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El Barco de la Humanidad navega sin propósito. Unos aspiran a una justicia global mientras otros se lanzan a un desarrollo desenfrenado. Los científicos encerrados en la bodega emiten informes, que pocos leen, sobre las consecuencias en el clima (Ilustración de Antonio Pou)

 

Dr. Antonio Pou- Universidad Autónoma de Madrid (*)

Casi no hay día que pase sin que los diarios dediquen al menos un rinconcito a la lucha contra el cambio climático. Pero pese al entusiasmo de muchos periodistas concienciados con ese tema, es difícil hacer que el sonido sordo y lento del cambio climático se oiga por encima de los exabruptos de la política o del dramatismo del Covid-19. Al nombre de cambio climático le falta garra y concreción. Es un enemigo oscuro, difícil de definir para el que se aplicaría la conocida frase de “hemos entrado en contacto con el enemigo y hemos descubierto que somos nosotros.”

El clima no es un ente contra el que quepa luchar; los seres humanos le traemos al pairo. El clima es simplemente el resultado de la interacción dinámica de miles de asuntos diferentes, la mayoría de los cuales solo entendemos a medias. Unos tienen que ver con lo que ocurre en las entrañas del planeta, otros con lo que ocurre fuera, y el resto con los seres vivos que colonizamos esta nave espacial que llamamos Tierra.

La espesura del bosque no nos deja ver los árboles, y por esa razón nos cuesta mucho entender los entresijos y complejidad del cambio climático, porque somos juez y parte al mismo tiempo. Por ello, la solución habitual es simplificar el asunto hasta que se adapta a nuestra medida. En nuestro afán de simplificación, solemos considerar que el clima es algo propio de cada lugar, como lo son sus paisajes. Cualquier cambio que tenga lugar en el clima solo puede ser imputable a nuestras acciones, y si revertimos esas acciones, el clima volverá a su ser. Claro que también podemos simplificar en sentido contrario: el clima es una entidad dinámica, siempre cambiante y nuestras acciones son insignificantes en comparación con las fuerzas de la naturaleza, así que podemos seguir haciendo lo que nos venga en gana.

En algún punto entre esas dos simplificaciones extremas debe estar la realidad, lo cual nos sitúa en una posición muy incómoda. En cualquiera de los extremos se está bien, sabemos dónde estamos y no hace falta darle más vueltas al tema. Puede que sospechemos que quizá no estemos totalmente en la verdad, pero eso no molesta y podemos seguir con todos los asuntos cotidianos, que son los que consideramos realmente importantes. Por el contrario, habitar los espacios intermedios significa una inmersión total en la incertidumbre, en la revisión de planteamientos, en lidiar con lo desconocido.

El mundo científico se ha volcado en las últimas décadas en ese universo de tinieblas, de incomodidad. Se le piden respuestas claras e inmediatas, pero el cambio climático es un asunto que incumbe a todos y es responsabilidad de todos, no solo de los estudiosos. Sin embargo, la sociedad se inhibe, y aguarda a que los científicos digan y a que los políticos tomen decisiones por todos nosotros… Unas decisiones que no nos gustan y que no estaríamos dispuestos a apoyar, porque implicarían cambios drásticos en nuestra cultura y forma de vivir. Esas decisiones destrozarían también nuestras ensoñaciones infantiles de un futuro imposible, donde impera el crecimiento sostenido, en el que el único límite a nuestras aspiraciones es el infinito.

Poco a poco el mundo científico va pintando en un enorme lienzo el panorama del cambio climático. Son muchos miles de personas las que pintan, cada una armada con su propio pincel y unos pocos colores. Unos cuantos rasgos generales sirven para encuadrar el tema, pero hay espacios del lienzo preferidos donde se pinta y repinta una y otra vez. En esas áreas suele ser más fácil conseguir resultados publicables que agraden a la sociedad que paga a los pintores del conocimiento, la cual reclama de los mismos respuestas precisas y claras.

Por ejemplo, los temas que tienen que ver con el CO2 se conocen en general bastante bien y algunos de ellos con gran detalle. Claro que los datos de partida son buenos porque suelen estar relacionados con el consumo de combustibles fósiles y esos vienen siendo contabilizados desde hace mucho tiempo. Eso permite desarrollar el conocimiento con cierta confianza. Pero los datos de otros muchos campos no abundan, o su calidad deja mucho que desear, por eso quedan amplias zonas del lienzo apenas esbozadas.

