Apóyanos

116,85
133,21
86,66
98,60

Abril 29, 2025


Mario Vargas Llosa, el inmortal

    • X
    • Facebook
    • Whatsapp
    • Telegram
    • Linkedin
    • Email
  • X
  • Facebook
  • Whatsapp
  • Telegram
  • Linkedin
  • Email

Ha muerto la letra viva de Iberoamérica. El Nobel de Literatura, el hombre que narró con el pulso de un continente entero. Mario Vargas Llosa, nacido en Arequipa, Perú, el 28 de marzo de 1936 y fallecido hoy 13 de abril, a los 89 años. No solo fue un novelista: fue una institución, un pilar de la literatura hispanoamericana, uno de los últimos grandes narradores del llamado «Boom» latinoamericano. Su partida deja un vacío inmenso, un silencio doloroso donde antes resonaban las frases afiladas, los párrafos envolventes, las estructuras narrativas complejas y el humanismo crítico de sus páginas. Con él se va no solo una voz, sino una época.

Y con él se va, también, un pedazo esencial de mi propia historia como lector. Porque Mario Vargas Llosa fue, literalmente, el primer autor que leí completamente. Su literatura no fue para mí un hallazgo casual, sino un faro que iluminó un momento decisivo de mi vida. Estudiaba en la Lyman Ward Military Academy, en el estado de Alabama, cuando entre los ratos libres y los silencios impuestos por la vida militar, encontré La ciudad y los perros. La leí entre clases, en la noche, en cualquier pausa posible, hasta que la devoré entera. Me impactó profundamente, porque hablaba de lo que vivía: el rigor, el miedo, la camaradería forzada, la violencia disfrazada de disciplina. Allí descubrí que la literatura no solo podía entretener, sino explicar el mundo. Vargas Llosa me dio, con esa novela, la primera noción de que escribir también era resistir.

Desde su debut en las letras, Vargas Llosa pareció tener claro que su vocación era la de convertirse en cronista de su tiempo. Aunque su prosa podría entenderse en muchos momentos como política —y de hecho lo fue—, su verdadero compromiso fue siempre con la verdad de la ficción. Su primer estallido literario, La ciudad y los perros (1963), marcó un antes y un después en la literatura peruana y continental. Novela de iniciación, de violencia institucionalizada, de amistad y traición, de la brutalidad del poder militar sobre los adolescentes en formación, fue también una revolución en el lenguaje narrativo. Allí, el uso del monólogo interior, el quiebre temporal, los narradores múltiples y un tratamiento estético que fundía lo realista con lo simbólico, anunciaban una voz literaria que no imitaba, sino que fundaba.

Aquel debut no fue solamente exitoso en términos de recepción crítica; fue también escandaloso: el Ejército peruano intentó boicotear su publicación, alegando que la imagen ofrecida del colegio militar Leoncio Prado era injuriosa. Pero el escándalo fue, paradójicamente, el combustible perfecto para que el libro adquiriera notoriedad. Había nacido un escritor que no se iba a callar ante el poder.

Con La ciudad y los perros, Vargas Llosa ganó el Premio Biblioteca Breve y el Premio de la Crítica en España. El joven peruano que escribía desde París, como muchos de sus contemporáneos del Boom, ya se perfilaba como uno de los grandes. Y no defraudó.

Su segunda gran obra, Conversación en La Catedral (1969), es para muchos su novela más ambiciosa y compleja. En ella, la estructura narrativa alcanza un grado de sofisticación poco común en la literatura hispanoamericana. El tiempo se fragmenta, las voces se entrecruzan y la memoria se convierte en el terreno pantanoso donde los personajes buscan comprender la historia reciente de su país. La conversación entre Santiago Zavala y Ambrosio, un periodista de clase media alta y un chofer, respectivamente, se transforma en un túnel por el que se despliega toda una radiografía del poder, la corrupción, la debacle moral, la dictadura del general Manuel A. Odría. En esta novela, Vargas Llosa se consagra como maestro de la técnica, sí, pero también como un pensador agudo de la historia reciente del Perú.

Y para mí esa novela fue el segundo despertar. Me empujó, con una fuerza brutal, hacia los temas políticos, hacia el cuestionamiento del poder, de la corrupción, del desencanto. Fue más que una lectura: fue una lección ética.

Cada obra de Vargas Llosa parecía dialogar con las anteriores, como si su narrativa fuera un proyecto de largo aliento, una cartografía ética e intelectual de la experiencia latinoamericana. En Pantaleón y las visitadoras (1973) abordó la hipocresía institucional con una sátira feroz; en La guerra del fin del mundo (1981) volvió su mirada a Brasil para narrar, con aliento épico y una prosa deslumbrante, la insurrección del pueblo de Canudos. La historia de Antonio Conselheiro le permitió expandir su geografía narrativa y demostrar que su talento no se limitaba a las fronteras del Perú. Fue esa novela la que, según él mismo, más trabajo le costó y la que más lo satisfizo.

