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Sobre Diorama, de Ana Teresa Torres

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Por RICARDO RAMÍREZ REQUENA

—El instituto va a desaparecer, la biblioteca ya ha desaparecido, las colecciones de libros irán desapareciendo. El reino quedará vacío. Solo habrá tiendas de alimentos caros, ropa barata y bebidas importadas.

—¿Y nosotros?

—Nosotros seguiremos en el reino, caminando sus calles y viendo la televisión. Hemos tenido mucha suerte, Samid, en esta zona se va poco la luz, es como un milagro que se repite casi todos los días, y gracias a ese milagro podemos ver las series en la televisión y bañarnos con agua caliente.

Ana Teresa Torres. Diorama

 

Hay en la narrativa de Ana Teresa una permanente exploración de los caminos del pensamiento en situaciones límite, sin desbordamientos emocionales ni sentimentalismos. Como en Ayn Rand y Hertha Müller (dos autoras muy diferentes), la razón encuentra un lugar luminoso para explorar por medio de la ficción. La obra de Torres es variada y rica, con obras singulares e independientes entre sí como Vagas desapariciones, La favorita del Señor y La escribana del viento, por mencionar algunas. Diorama, su última novela, editada por Monroy editor en la Colección Narrativa Contemporánea, dirigida por la profesora, crítica y ensayista Violeta Rojo, bebe de dos de las novelas de más emblemáticas de Torres: Los últimos espectadores del Acorazado Potemkin y, con más énfasis, Nocturama. Ya en las primeras páginas, Dimas lee pasajes de Nocturama, en donde se viven acontecimientos que veremos desarrollarse en esta nueva obra. De Los últimos espectadores podemos rastrear el diálogo intelectual, la presencia de la cultura como soporte de la existencia, en sus desasosiegos, incertidumbres y aciertos. De Nocturama viene el impulso distópico de esta nueva obra, que parece trabajar (según la mirada del lector) una alegoría de la nación venezolana en estos días que vivimos. Así como Nocturama parece recorrer parajes caraqueños en el mediodía de la década 2000-2010, Diorama parece hacerlo en la siguiente década. Digo parece, pues hay horrores cercanos que puede presentarnos la literatura de los que preferimos voltear el rostro.

Diorama nos habla de un reino en donde, de un día para otro, comienza un desmontaje lento, planificado y sistemático de lo que existe. Dimas es un empleado del Instituto Nacional de la Reseña y teme por su puesto de trabajo. Es el mejor reseñador del Instituto, premiado y reconocido, con muchos años en su puesto. Un día le advierten que su trabajo no tiene contento a los jefes. Lo que lee y reseña no va con los objetivos del Ministerio de la Felicidad, que vela por todos:

—Entonces, ¿de qué se trata?

—De lo que escribes, Dimas, de lo que escribes. Es todo, como decirte, muy siniestro, muy lúgubre, muy triste. Ese tono no es el que necesitamos. Queremos algo más optimista, más alegre, más esperanzador.

Dimas se echó a reír. —No puedo creer que me estás hablando en serio. Los libros dicen lo que dicen. Yo no puedo hacerlos optimistas, alegres o esperanzadores, si no lo son.

—Entonces cambia de libros. Debe haber otros más apropiados, ¿No crees?

En el Reino de la Alegría comienzan a darse cambios que afectan a los protagonistas. Cada uno irá perdiendo su trabajo: Dimas, primero; Cosme, luego, y Samir, la esposa de Dimas, que trabaja en otro Instituto que comienza también a ser desmontado. Dimas decide refugiarse en sus libros, en las reseñas que ha escrito durante años y que le brindan respuestas ante lo que ocurre: su presencia inunda como protagonistas todo el libro. Forman parte del diálogo, de lo que ocurre, de la posible explicación de lo que sucede, obras de  Ismaíl Kadaré, Iván Klíma, Sándor Márai, entre otros. Un lugar destacado ocupa el escritor húngaro László Krasznahorkai, a partir de sus obras narrativas pero también como guionista de Bela Tarr. Mientras tanto, van constatando la desaparición o cierre de muchos lugares en una ciudad que va deteriorándose aceleradamente: los autobuses son perreras, el Metro sufre desperfectos constantes, los suicidios son frecuentes. El Museo de los lugares perdidos es como Dimas decide llamar el archivo mental que va haciendo de los lugares que desaparecen. Ceremonias de despedida: sus salidas del apartamento (a donde se ha mudado su amigo Cosme, para ahorrarse dinero de alquiler del espacio donde vivía), son exploraciones que procuran constatar la presencia o no de lugares que fueron importantes para él, en particular, o que representaban espacios arquitectónicos, culturales singulares: la Biblioteca Nacional, el Museo de Arte Moderno, el Psiquiátrico, en Lídice, el Cine que frecuentaba, una tienda fotográfica. Incluso el Cementerio, a donde va a ver a  los suyos, entra a formar parte de este Museo de los lugares perdidos: las placas de las tumbas han sido robadas. Vemos entonces la destrucción silenciosa de una ciudad y, con ello, de la memoria de sus habitantes. Cada espacio que visita tiene una historia del deterioro, que un anónimo le cuenta. Mientras tanto, aparecen otros personajes en su camino: Roque, un amigo que asume también la búsqueda de estos lugares;  un militar retirado que habla de rebeldías y alzamientos en ciernes, mientras busca oportunidades de trabajo; Raskolnikov, un conocido de la juventud que envejeció mal y terminó en la mendicidad. Perverso, irónico, resentido, siempre cercano a una estación del Metro en donde desaparecen las personas.

