Tumaco es un pequeño archipiélago de islas dispersas cerca de la costa Pacífica suroccidental de Colombia que por el abandono y la pobreza general pareciera estar a la deriva en mar abierto, lejos de la mano de Dios.
A las seis de la mañana, las orillas de uno de sus atracaderos de pescadores en la avenida La Playa huele a fango. La brisa es fresca y arrastra desde abajo del puente que une a una isla con la otra, el olor penetrante del atún que los hombres venden en sus embarcaciones a compradores que hormiguean en busca de buenos precios.
Tres cosas han azotado a este municipio en los últimos cien años: dos tsunamis (el primero en 1906, con olas de seis metros de altura; el segundo en 1979, el cual causó la muerte de 454 personas) y una violencia inenarrable que aún persiste y cuyo combustible es el narcotráfico.
Tumaco, en la costa pacífica de Colombia.
Esta parte del océano Pacífico tiene una imponencia triste. Por el color tempestuoso del mar y del cielo y porque, en medio de tanta riqueza natural, sus 217 mil habitantes moran dispersos al vaivén de las mareas, dentro de viviendas precarias de madera y palafitos, azotados por aguaceros eternos.
Entre su selva se fortalecen los GAO, los GDO y los GAOR, así llamados con siglas por las instituciones del Estado para designar a los Grupos Armados Organizados, los Grupos Delincuenciales Organizados y los Grupos Armados Organizados Residuales, respectivamente, los cuales, en lenguaje directo y sin eufemismos alfabéticos son organizaciones mafiosas que matan a población civil, uniformados y líderes sociales, que extorsionan a comerciantes y empresarios, y violan y reclutan a niños, niñas y adolescentes.
De manera abrupta, cientos de jóvenes en Tumaco salen del mundo de pobreza directo a las esferas del crimen que por cuenta del hampa tiene en las selvas nariñenses, sus cultivos y laboratorios y en su mar Pacífico, su puerto y ruta para sacar toneladas de droga hacia Centroamérica y los Estados Unidos.
No son pocos los jóvenes reclutados por estas organizaciones criminales: de los 217 mil habitantes de Tumaco, un 45 por ciento son menores de 20 años, es decir, la población de Tumaco cuenta con 98 mil personas en el rango de la adolescencia y la niñez. De esos 98 mil jóvenes solo 2.717 lograron graduarse de bachilleres en 2020. Sin oportunidades suficientes de educación superior ni universitaria, sin posibilidades de proyectos culturales o de emprendimiento, ¿cuál es el futuro que les aguarda a estos muchachos?
Ninguno para los que sin alternativa son reclutados a la fuerza por estos GAO, GDO, GAOR o como se llamen—que son los mismos traficando la misma cosa—, que son asesinados en sangrientos enfrentamientos o que son capturados por las autoridades en operativos contra el narcotráfico. Estos adolescentes se vuelven hombres en estas redes, ya sea en los cultivos y laboratorios o navegando en lanchas rápidas y semisumergibles, capaces de transportar a Centroamérica hasta cuatro toneladas de cocaína.
Pero a lo lejos, en la Comuna 5 de Tumaco, se oyen las voces y la percusión moderna del grupo Pacific Dance, un colectivo de danza y música que decidió un día bailar para no morir, que renunció a la desgracia que los aguardaba en esa esquina sin retorno, entre la selva y el mar.
Pacific Dance, un colectivo de música y danza que nació para hacerle frente a la violencia y al hambre.
“¡Racismo; en mi mente hay realidad; arriba gente negra, que se sienta!”, grita la líder del grupo y el coro responde con cadencia de rap urbano y la fuerza de una comunidad que habla de frente: “¡Se siente, claro que se siente! ¡Somos afro eso es evidente!”
La letra de la música lo dice todo. No solo es la reivindicación de una comunidad, es la exigencia de niños y adolescentes de su derecho a un proyecto digno de vida.
Tres veces a la semana setenta personas, entre los seis y veinticinco años, llenan las salas de bailes, el teatro y los patios del Centro Lúdico, un edificio de gran diseño que se destaca en una barriada de casas rústicas cubiertas por el polvo abrasivo que se levanta de las vías destapadas.
En el Centro Lúdico practican estos jóvenes varias veces a la semana.
Adentro, el calor de los cuerpos empaña los vidrios que rodean el salón. Sobre el piso de madera pulida retumban los pies de los bailarines, liderados por Diana Cortés. Ella es como una hermana mayor para los jóvenes, una pionera que años atrás, siendo aún niña, desafío el cerco de las necesidades y la violencia.
Ella fue testigo de cómo los grupos ilegales se llevaron a sus amigos, muchos de los cuales jamás regresaron. El ritmo, la música y la danza ya corría por su sangre. Era un impulso de fuego que la orientó en aquella oscuridad que caía sobre su futuro. Y como la sangre es más espesa que el agua, de acuerdo con una máxima con la ella y sus amigos respaldan sus lealtades, decidió ser fiel a su llamado por encima de cualquier carencia o peligro. Fundó su grupo de baile con unos cuantos amigos, pese a las escasas posibilidades en un municipio sin centro cultural, ni ánimos para creer que el arte es capaz de crear proyectos útiles para la vida.
