la fuerza, incluso física. Donald Trump y sus asesores creyeron que de esa forma podían rendir a Ucrania, como seguramente acostumbran hacer (para obtener ventajas económicas o políticas). Por ahora, despertaron la rebeldía del débil y, al menos en palabras, la solidaridad de otros que no quieren someterse después.
X: @JesusRondonN
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