Dimas, Cosme y Samir conforman el trío principal de la novela que busca opciones de vida: vender un carro, pensar en vender la biblioteca, quizás el apartamento, comprar comida, almacenarla, revenderla, montar un negocio de comida. Cosme trae ideas a partir de contactos que todavía tiene: hay proyectos para montar, crear Dioramas colosales. En el psiquiátrico, en el zoológico. El DioZoo. Luego, el DioMall. El proyecto de DoiHábitat busca desocupar las pocas viviendo todavía habitadas en la ciudad (muchos se han marchado), y crear dioramas en todas partes.

El diorama es una representación de tamaño real de las cosas. La mayor felicidad es la de un espacio deshabitado definido por la representación de individuos reales. No sabemos en la novela a donde llevan a las personas. No sabemos qué ocurre realmente, solo que todo comienza a desaparecer: una máquina feroz acomete estos planes, más allá de las vidas individuales.

Dimas pierde muchas cosas. Gana otras. La lucidez no lo abandona en ningún momento, pero eso no impide que viva rabias, frustraciones, tristezas. Desde su sillón verde, sigue observando a la calle y el faro sin luz. Y sigue escuchando esa sirena de un barco que abandona el puerto, esa sirena con la que sueña de día y de noche y que es, aunque su esposa piense lo contrario, aquello que lo mantiene cuerdo.

Hay una frase, constante en la boca de Samir, que recorre todo el libro: Tenemos que hablar de lo nuestro. ¿El suicidio, quizás? ¿Irse del país? No lo sabemos. Es un resonar, como un canto constante de cigarras.

Hay un diálogo que tienen Dimas y Samir, un diálogo que me parece retrata muy bien el núcleo de esta novela, de esta exploración distópica de la desaparición de la memoria a partir de una planificación totalitaria (más que nazi, o estalinista, camboyana o norcoreana), una planificación que a veces nos parece solo el azar, o el castigo divino, o algo que simplemente no vimos llegar y nos azota:

—¿Sabes qué es la patria?

—¿A qué viene esto? Se supone que hemos venido a pasar un rato agradable, a estar con la gente disfrutando de la luz, de los árboles del parque.

—Eso es precisamente lo que estoy haciendo. Estoy pensando que la patria es la sombra del samán en el jardín de mi abuela.

—El Jardín tenía varios árboles, pero no recuerdo un samán.

—Hubo una tormenta muy fuerte una noche y un rayo cayó sobre la copa del samán. No nos dimos cuenta en ese momento, la oscuridad no permitía ver nada. Al día siguiente salimos al jardín y allí lo encontramos, sus grandes ramas partidas en el suelo, su tronco roto, estallado. Mi padre estaba demudado, yo nunca lo había visto así. A partir de ese día caminaba silencioso y desencajado, se asomaba una y otra vez a la terraza para cerciorarse de que el samán estaba allí, la visión de su cuerpo destrozado era insoportable. Le dije que era necesario pedir ayuda al Instituto Nacional de Parques. Mi padre se negaba, mi madre también. Mi hermana no le prestaba mucha atención. Mi abuela ya no estaba. Entonces tomé la decisión y llamé. Decidimos encerrarnos en las habitaciones para no escucharlos. Yo puse música al volumen más alto que pude y nadie se quejó. Ellos tampoco querían escuchar. Cuando los hombres de las sierras eléctricas desaparecieron con los restos salimos al jardín. Allí quedó para siempre su ausencia.

La literatura de Ana Teresa Torres, sin dramatismos, busca siempre contar las cosas más duras. Es la Señora Razón que pide la palabra.

Aunque pongamos la música alta mientras suenan las sierras en la madera, y no nos quejemos. Así es Diorama. Una historia de horror que conocemos de cerca.

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