Para mí fue su obra cumbre. La guerra del fin del mundo consolidó mi admiración y terminó de moldear mi visión del poder, de la religión, de la resistencia. En esos personajes que se rebelaban contra lo establecido, sentí que el autor hablaba desde el alma del continente, desde su contradicción más íntima.

Pero si hubo una obra que marcó la madurez plena de su literatura, esa fue La fiesta del Chivo (2000). Con esta novela, Vargas Llosa volvió al tema del poder, esta vez para narrar la dictadura de Rafael Leónidas Trujillo en República Dominicana. Aquí no hay experimentación formal radical, sino una estructura narrativa poderosa al servicio de una denuncia ética. El horror, la crueldad, la perversión del poder absoluto, todo está retratado con la precisión de un entomólogo y la sensibilidad de un humanista. La figura de Trujillo, el Chivo, es diseccionada hasta en sus más mínimos gestos, pero también lo son las víctimas, los cómplices, los silencios. Esta obra confirmó su vigencia literaria y su compromiso con la denuncia de los totalitarismos, más allá de su propio contexto político.

Y es que Vargas Llosa también fue, inevitablemente, un hombre político. Su candidatura a la Presidencia del Perú en 1990, frente a Alberto Fujimori, marcó un giro público en su figura, que siempre fue polémica. A partir de entonces, su posición liberal, muchas veces impopular en ciertos sectores de la izquierda, lo convirtió en una figura controvertida. Pero su ideología no mermó la fuerza de su literatura. De hecho, se podría argumentar que buena parte de su obra dialoga precisamente con las tensiones entre libertad e imposición, entre democracia y autoritarismo, entre individuo y colectividad.

A lo largo de su vida, recibió casi todos los premios literarios imaginables: el Premio Príncipe de Asturias de las Letras (1986), el Cervantes (1994), el PEN/Nabokov Award, el Premio Jerusalén (1995), y finalmente, el Nobel de Literatura en 2010. Fue un galardón que muchos creyeron tardío, pero justo. Vargas Llosa lo recibió con la lucidez que siempre lo caracterizó, recordando en su discurso de aceptación la importancia de la literatura como espacio de libertad.

Además de novelista, fue un lector voraz y un ensayista brillante. Su obra ensayística, que abarca desde estudios sobre Flaubert hasta una defensa del liberalismo político, lo posiciona como uno de los intelectuales más influyentes de su tiempo. En La orgía perpetua, La verdad de las mentiras o El pez en el agua —su autobiografía— se revela la complejidad de un hombre que veía en la literatura no solo una forma de arte, sino una forma de vivir.

En los últimos años, incluso cuando su producción novelesca no tuvo el mismo impacto que sus obras mayores, Vargas Llosa mantuvo una voz activa en el debate público. Su pluma, aunque más serena, no había perdido filo. Aún escribía columnas, aún opinaba, aún pensaba con la pasión de un joven autor.

Murió el narrador que logró que el Perú fuera un país que se podía leer. Murió el hombre que fue fiel a la literatura, incluso cuando la política intentó tentarlo del todo. Murió el amante de Flaubert, el admirador de Faulkner, el lector infatigable, el escritor disciplinado que se levantaba cada mañana a trabajar en su escritorio como quien cumple con una liturgia sagrada. Murió, en suma, una conciencia literaria.

Pero su obra queda. Queda la mirada adolescente y trágica del “Poeta” en La ciudad y los perros. Queda la conversación detenida de Santiago Zavala en Conversación en la Catedral. Queda la complicidad perversa de Trujillo y su entorno en La fiesta del Chivo. Quedan sus héroes cansados, sus villanos lúcidos, sus antihéroes entrañables. Queda su prosa, precisa y vibrante, que supo construir un continente a través de las palabras.

Hoy, América Latina pierde a uno de sus más grandes cronistas. Pero la literatura no pierde nada: la literatura gana cuando una vida como la de Vargas Llosa se convierte en legado, en relectura, en vigencia perpetua. Porque los grandes escritores no mueren; solo se repliegan a las estanterías, donde siguen respirando, página tras página, como si estuvieran aún entre nosotros, conversando con nosotros, haciéndonos preguntas que no tienen respuesta.

Mario Vargas Llosa no ha muerto. Sus palabras, esas que son más poderosas que las balas, que los discursos, que las modas, seguirán viviendo mientras alguien lea, en voz baja o en silencio, como lo hacía yo a los 17 años en las barracas de mi colegio militar. Porque si algo enseñó con su vida y su obra, es que la ficción no es una evasión: es una forma de entender el mundo, y a veces, de cambiarlo.

Noticias Relacionadas

El periodismo independiente necesita del apoyo de sus lectores para continuar y garantizar que las noticias incómodas que no quieren que leas, sigan estando a tu alcance. ¡Hoy, con tu apoyo, seguiremos trabajando arduamente por un periodismo libre de censuras!

Apoya a El Nacional