Como uno de los últimos grandes bailarines clásicos del siglo XX, fue considerado a finales de los años ochenta. Julio Bocca recibía así una herencia plena de tradición que se remontaba a la época de los llamados dioses de la danza de dos centurias atrás, momento en el que la figura masculina cobraba preeminencia en el arte del ballet.
La sólida formación artística de Bocca recibida en el Instituto Superior de Arte del Teatro Colón de Buenos Aires, su personal carisma en las tablas y la providencial medalla de oro que obtuviera en el concurso de ballet de Moscú en 1985, fueron determinantes en la vertiginosa proyección del joven intérprete porteño, quien se convertiría en astro internacional: bailarín principal del American Ballet Theatre de Nueva York durante dos décadas, invitado de los principales foros del mundo y verdadero ídolo de masas en Argentina.
Su incorporación al Ballet del Teatro Teresa Carreño en 1982, marcó su inicio profesional al desempeñarse en el cuerpo de baile de este conjunto, donde llegó a interpretar roles solistas. Su participación en las producciones de Las danzas polovetsianas, y Coppelia, de Enrique Martínez; La fille mal gardée, de José Parés; y El lago de los cisnes, Don Quijote y Nuestros valses, lo relacionaron estrechamente con la danza venezolana.
Deslumbrantes fueron sus actuaciones en la sala Ríos Reyna al lado de Eleonora Cassano, con frecuencia su compañera artística, en las que hacía gala de su salto sostenido, lo proverbial de sus giros y lo característico de la diversidad de sus cualidades interpretativas en la ejecución de los más referenciales pasos a dos académicos, que produjeron una suerte de fanatismo colectivo.
Bocca, ya separado del Ballet Estable del Teatro Colón de Buenos Aires, del que llegó a ser designado bailarín emérito, desarrolló el proyecto del Ballet Argentino, compañía que se debatía entre el ballet clásico tradicional, el neoclásico y la danza contemporánea. La base de sustentación de la agrupación recaía siempre imprescindible del bailarín estrella.
Verlo en obras de carácter experimental representaba una experiencia totalmente distinta. En Piazzola tango vivo y Cruz y ficción de Ana María Stekelman, Bocca se mostraba a plenitud en una dimensión libre y genuina. En la primera obra, el tango lleva consigo el arrebato de la pasión, el amor y el desamor, la comunicación y el aislamiento. La segunda pieza, los mitos y los ritos religiosos de Occidente se convierten en atmósferas e imágenes de notorios valores estéticos. En ambas, se presentaba como un ser escénico vital y auténtico.
El retiro de un bailarín clásico con frecuencia suele ser un momento traumático. Algunos lo postergan en el tiempo, otros ceden a la tentación y eventualmente intentan regresar. Bocca actuó de manera más racional, planificando su mutis escénico con frialdad. Ante un masivo público peatón, el estelar intérprete abandonó la escena. En su última noche, se paseó entre su asombroso Corsario y una nueva recreación del tango, para él tan entrañable.
Hace cuarenta años Julio Bocca llegó a Caracas para dar inicio a una carrera que ya hizo historia.
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