Como los medios ya describen habitualmente los espacios del lienzo mejor conocidos del cambio climático, voy a intentar dar aquí cuatro pinceladas sobre algunos asuntos menos tratados y que quizá también resulten de interés al lector.

La primera pincelada tiene que ver con la idea intuitiva que la mayoría de nosotros tiene acerca de la atmósfera, ese espacio en el que tiene lugar la compleja dinámica del tiempo meteorológico y a cuya abstracción temporal llamamos clima. Como nuestras vidas transcurren dentro de la atmósfera, cada uno tenemos nuestra propia percepción de ella y suele ser muy diferente de la que describen los libros. De entrada, las ciudades y los paisajes por los que nos movemos parecen estar colocados en un plano horizontal, con sensación de infinito. Por otra parte, el azul del cielo lo percibimos como un techo cuya altura resulta imposible determinar, pero que imaginamos deba muy grande. En nuestra percepción directa la atmósfera es algo gigantesco, casi infinito.

Esa dificultad natural que tenemos para comprender la atmósfera supongo que únicamente se debe superar con la experiencia de volar en una cápsula espacial y ver la Tierra desde fuera. A falta de ello vale el volar en un avión, mirando por la ventanilla, sabiendo la altura de vuelo y teniendo una idea de las distancias recorridas. La alternativa, aunque no tan buena, es el raciocinio, pero si solo usamos la información de los libros probablemente tendremos un problema.

Los libros nos cuentan que los aviones de pasajeros, en los vuelos de media y larga distancia, vuelan rozando la estratosfera, entre nueve y doce kilómetros de altura, según volemos sobre los polos o sobre las zonas tropicales. Para ayudar al texto, adjuntan casi siempre un dibujo esquemático con un círculo, que representa el planeta y una cáscara gruesa que representa la atmósfera.

El grosor de esa cáscara, aunque sabemos que es una abstracción y que está muy exagerada, produce una profunda contradicción en nuestras neuronas. Consecuentemente, se organiza una lucha cognitiva, para resolver la discordancia entre las dos fuentes de información: la gráfica y la numérica. Suelen ganar las neuronas que se dedican a la interpretación gráfica, porque en la mayoría de las personas el funcionamiento de la mente es sobre todo visual. El resultado es que la mayoría de nosotros, a no ser que nos pongamos a razonar, archiva una primera impresión de que la atmósfera tiene un volumen inmensamente grande y que puede absorber perfectamente toda la contaminación que podamos generar. El cambio climático no puede ser un asunto tan grave como se dice, resumimos en nuestros centros cerebrales de decisión.

Con mi pincel, en una esquina del lienzo dibujo una pelota, un poco más grande que esas que se utilizan para hacer ejercicio. La mido y tiene un metro y veintisiete centímetros de diámetro. Ahora voy a pintar el grosor de la atmósfera hasta la estratosfera. Para ello necesito un pincel de los finos y pinto una rayita de un milímetro de grosor alrededor de toda la pelota: ese es el grosor de la atmósfera a la escala del dibujo. Si hubiera que reducir el dibujo al tamaño de la página de un libro, la atmósfera ni se vería, por eso exageramos las ilustraciones, y por eso se confunden nuestras mentes con gran facilidad.

Pero la vida de la mayor parte de la humanidad transcurre por debajo de los dos mil metros, excepto para los Andinos, Tibetanos y unos pocos más. Pintar el grosor de esa parte de la atmósfera, la que contaminamos sin cesar, y que cada día es menos transparente y más espesa, requiere usar un pincel tan fino como el grosor de una hoja de papel. El trazo se pierde sobre el lienzo, y no se ve a no ser que nos acerquemos mucho.

Esa fina línea representa el volumen de aire del que podemos disponer, y es atrozmente pequeño en relación al volumen de las porquerías que vertemos en él. Atroz también es la cifra de siete millones de personas que mueren al año en el mundo por la contaminación del aire que respiramos. Esa contaminación influye y tiene que ver con el cambio climático. No es una fantasiosa proyección de futuro, es bien real y está aquí, ahora. Inquieta pensar que, si hoy no somos capaces de entender y atender a esa angustiosa situación, ¿qué esperanza hay de que vayamos a poder solucionar el cambio climático de mañana?