Hoy, rodeada de aprendices entusiastas, Diana Cortés lo recuerda con orgullo: “Decidí hacerlo yo misma y fundar la agrupación de baile y arte urbano Pacific Dance. Hace aproximadamente diez años estamos haciendo un proceso de baile artístico y danza para transformación social que nos ha servido para cambiar nuestras expectativas, cambiar nuestras realidades”.
«Hace aproximadamente diez años estamos haciendo un proceso de baile artístico y danza para transformación social que nos ha servido para cambiar nuestras expectativas, cambiar nuestras realidades”: Diana Cortés.
Pero el precepto de estos jóvenes no solo es bailar para no morir sino además para construir con creatividad estilos sanos de vida, para inventar otro futuro, para remediar la frustración histórica que les ha dejado el abandono en esta esquina alejada entre la selva y el mar de ese otro país que poco los recuerda.
David Torres tiene en la danza su propio credo: “Mi vida sin la danza no tiene sentido. Yo no estuviera aquí, porque en un pueblo donde es difícil la cosa, no se tienen muchas oportunidades. Al no hacer danza tal vez ni siquiera existiera, se puede decir”.
Tiene veinticuatro años y luce con propiedad una barba y gafas de hombre maduro. No sabía que era un bailarín extraordinario y que además había nacido para caminar derecho hasta que llegó a Pacific Dance, luego de sortear las tentaciones del ocio, la falta de oportunidades y la promesa de fortuna fácil.
Parte de los bachilleres que en 2020 pudieron graduarse en Tumaco.
Su compañero de baile, José Quiñones, tiene una historia similar a la suya. Los dos comprendieron un día que no podrían comprar en las filas de ningún grupo dedicado al narcotráfico, la tranquilidad, la alegría de sus sueños o la firmeza de carácter que los ha hecho mejores personas.
Quiñones se convirtió en coreógrafo de Pacific Dance. En estas filas de lúdica y arte deshizo su rabia y frustración: “a mí me ha rescatado de una sed de venganza que tenía. Yo diría que solo Dios podía sacarme de ahí y miren: por medio de este proceso logró sacarme de ese pensamiento de estar en grupos al margen de la ley y de estar pensando en meter drogas”.
David Torres no ha dejado de bailar. Descubrió que a través del arte pudo construir un proyecto de vida en medio de la violencia.
Con veinticinco años es un sobreviviente de toda la violencia que ha conocido desde que nació sin un día pleno de paz. Hoy baila, con un semblante grave, porque sabe que su pasión por el ritmo y el movimiento es una necesidad existencial, como el amor. “Gracias a este proceso yo sigo con vida”, admite sin sonreír, pero con una mirada serena.
Si el arte tiene una utilidad, Tumaco es el lugar de Colombia donde queda demostrado, pues este pequeño grupo rebosa pasión por la vida en cada uno de sus poros. Gracias al arte comen tres veces al día y tienen un techo sobre sus cabezas. Estos bailarines no solo conocen las raíces de su cultura e identidad, sino que, además, a través de esta pertenencia emocional a su tierra han logrado transformar su comunidad y crear líderes dispuestos a tomar decisiones y defender su patrimonio creativo.
Diana Cortés, salvándose, ha salvado con la danza a cientos de jóvenes del reclutamiento forzado.
Gracias a esos valores hoy viajan por todo el departamento de Nariño (donde se ubica Tumaco), en la frontera con Ecuador, y buena parte del Colombia, llevando un espectáculo lleno de fuerza, dinamismo y alegría. En 2018 fueron coronados como campeones mundiales del Mejor Espectáculo a nivel aficionado en un festival realizado en Orlando (Estados Unidos). El reconocimiento ha fomentado también el ánimo que los impulsa todos los días a seguir agitándose como si en cada movimiento acabaran de nacer, inhalando vida, exhalando rabia y frustración.
Pero la lucha es constante. Es un proceso vital de todos los días porque el peligro está allí afuera, en cada calle y también en sus casas de padres ausentes o violencia intrafamiliar. Llevan una vida de carpe diem, sobreviviendo solo por hoy, porque el territorio sigue tomado por el narcotráfico y las necesidades son inagotables.
Pero aquí están sus cuerpos atados a las raíces de una tierra portentosa que espera algún día superar el narcotráfico, la inequidad y el abandono de un Estado que sigue dándole la espalda al Pacífico y a esta geografía humana sufriente que baila y canta en medio de tantas tragedias por una razón que nadie como Diana Cortés, fundadora de Pacific Dance, expresa mejor: “siempre digo y es la forma de decirle a ellos (a los violentos), oye tu no puedes pasar por encima de mi derecho a la cultura”.
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