Por EDGAR ORELLANA*
El naciente año 21 había sorprendido a los pobladores de su tierra destrabando enigmas que ninguno de ellos hubiese tan siquiera imaginado.
Un grupo enquistado en el poder desde que la memoria de muchos ya no alcanzaba a recordar, había finalmente claudicado en su afán de la perpetuidad, justo el año en el que su líder originario llegó a vaticinar jocosamente su epopéyico final. El embate de un voraz virus y las secuelas de una debacle financiera engendradas por la corrupción y la idolatría, habían consumido finalmente los últimos vestigios de fuerza que sostenían al monstruoso elefante rojo.
Eran libres finalmente, pero ninguno sabía cómo proceder de ahora en adelante. Como el animal nacido en cautiverio que luego es liberado ante la naturaleza, no estaban acostumbrados a despertar sabiendo que el ojo opresor ya no los estaba observando. Debían adaptarse, aprender a ser honestos, a ganarse las cosas con esfuerzo propio, a señalar al vivo y premiar al cuerdo, a valorar los retos y a rechazar lo fácil, a cuestionar cualquier intento de seducción paternalista y demagoga. A renacer.
Pero ya de eso podrían preocuparse más serenamente conforme pasaran los días. Tanto los de adentro como los que habían huido despavoridos del mal en el pasado, pensaban en mil y un formas de enmendar sus caminos, de recobrar el tiempo perdido a la fuerza.
Bernardo, quien llevaba muchas navidades sin oler el guiso hallaquero de su madre, supo inmediatamente que el momento de volver había llegado. Por fin iba a poder abrazarla al llegar de visita, hablar tendidamente de béisbol con el viejo viendo un juego de los eternos rivales, jugar pelota con sus amigos de la infancia a quienes ya la vida los había hecho padres.
Un pasaje de vuelta y más maletas de las que se llevó. La vida fuera del Caribe también lo hizo abrir su mente como valija y retornar empapado de otras formas de concebir el mundo, maneras distintas de afrontar la realidad, con nuevas ideas, curtido en el arte del sufrimiento y la soledad y la sensación de que todo lo vivido en este quejumbroso camino exterior era innegable causante de su nuevo yo. Para bien o para mal, él se había transformado en alguien un tanto distinto de quién se despidió de su amor hace un lustro sobre la desgastada cromointerferencia del aeropuerto.
En el día a día, el corazón lo sorprendía con sobresaltos de ansiedad. Lo arrinconaba repentinamente el recuerdo de las sonrisas que lo recibirían de vuelta y sentía que no podía perder más tiempo en nimiedades. Tenía que ordenar su vida nueva para poder recobrar la vieja. Vender el televisor que allá jamás pudo tener, dejar pagas todas las cuentas de su independencia, concretar apenas en horas algunos trámites que en su tierra tardó años en ver solventes, sacar la comida del freezer y la despensa para dejársela a sus vecinos que lo adoptaron cariñosamente cuando llegó.
Los días pasaban lento porque así lo determinó Einstein un siglo atrás. El tiempo se dilata absurdamente cuando deseas que llegue el momento de algo que conjuras con el alma. Y con esa exactitud angustiosa lo vivía Bernardo, viendo al cucú dorado surcando el cielo día tras día midiendo su espera. Por aquellas semanas, había estado sintiendo un malestar repentino y punzante en su cabeza cada tanto, esa migraña que era acompañada por un ruido raro y repetitivo dentro de su oído interno, como el traqueteo de una máquina encendida en lo más profundo de su cerebro. Pero siempre lo desestimaba y lo asociaba seguramente al estrés producto del plan que tenía por delante.
Al igual como le había ocurrido allá hace cinco primaveras, en su nicho adoptivo tampoco le era fácil despedirse. Fueron miles de lugares, atardeceres con olor a flores y soles negados a extinguirse en verano, amistades inesperadas, sufrimiento aleccionador pero necesario, noches de vertiginoso andar. Entre la supervivencia y el goce, su mente y su carne se fueron amoldando al cruel destino planeado por otros pero enfrentado por él y tantos otros. Eligió las horas que le quedaban libres por azar para volver en sus pasos de aquellos días iniciales que ya parecían de otra vida.
Se tomó un expresso en el café del centro porque le gustaba el parpadeo languideciente de las luces de neón rojiblancas que iluminaban la avenida. Fue a ver morir al astro rey en la costanera que le recordaba el olor a mar y salitre de su bahía hecha país. Recorrió las cervecerías donde compartió picadas con sus coterráneos exiliados y tantos nativos que encontraron en él al extranjero digno de respeto y elogios.
