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Tantos tráficos

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Por ALEJANDRO SEBASTIANI VERLEZZA

a Gabriela Kizer,

viendo el descenso de las pavesas.

Estas impresiones aún mantienen cierta extrañeza ante el brusco –y natural– movimiento que dio la vida de Armando Rojas Guardia en los últimos meses del año, incluida la claridad ante el destino que tuvo la última de sus anotaciones: “Estoy y estaré a salvo”.

Las tombeau se remontan a las antiquísimas estelas fúnebres. Formas remotas de poesía inscrita, Mallarmé las cultivó y son todo un género musical. Si tuviera que trazar muy rápido el borrador para la tombeau de Armando –amigo incondicional– diría: cuando viajó supo aprovechar. Y además me gustaría bocetear estos rasgos: la seguridad absoluta ante el hecho de ser poeta, el cultivo de la atención que se traduce en su capacidad para nutrirse de los viajes (Praga, Friburgo, Roma, Cuenca, Génova). Dentro de estas coordenadas entra la isla de Solentiname en Nicaragua: fue crucial, para él, por el encuentro con Ernesto Cardenal. Armando en ese momento lo reconocía como el discípulo de Thomas Merton y un poeta que había encontrado su camino entre el sacerdocio y la militancia. En muchas conversaciones con Armando surgía la perplejidad: cómo el autor de Vida en el amor –perseguido político de sus camaradas– pudo sentirse tan cercano al chavismo. ¡Cómo! Nada, Cardenal y Armando no fueron santones, ni santicos, menos aún santurrones. Mejor, así se abren perspectivas más reales de sus vidas: siempre es bueno reconocerlas ante las falsas beatificaciones, la muy venezolana tentación del culto a la personalidad, los barrancos de la cursilería.

Armando tenía la intención de vivir la dinámica de la isla, repartida entre el trabajo manual, la religiosidad y la alfabetización. En el tránsito de Managua a Solentiname se cruzó con otro grande del momento: Pablo Antonio Cuadra. La trama más exteriorista no podía ser. Pero Armando conecta con Cardenal por vías más oblicuas: su padre, Pablo, poeta, redactó el manifiesto del grupo Viernes, ejerció cargos diplomáticos, fue afín a Isaías Medina Angarita, circunstancia que le produjo inconvenientes en las avanzadas adecas, aunque vale acotar que un poeta de la “tolda blanca” –Andrés Eloy Blanco– solía telefonear a la familia. Por estas vías, a través de las gestiones paternas –nada de turismo ideológico, heroísmos insurreccionales, cuartelazos– empieza a gestarse la posibilidad de Solentiname para Armando. Apenas anunciada, hay toda una trama que lo lleva a la isla y lo regresa de golpe –con la salud comprometida– a Caracas.

El “Diario de Solentiname” –agosto, 1973– fue recogido años más tarde en La otra locura y puede ser leído como el certero preludio al “Sí, Manifiesto” de Tráfico (1981), redactado en Doña Berta –la casa donde entonces vivían los hermanos Márquez: Miguel y Alberto– durante una larga sesión de escritura (más de ocho horas). Miguel escribió el primer párrafo, Alberto el segundo, Armando el resto (transcribo ahora su recuerdo). Horas más tarde llegaron Igor Barreto, Yolanda Pantin, Rafael Castillo Zapata. Leyeron el documento, aprobaron su contenido, celebraron el inicio de la aventura literaria.

Grupo Tráfico | Vasco Szinetar©

Habría que detenerse en estas anotaciones de Solentiname para advertir el influjo poundiano en la poesía conversacional –exteriorista, para Cardenal, Cuadra– y la apertura del poeta a todas las experiencias sensibles. Aquí está, para mí, lo más perdurable –con su prosodia lujosa– del manifiesto (“nosotros los bastardos latinoamericanos, los salvajes periféricos de Occidente”). El tiempo se ha encargado de rematar sus postulados ideológicos, referencias bíblicas incluidas (los pueblos oprimidos que se levantan como Lázaro).

El nexo que viaja del diario al “sí” de Tráfico Armando lo prefigura cuando transcribe al voleo lo que Cardenal va diciendo: “Nada es ajeno a la poesía”. “La poesía puede abarcarlo todo: la conversación con Dios y la arenga al pueblo reunido en una plaza; puede servir para enamorar a una mujer o para transmutar en cadencia una estadística”. “Todo es susceptible de convertirse en poesía: la sociología, la economía, la historiografía”. Estos encuadres, decía, pasan al manifiesto con el aderezo del entusiasmo revolucionario que había calado en varios poetas venezolanos, desde la generación del 18, hasta El Techo de la Ballena y los grupos afines en los 70 (Trópico Uno, Guillo).

Sí, el manifiesto traficante ya anunciaba su propia melancolía. Basta una línea sobre la función del poeta: “Siempre fue, antes de que la modernidad nos dejara hablando solos, el intérprete de vivencias colectivas, aquel cuya palabra congregaba los ecos de la ciudad y los caminos”. Había que recuperar ese lugar en los cerros y los bares, las calles y las avenidas, las fábricas y los cuarteles; la poesía como hecho compartido –“el reino de lo concreto”, anotará Armando, prefigurado en Catulo, los satiricones romanos, Aretino– tantea su llegadero. Presiento aquí, en esta fuerte soledad, el síntoma más revelador: adiós a la fantasía del auditorio, a los malabarismos propagandísticos, a las tentaciones forzadas de enredar a la poesía con la ideología (¡cuántos mártires: Dalton, Padilla, Piñera!).

La vida de Armando confirma estas soledades –aún en su movimiento oscilante entre la introversión y el deseo ferviente de encontrar interlocutores– cuando decidió asumir su largo –benéfico– tránsito docente y hasta llegó a sostener que la poesía no puede sustituir –¡vaya, qué vuelta!– a lo sagrado, lo cual viene a devolverle al oficio su discreción, su silencio paciente, su entrega vocacional, llena de misterios y demoras. Aquí la interpelación inicial de los manifiestos –las acrobacias publicitarias, las piruetas de los que buscan ungirse de prestigio con los muertos– tocan sus firmes, nítidos límites.

Armando Rojas Guardia, Antonia Palacios y Carlos Eduardo Frías | Vasco Szinetar©

Alrededor de Tráfico merodean como sutiles y vibrantes pavesas otras dos presencias insoslayables: Antonia Palacios y Juan Liscano. Es que entre el viaje a Solentiname y Calicanto hay muchos pasillos secretos.

To be continued.

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