Cambio de pincel y de tubo de color y elijo el de invisible. Con él represento el vapor de agua, que no vemos. Ese humo que sale del puchero cuando hervimos agua no es vapor, como solemos decir, son gotitas de agua, aunque muy finas. El vapor de agua es un gas transparente y es el responsable de la mitad del efecto invernadero, el que mantiene la temperatura del planeta en unos límites adecuados para la vida. El CO2 es la cuarta parte de ese efecto, y el resto se reparte entre muchos otros gases, algunos de ellos artificiales. Si la concentración de cualquiera de esos gases aumenta, el mando del termostato gira a más calor.

A diferencia del CO2, cuya concentración atmosférica venía siendo determinada desde hace más de un siglo por algunos laboratorios, el contenido en vapor de agua del aire varía tanto que no había manera de medirlo a escala global hasta la aparición de los satélites meteorológicos. Aun así, como cuando aumenta se convierte en nubes y en precipitación y en altura puede estar pasando una cosa y en superficie otra, las mediciones no son nada fáciles. Por eso, durante mucho tiempo, se asumió que el contenido en vapor de agua de la atmósfera era constante y que no intervenía en el efecto invernadero ni en el cambio climático. Hoy sabemos que no es así, pero sabemos mucho menos del vapor de agua que del CO2, pese a que, en principio, tiene el doble de importancia.

Pintando con la brocha gorda, sabemos que la vegetación funciona a base de trasegar agua de la superficie y del subsuelo y de expulsarla a la atmósfera en forma de vapor de agua. Sabemos también que antes de que se empezara a deforestar la Amazonía, Europa transformó sus bosques en campos de cultivo y América del Norte arrasó los suyos de Este a Oeste, deteniéndose tan solo al llegar a las cercanías de la costa del Pacífico. Es de esperar por tanto que esas tremendas transformaciones de paisajes hayan tenido alguna, o mucha, repercusión sobre el clima, ocasionando cambios desde hace al menos un par de siglos.

El cambio que se haya producido en el clima debido a esas deforestaciones es muy difícil de evaluar porque en parte se solapa con la etapa de recuperación tras un evento climático natural de ámbito mundial. Ese evento, conocido como la Pequeña Edad de Hielo y que sucedió a finales del Medievo, ocasionó que las temperaturas descendieran fuertemente en muchas zonas del hemisferio norte.

Las causas del mismo aun no están totalmente claras, pero aparece asociado a cambios en el comportamiento del Sol. En todo caso, se trató de un evento extraordinario sin precedentes desde hacía once mil años. Hacia comienzos del siglo XVIII las temperaturas comenzaron a recuperarse y desde entonces han seguido creciendo suavemente, hasta que hace un par de décadas ese crecimiento se ha acelerado. Entre tanto, a las deforestaciones masivas se han añadido la quema de los combustibles fósiles y todos los demás efectos que trajo la revolución industrial, incluyendo al disparo del crecimiento poblacional.

Desde hace unos siglos hay por tanto una mezcla de cambios naturales en el clima y de cambios producidos por los humanos. El consenso actual en el mundo científico es que la intervención humana en el clima tiene ahora mayor peso que el cambio natural.

Se necesita también una brocha gorda y mucho color azul, para recoger en el lienzo el importante papel del mar en el cambio climático. Hay que tener en cuenta que solo los cuatro primeros metros de columna de agua de mar ya almacenan tanto calor como toda la columna de aire que está encima. Por lo tanto, las corrientes marinas que se hunden o afloran, modifican al clima muy sustancialmente y quizá también pudieron contribuir a la Pequeña Edad de Hielo.

Para pintar el mar hay que usar brocha gorda porque se conoce bastante mal. Lo que pasa en su superficie se viene midiendo desde hace siglos, pero lo que pasa en profundidad ha permanecido desconocido y prácticamente ignorado hasta hace muy poco tiempo. Las campañas oceanográficas eran heroicas e insignificantes, pero hay que tener en cuenta que los mares están despoblados y ocupan más de las tres cuartas partes del planeta.

Pese a los grandes avances tecnológicos, en el tema marino aun carecemos de sistemas equivalentes, en cobertura temporal y espacial, a los que nos proporcionan los satélites en meteorología. En los últimos años se están empezando a crear esos sistemas, pero el conocimiento detallado de la dinámica marina va bastantes décadas por detrás del conocimiento de la atmósfera.