Volver parecía fácil, pero no lo era del todo. Implicaba transitar nuevamente calles donde abundaban las reminiscencias del mal, de la agresión esparcida en otro tiempo. Temía ver desfigurado un paisaje que jamás sería como el que vieron sus ojos por última vez. Lo paralizaba imaginar a su gente cambiada, raída por el tiempo y con el corazón desvencijado por la espera del reencuentro.
Pero no había cabida para la vacilación después de que la antigua añoranza finalmente era factible. Tal como recordó decir un día al espigado ídolo de su infancia, todos tenemos derecho a defender lo que tenemos y lo que hemos conseguido hasta que lo perdamos, y no existía para él otra opción más que intentar reedificar eso de lo que jamás se pudo despojar a pesar de la distancia. El ruido en su cabeza nuevamente atacaba y la molestia se hacía más aguda, pero Bernardo esperaba que no fuera ninguna afección difícil de tratar médicamente al aterrizar.
Finalmente llegó el día. Prisas, nervios, confusiones, un café de aeropuerto y la alegría que se mezclaba con un andar torpe pero decidido. El cerebro inmerso en un deja vú. Tránsito borroso por un túnel hacia una dimensión olvidada en el espacio y el tiempo antiguo. Ya eso lo había experimentado por motivos inversos y no quería recordarlo, solo deseaba ser absorbido por esa singularidad y aparecer del otro lado de la madriguera del conejo de una vez por todas.
Surcando el cielo se atrevió a distenderse por unas horas después de tanta tensión. Flotar en el aire dentro de la flecha metálica fue la pausa, el ojo del huracán, el descanso necesario de los guerreros antes de reincorporarse a la batalla. Leyó, escuchó otros acentos entre los asientos, comió aperitivos y golosinas, vio a padres controlando a su descendencia hiperactiva, discutió de política con una jovial e inesperadamente sabia señora que se había sentado al lado por equivocación de su nieta cuando confundieron puestos.
La vida casi nunca tiene guion, pensó distraído mientras esperaba sus maletas en la vieja correa aeroportuaria corroída por el salitre y los rastros de la desidia. Conforme pasaban los minutos caía en cuenta de que estaba a punto de volver a verlos. ¿Serían los mismos? ¿Se verían igual? ¿En qué habrían cambiado? Qué importaba. A esas alturas solo deseaba darle sosiego a ese corazón que amenazaba con eyectarse producto de la arritmia.
Sudaba. Y el calor salino circundante solo contribuía a exacerbar el afluente de sus axilas. Iba caminando hacia la puerta que lo conduciría al rostro de sus viejos y ya los dibujaba, los palpaba, los besaba. La corrediza se abrió y allí estaban, un poco más canosos y avejentados, pero con una sonrisa y un llanto que los hizo jóvenes otra vez, porque volvían a dar a luz a su hijo. Sollozos incontrolables, abrazos temblorosos, labios en la frente del eterno niño. No existía autoritarismo capaz de extinguir el amor de la sangre que se añora.
Volver a pisar su casa lo estremeció. La nostalgia convertida en muebles viejos, en olor a café residual por la tarde, en paredes pasteles, esos colores que espolvorearon su infancia en el piso jugando carritos y construyendo autopistas en miniatura. No había intermedios, todo recorría su mente y sus sentidos como la estela de un meteoro en la mesósfera. Entrar al remanso de su habitación fue paz, ese cubo empolvado donde su juventud se negaba a morir apiñada entre balones y posters, entre libros universitarios y ropa que quedó allí por si acaso algún día reclamaba a su portador ancestral.
Esa noche la arepa anhelada fue abierta humeante frente a sus ojos, como en aquellos días en que sus piernitas no llegaban al suelo del comedor. Los espadazos de mantequilla y queso telita resonaron junto al ruido de la licuadora de fondo mientras el toddy se volvía alquimia. El puente hacia la conversa atrasada fue cruzado. Miles de relatos resilientes y de alegrías contenidas fueron confesados. Tantos momentos perdidos y tiempos que no se podrían asir nuevamente, pero que sin duda buscaban ser reivindicados por la convicción y la esperanza.
