El fracaso de los demócratas en las elecciones en Estados Unidos se veía venir ya desde hace tiempo. Tengo que reconocer que no ejercí mi derecho al voto porque las opciones eran realmente malas, pero, aunque Trump me repugna creo que su victoria aplastante abre más posibilidades que la continuidad de los demócratas en la Casa Blanca sobre las que hay que pensar, sobre todo con relación a lo que se conoce ahora como la guerra cultural que se viene librando desde hace décadas en los medios y las universidades. Aparte de sus múltiples flaquezas, hay que reconocerle a Trump una intuición política asombrosa: su plan de construir el muro con México y su denuncia de los medios de difusión han terminado dándole la razón: los números no son claros pero en la última legislatura podrían haber entrado en el país cerca de 10 millones de inmigrantes ilegales de los que 600.000 tienen antecedentes penales.
Por otra parte, los medios tradicionales, como el New York Times, LATimes, CNN o hasta Scientific American y Nature, se han revelado como vehículos de propaganda de lo que el historiador Niall Ferguson describe como un régimen tardosoviético. Los medios tradicionales llevan una década luchando en la guerra cultural, promoviendo las políticas de la identidad, las reparaciones a los negros, la elevación de George Floyd (un delincuente habitual) a héroe nacional, el genocidio de Gaza, la autodeterminación del sexo, la cirugía de afirmación de género y otras narrativas de las que se han tenido que retractar desde que Twitter, ahora X, se ha convertido en un potente vehículo de información paralela.
La máquina de propaganda del régimen tardosoviético está en caída libre: mientras escribo esto acaban de cesar al editor de política del WSJ y al editor nacional del WP, tras el reemplazo del director de la oficina de Washington del NYT. MSNBC se ha puesto a la venta y rumores similares abundan en la CNN. Si McLuhan nos dijo que «el medio es el mensaje», Elon Musk, el nuevo propietario de X, nos dice que «ahora sois vosotros los medios». X ha suspendido las normas de la corrección política que reinaban en los medios tradicionales y se ha convertido en un vehículo donde los usuarios están expuestos a información que antes era sistemáticamente cancelada por subversiva: desde estadísticas ‘racistas’ de coeficiente intelectual o criminalidad, desagregadas por raza o sexo, a la contribución neta de grupos de inmigrantes a la economía nacional. O vídeos ‘islamófobos’ que capturan las vejaciones a las que son sometidas las mujeres en los regímenes islámicos…
En realidad, yo hubiera querido votar por Musk, que es el héroe de esta historia: compró Twitter para convertirlo en X, la nueva ‘asamblea global’ donde reina la libertad de expresión. Como dice Peter Thiel, un empresario de Silicon Valley con veleidades filosóficas y antiguo socio de Musk, las elecciones son una revolución capitaneada por una «alianza heterogénea de rebeldes frente a ‘las tropas de Imperio’».
Lo interesante ahora es que, a diferencia de 2016, la armada de «deplorables» incluye al propio Thiel, a Musk y a empresarios jóvenes e inteligentes como Ackman, Andreessen, Ramaswamy, Karpf e incluso dicen que Bezos. Y a muchos exdemócratas que nunca nos hubiéramos acercado a Trump a menos de una milla. Musk dice que lo que le mueve a ir a Marte es «perpetuar la consciencia humana», pero ha sido X donde se ha producido esta toma de consciencia colectiva: el despertar de la vigilia ‘woke’, siempre dispuesta a cancelar a aquel que no siguiese sus dogmas.
Los analistas apuntan al hartazgo de la cultura ‘woke’ y sus consecuencias económicas y sociales, como la razón de la estrepitosa derrota de Harris, una mujer negra sin carisma ni programa, que representaba perfectamente la ideología ‘woke’ y sus políticas identitarias: de hecho fue elegida candidata sin primarias, simplemente por ser mujer y negra. Lo que Harris representaba era una cultura, una ideología que lleva gestándose varias décadas en Norteamérica, que nace del encuentro fortuito entre la «cultura de la culpa» protestante de los colonos y la teoría crítica importada de Europa en los años sesenta, en el medio acomodado de las universidades. El ‘wokismo’ no aparece en París o en Fráncfort, donde están los orígenes de la teoría crítica y el posestructuralismo, sino en las universidades de élite norteamericanas.
Las variantes norteamericanas del posestructuralismo se basaron en torno a las identidades de género, étnicas y geográficas. Empezaron con la corrección política, la crítica feminista, la teoría critica de la raza y la crítica poscolonial. Los académicos más representativos del posestructuralismo identitario se producen en las universidades norteamericanas: Judith Butler, Angela Davis, Edward Said… Allí se han estado formando las élites y los cuadros directivos de las instituciones y las empresas durante décadas, abrumados por la culpa inherente a la cultura colonial anglosajona en la que han crecido. Se han educado como virtuosos de las lágrimas del hombre blanco, que diría Pascal Bruckner.
El ‘wokismo’ arranca tras la crisis financiera del 2007 y el colapso del modelo neoliberal, como una especie de «teoría crítica unificada»: el interseccionalismo, que las conecta entre sí mediante la oposición maniquea entre opresores y oprimidos. Es el interseccionalismo el que ha producido algunas de las mayores aberraciones políticas de la historia: los hombres biológicos compitiendo en los deportes femeninos y entrando en los aseos y las cárceles para mujeres, los negros y los gays aclamando las masacres de Hamás en Israel y profiriendo máximas neonazis y antisemitas, las feministas criticando los discursos de odio pero calladas ante los asesinatos de las activistas iraníes contra el velo islámico… Estas contradicciones son las que han terminado de despertar al electorado de la vigilia ‘woke’.
Me temo que para que este despertar que representa la derrota de Harris tenga éxito, hará falta desarrollar una nueva teoría política. El amanecer no ocurrirá hasta que las universidades no se liberen de la teoría critica y la reemplacen por teorías afirmativas y constructivas capaces de sostener otros modelos sociales basados en las verdades incómodas de las determinaciones genéticas, las leyes de la economía de mercado, e incluso diría de las leyes de la física: un nuevo realismo materialista donde la evidencia empírica vuelva a prevalecer sobre los imperativos morales de la justicia social.
Es muy revelador que esa generación de capitanes de la industria –los llamados tech bros– que forma ahora la armada pirata de Thiel en el entorno de Trump, provengan del entorno empresarial, sepan cómo construir cosas y hablen en lenguaje llano y directo. Pero no son académicos, y no está claro, a la vista del nuevo gobierno en ciernes, que el Partido Republicano de Trump vaya a ser capaz de producir una cultura sólida que reemplace la cultura de la corrección política y las identidades. La oportunidad es única, pero la derecha siempre ha sido zafia a la hora de construir una cultura. Creo que no será posible ganar la guerra cultural solo desde el gobierno. Tendrán que cambiar las universidades también. Como escribe el cineasta Michael Nayna, «vivimos aguas abajo de la universidad». De cuanto sean capaces los rebeldes de generar un conocimiento alternativo dedicado a construir cosas nuevas, en lugar de dedicarse a la negación implícita que hay en el núcleo de la teoría crítica, dependerá si realmente vamos a poder ver la aurora al despertar de esta estúpida vigilia en la que hemos vivido durante dos décadas.
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