“La democracia es el gobierno del pueblo,
pero ¿quién es el pueblo de la democracia?”
Susana Villavicencio
¿Qué es? ¿Quién es? El pueblo resulta un concepto sin duda complejo. Surge en el proceso redentor de la revolución, holandesa, inglesa, francesa, norteamericana. Lo denominaremos así y paulatinamente, como un descubrimiento, un hallazgo del hombre mismo. Allí se reúne un valor y se atribuye una cualidad. El parto que alumbra al hombre en otros hombres y la calidad de ser digno y trascendente en su entidad igualmente. Un trazo de alteridad destaca, pues, en ese ejercicio existencial. El pueblo es uno en los hombres y reclama un sitial histórico.
A menudo usamos vocablos como de sinonimia se tratara y así, población, multitud, nación, colectivo y pueblo. Conjunto humano con elementos comunes, pero pueblo apunta más bien a cuerpo político, es sociedad viva y por antonomasia republicana y democrática, soberana.
Nos percatamos entonces de que pueblo resume fenomenológicamente una cuestión capital. Los hombres se advierten formando parte de una unidad actuante, una conducta compuesta, una voluntad integrada que revela otros elementos concomitantes como ciudadanía, soberanía, patria, república, democracia.
El muy largo y por cierto siempre inconcluso camino que recorre como agente histórico el pueblo, ha dado lugar a numerosos análisis. La dinámica del liderazgo, las élites, las multitudes, las ideas, creencias, ideologías y valoraciones introducen una dialéctica pendular que nos hace testigos de una trama en la que el pueblo se muestra y esconde al observador e incluso al mismísimo registro histórico. ¿Era Alemania Hitler? ¿Los griegos sus filósofos? ¿Cómo ubicaremos el llamado Círculo de Viena y esa generación, ese derroche incomparable de talento, de genio que se exhibe en paralelo al nacionalsocialismo? La nación germánica no era ciertamente el pueblo alemán y su conductor, su führer se adueñó, se subrogó, y sustituyó al pueblo alemán, lo enajenó, lo envileció, lo alienó, lo hizo inevitablemente corresponsable.
La doctrina hurga y devela en el estudio a veces inconsistencias, carencias, falencias que el uso del vocablo pueblo trae consigo en las alforjas de su devenir. Se habla del pueblo del Contrato o, del pueblo de la República y se le reprocha insinceridad y manipulación, al confinarlo en su decisión a quienes lo condujeron o tratan de desconocerle al actor popular la sindéresis que la teoría le confiaría, pero el pueblo resiste esos diagnósticos y conserva esa bruma, esa neblina que lo envuelve en su desempeño y lo sanciona como difícil de asir.
Entretanto, numerosas patologías se hacen presentes. Tal vez son disfunciones, desviaciones, fallas o aventuras, apuestas ciegas que las reuniones de los seres humanos se permiten para entre razón y emoción constatar resultados y sorpresas. Pueden ser extravíos o tentativas erráticas, pero el pueblo, como ese ser humano que lo compone, también yerra, y reconsidera y corrige.
En Venezuela, el difunto se hizo del pueblo y de la democracia con impresionante y eficiente cinismo. Lo enamoró y lo destruyó. Lo dividió. Lo inficionó de su personalismo, de su demagogia, de su propuesta populista. Lo desfiguró en cuanto a sus perfiles morales, lo descompuso y lo corrompió en sus instituciones, causándole al hacerlo, el peor de los daños, más que la ruindad a la que lo llevó. Hoy el pueblo no se encuentra ni se sabe lo que es.
Pienso que regenerar, reencauzar, reconstruir el país incluye que asumamos todos los efectos deletéreos del desastre que la frivolidad de la antipolítica nos acarreó. Ese pueblo que somos anda más perdido ahora que jamás y si algo debe quedarle claro es que equivocarse no es lo grave. Lo peligroso es no admitirlo y permitir que la mediocridad prevalezca porque se parece más a nosotros.
@nchittylaroche
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