Una de las dificultades que tiene pintar las partes azules del lienzo es que las masas marinas llevan un ritmo muy diferente de las atmosféricas. Ese ritmo, que se mide en décadas y siglos, irrumpe a destiempo en la dinámica atmosférica y complica mucho las predicciones de cambio climático. Por ahora, las masas de agua que se sumergen arrastran con ellas hacia las profundidades parte del calor de la atmósfera y las que emergen la refrigeran. Pero como el mar también se va calentando, llegará el día que el agua que asciende ya no refrigere ni el que desciende se lleve tanto calor, con lo cual ocurrirán calentamientos bruscos en la atmósfera, acelerando el cambio climático.

Para las siguientes pinceladas, dedicadas a la acción humana, ya no vale la brocha gorda, hace falta un rodillo y mucha pintura gris. Son, con mucho, las partes más inciertas del cambio climático porque nuestros comportamientos son caóticos e imposibles de predecir. Igual nos dejamos arrastrar a los peores escenarios del cambio climático, como podemos reaccionar colectivamente en muy poco tiempo.

El que reaccionemos de una forma u otra dependerá mucho de lo informados que estemos y de la actitud colectiva que adoptemos. Por ahora, ni una ni otra son buenas. Se insiste una y otra vez en los mismos tópicos, posicionados en los mismos extremos: la catastrofista y la negacionista, ahora más o menos disfrazadas. Al terminar una charla mía, alguien del público se acercó al que organizaba la conferencia y preguntó “Pero este señor, ¿está a favor o en contra del cambio climático?” La llamada lucha contra el cambio climático es en realidad una lucha entre esas dos posiciones antagónicas. Nos resistimos como gato panza arriba a aceptar la incertidumbre.

Nos resistimos también a aceptar que pueda haber un cambio natural acompañando, y exacerbando quizá, los muchos cambios, no solo de CO2, que los humanos hemos introducido recientemente. Y, si lo aceptamos, es para justificar los datos climáticos y negar que nosotros podamos estar modificando el clima.

Se están dando algunos pasos de realismo. Los gobiernos ya no hablan de evitar el cambio climático sino de mitigación y adaptación. Parece que al fin van aceptando la idea que no es lo mismo desestabilizar una gran roca al borde de una ladera a base de palancas, que intentar detenerla con esos mismos medios cuando baja veloz por mitad de la ladera.

También, por fin, se están empezando a adoptar algunas medidas para disminuir la contaminación del aire en zonas urbanas, y evitar así que varios millones de personas al año fallezcan antes de tiempo. Da la impresión de que empiezan a aparecer signos de sentido común en el colectivo, ahora quizá espoleados por el riesgo real e inmediato del Covid-19. Pese a las enormes dificultades del momento, creo que estamos ahora en posiciones más realistas y positivas que las de estos años atrás.

Avanzaríamos más rápidamente si reconociéramos que es inútil abordar asuntos tan complejos como el cambio climático a base de slogans y recetas sencillas. Perdemos así un tiempo precioso que no tenemos, porque los procesos que producen el cambio, natural, antrópico o ambos, siguen actuando.

Avanzaríamos también si aceptáramos que no es posible retornar a los entornos naturales de antaño. Cada especie que ha irrumpido en este mundo ha producido cambios y desastres hasta que ha conseguido adaptarse e integrarse y que las demás la acepten como la nueva realidad. El ambiente natural ahora, con los humanos, es así, porque nosotros y nuestras acciones somos tan naturaleza como lo pueda ser cualquier otro mamífero, ave, árbol o lechuga. Con lo que tenemos que tener un cuidado exquisito es con evitar que la nueva naturaleza, explotada y contaminada por las acciones humanas, no auto-constriña nuestro nicho vital y nos expulse del sistema.

Mientras tanto, quizá sería divertido crear un personaje con efigie humana que representase al cambio climático. Al menos sabríamos contra quién luchamos.

¿Alguna idea al respecto?


(*) Antonio Pou es Profesor Honorario del Departamento de Ecología de la Universidad Autónoma de Madrid. Como miembro de la delegación española participó en los tres primeros años del IPCC (el Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático de las Naciones Unidas), en el Comité Directivo y en el Grupo de Respuestas Estratégicas. Actualmente realiza investigaciones sobre análisis automático de la circulación general atmosférica por medio de imágenes satelitales.

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