El año 2021 trae consigo dos efemérides alrededor de Anna Pavlova: 140 años de su nacimiento en San Petersburgo, Rusia y 90 de su fallecimiento en La Haya, Holanda. La connotada figura representó el ideal de la bailarina académica en tiempos de la modernidad de las artes. A principios del siglo XX reveló una nueva poética surgida de la tradición romántico-clásica, que se hizo universal y aún hoy mantiene sus valores simbólicos y estéticos.
Pavlova recibió su formación y alcanzó notoriedad dentro de los esplendores del Teatro Mariinski. También fue partícipe determinante de la corriente renovadora que significaron los Ballets Rusos de Diaghilev. Singular intérprete de Giselle, La bella durmiente y El lago de los cisnes, al igual que sorprendente personalidad escénica en La muerte del cisne, su legado fundamental a las artes escénicas, Pabellón de Armida, La sílfides y Noches egipcias, en los removedores albores de la centuria pasada.
Intrépida y de espíritu aventurero, creó su propia compañía que llevó por cinco continentes con el afán de difundir la danza académica, inclusive en lugares donde era totalmente desconocida. Con ese postulado arribó también a América en giras artísticas insospechadas y arriesgadas. Entre 1910 y 1928 Pavlova cruzó el Atlántico para presentarse en Estados Unidos, Cuba, México, Panamá, Costa Rica, Chile, Brasil, Argentina, Uruguay, Perú y Venezuela.
Altamente celebrado fue su debut en la Ópera Metropolitana de Nueva York (1910), ciudad en donde se relacionó con grandes personalidades de las artes estadounidenses. En Cuba, primer país latinoamericano en conocer, se presentó por primera vez (1915) en el teatro Payret de La Habana y las ciudades de Matanzas y Cienfuegos. En una segunda visita (1917), actuó en el Gran Teatro de La Habana, donde se escenificaron las obras Giselle y Coppelia, entre otros títulos. Los autores Francisco Rey Alfonso, tal vez el más acucioso investigador sobre la presencia de la bailarina y su ensamble en la isla antillana, Jorge Antonio González y Raúl Ruiz, documentaron este acontecimiento artístico.
Ya en territorios más recónditos, Pavlova realizó a mediados de la década de los años diez una sorprendente labor divulgativa del arte del ballet y su repertorio, tanto tradicional como vanguardista de la época. En Chile realizó funciones en las ciudades de Santiago, Viña del Mar, Valparaíso, Concepción y Talco. En Brasil, en Río de Janeiro, Sao Paulo, Manaos y Belén. Igualmente, en Buenos Aires, Argentina, donde apareció en el Teatro Colón y cuya interpretación de La muerte del cisne, convertida en icónica postal, se hizo famosa mundialmente. También en Colón, Panamá, San José, Costa Rica, Montevideo, Uruguay y en Lima, Perú.
En Venezuela, las presentaciones de Anna Pavlova y su compañía de bailes rusos se convirtieron en hecho artístico revelador y también en acontecimiento social. Actuaron en el Teatro Municipal de Caracas, a partir de 17 de noviembre de 1917 y el Teatro Municipal de Puerto Cabello, el 20 de noviembre de ese mismo año. Giselle, Las sílfides y La muerte del cisne, formaron parte del repertorio ofrecido.
Las élites se movilizaron alrededor suyo, admirándola y ofreciéndole todo tipo de agasajos. Juan Vicente Gómez se trasladó a Caracas para verla actuar y le ofrendó un collar de morocotas de oro que reproducía el apellido “Pavlova”, mientras que la curiosidad popular llevó a numerosas personas al Nuevo Circo caraqueño para ver la película La bailarina, que contenía altos momentos interpretativos de la célebre artista.
Anna Pavlova, inquieta y desprejuiciada, fue sorprendente en América. Bailó en espacios alternativos – el hipódromo de Nueva York y la plaza de toros de Ciudad de México – e interpretó de manera estilizada un jarabe tapatío y también un joropo venezolano.
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