Nuestras conductas cotidianas están más influenciadas por el diseño de lo que sospechamos
Ronald Shakespear
El diseño en cualquiera de sus disciplinas –gráfico, industrial, arquitectónico– es un habla. Es decir: es un evento presente, un conocimiento que se actualiza en su aplicación, un saber alterado por la práctica, un juego de combinaciones provenientes de la necesidad y el deseo de seducir: un performance de la comunicación. Es una acción individual y también un acto colectivo, polifónico.
Como toda habla, el diseño depende de una lengua, de una gramática, de un sistema de normas. Sin embargo, ese sistema no es del todo externo: en sí mismo es producto de modos de hablar y formas de aprendizaje. El maestro Ronald Shakespear, una voz inevitable del diseño bonaerense, entiende que: “un programa de señales es en definitiva un modo de hablar, un tono de voz, una gramática particular que requiere inexorablemente un aprendizaje. Si pensamos en los siglos que la civilización occidental dedicó al aprendizaje de un mismo alfabeto, con cuánta razón un nuevo lenguaje visual deberá prever un tiempo adecuado para su comprensión. El público único y legítimo destinatario, tendrá –como siempre– la última palabra”.
Pero, ¿por qué habla el diseño? Entre las posibles formas de abordar esta pregunta sigamos una parasitaria: permitámosle a las ideas colarse, enredarse y hacer sinapsis con aquellas que circulan en el poema “Conversar” de Octavio Paz. Permitamos al juego de interacciones conceptuales, obtenido del diálogo imaginario con este maestro, llegar a la siguiente afirmación: el diseño habla porque los dioses no hablan. El trabajo de las deidades es otro, tal vez menos erótico y por lo mismo brutal:
“hacen, deshacen mundos
mientras los hombres hablan”.
Diseñar es una acción humana, no un acto divino. No es un ejercicio de auctoritas, no es un código (espíritu estructural) que desciende sobre la cultura y tampoco es la mecánica de un dios que trae respuestas definitivas. “Los dioses, sin palabras / juegan juegos terribles”. Y sin embargo, no titubeamos al afirmar: todo es diseño, como si repetir esa consigna una y otra vez nos conectara al efecto mágico de una fuerza trascendental, un mantra protector o una verdad irrefutable.
¿Por qué todo es diseño? Si el habla del diseño está en todos lados, y no proviene de una fuerza superior, es porque en sí misma pertenece al espacio y al tiempo: “las palabras no son signos, son años”. Nada hay de trascendental en ellas: “la palabra del hombre / es hija de la muerte”, es efímera; conoce su destino. En verdad, diseñar es una condición de lo humano. Todo es diseño porque nuestra realidad es resultado del ejercicio de hablar. Y hablar es conectar, relacionar, incorporar, injertar y mortificar el lenguaje de tal forma que nunca podemos salir de él. Hablar es activar nuestras deudas con las ideas, memorias y ficciones restituidas en el intercambio social. También complacer al deseo: abrir las puestas a los juegos de seducción.
El diseño opera como un ámbito de intercambios simbólicos: es el rastro de nuestras creencias provisionales, la ficción de unas estéticas siempre insatisfechas y también el simulacro tejido por la cultura de masas. En este sentido, los discursos lingüísticos, visuales y audiovisuales “nos dicen, / somos nombres del tiempo”. Y del espacio, de todas las relaciones elaboradas para ampliar el ecosistema transmediático habitado hoy por miles de millones de seres humanos.
Diseñar no tiene relación –al menos así lo exige el siglo XXI– con los objetos que convertimos en fetiches de un instante. El asunto no son los productos: afiches, sillas, edificios, páginas web o automóviles entre otros. En verdad, el diseño constituye una trama invisible, densa y simbólica donde la realidad es elaborada. Los productos son signos en la infinidad de discursos que transitamos a diario. Las relaciones elaboradas entre ellos –o al interior de ellos–, gracias al diseño, hablan sobre el amor, la gloria, la heroicidad, la belleza, el lujo y la pasión entre otros temas. Los espacios urbanos son espacios-argumento pues están fraguados por esa habla del diseño. A través de ellos se desenvuelve la vida tejiendo narrativas.
¿Diseñar es aceptar la promiscuidad? Hay espacio en tanto hay relaciones. Michael de Certau afirmó que “el espacio es un lugar practicado”. Desde esa idea podemos decir que diseñar es más una dispersión que un canon, más el tiempo de un intercambio que la permanencia de una norma. Abrirse al diseño es sumergirse en discursos tóxicos, híbridos, endeudados, transtextuales e inconformes. En ellos la única verdad es la recomposición, la recombinación y la promiscuidad de tecnologías, ideas e influencias.
En el ámbito del diseño nada está hecho para trascender. Cada resultado tiene fecha de caducidad pues el asunto es generar nuevas relaciones, elaborar respuestas novedosas: contaminar lo dicho, sentido o pensado con más palabras, imágenes, emociones e ideas. “Hablamos porque somos mortales” dice Octavio Paz. De ahí que el diseño también es un habla de la finitud: es provisional, no está hecho para la eternidad pues su lugar es el instante. Por eso es humano, es el tiempo presente y el hecho actual. Todo es diseño porque “conversar es humano”.
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