Así transcurrieron las siguientes visitas a la mesa. Pabellones que enmarcaban recuerdos de domingo, pastichos que invitaban como siempre a la partida de nintendo mientras se horneaba, un bistec encebollado y la hambrienta llegada del colegio. Siempre el centro era el tiempo pasado, ese del que se sentían despojados pero que sabían que sería dañino alabarlo en exceso. Había que construir un nuevo camino a partir del presente y hacía falta coraje para aceptarlo.
Apenas pudo, recorrió las venas familiares que aún quedaban en la ciudad. Visitó a sus corajudos tíos, abrazó a los abuelos que aún vivían, conversó con vecinos inmemoriales, se nubló de cerveza junto a sus compinches que la eternidad le guardó. Las calles de su urbe amada eran ríos de memoria colectiva que chapoteaban como desde otra dimensión de la existencia.
Decidido, acudió impaciente a donde su amor frustrado se había quedado aguardando mejores tiempos. La afrenta pendiente con la vida le llenó nuevamente la sangre de adrenalina. La vería y finalmente averiguaría si el desistir consistió en un episodio de egoísmo legítimo y lógico, o sí por el contrario habría sido el acto de sacrificio contenido en llanto que permitiría volver mito el cariño y haría posible el renacimiento de la complicidad cuando la vida lo decidiera.
Como siempre lo hizo, paró en la panadería de la esquina y compró el chocolate que sabía le paralizaría el paladar. Se arregló el cabello de medio lado como siempre le gustó acariciarlo a ella y verificó que su aroma fuera un palazo a su sistema límbico. Todo como en aquellos días en que el joven nervioso se armaba de valor y se aventuraba a la travesura de la seducción primigenia lleno de mariposas estomacales.
Allí estaba nuevamente, el deja vú atormentándolo de posibilidades y probabilidades. Frente a esa casa que frecuentó sin aburrirse durante años, se preguntó por eso que podría encontrar al abrirse la puerta del reencuentro. ¿Se alegraría al verlo? ¿Habría sufrido en silencio cada día como él también lo hizo sin descanso? ¿Existiría ya un sustituto? ¿Su instinto y corazón habrían acertado por primera vez en dejar pasar el tiempo sabio?
Respiró y tocó la puerta. El silencio le hizo eco. Se angustió. Sudó ligeramente. Sacudió la cabeza e inhaló hondo el aire que le recriminaba que no podía haber llegado hasta ahí para desistir tan fácilmente. Volvió a tocar. Cinco segundos de angustia y pasos al fondo. Una sombra en V se dibujó lentamente a través de la rendija inferior. Un sonido metálico y un pomo girando. La puerta se entornó suavemente y dejó al descubierto su rostro terso, sus ojos diáfanos y su cabello rubio que el contraluz ensombrecía hermosa y sutilmente.
Segundos de consternación. Él con el corazón como galgo. Ella catatónica por la visión surreal; la comisura de sus labios rosados y carnosos se empezó a contraer imperceptiblemente hasta que fue imposible disimular. Una lágrima se deslizó imparable sobre su mejilla derecha, seguida de una caravana de semejantes contenidas desde aquel beso que precedió al adiós. La muchacha se llevó una mano a su boca, ahogando el sollozo que se emancipaba de su nicho. La otra intentó tocar lentamente el pecho de él, pero el temblor del brazo no le dejaba coordinar su movimiento deseado. El tiempo parecía estancado en el vacío sideral. Ella reaccionó, como sacando fuerzas de donde jamás había tenido y se abalanzó sobre él, enroscándole las costillas con sus delicados brazos mientras sus lágrimas empapaban la camisa perfumada varonilmente.
Él devolvió el gesto con desenfreno. El llanto fue testigo del amor que renacía mitológicamente como el fénix eterno. Él tomo su rosto con la delicadeza milimétrica de unas manos que conocían cada curvatura de esos pómulos colorados. Se vieron a los ojos inundados, tan profundamente como el dios griego que contempla su inmortalidad ante las estrellas. La gravedad hizo lo suyo y los cuatro labios se entrelazaron en una danza celestial que paró el tiempo y fue como si nunca hubiese transcurrido ni un día desde aquel día.
Todo había sido posible, en la mente de él se reivindicaba finalmente todo un episodio infame y de sufrimiento que nunca debió ser. Era ella, finalmente ella, la tenía allí en sus brazos y nadie lo podía privar de esa dicha. Un respiro hondo y el ruido repentinamente lo ensordeció, le atornillaba el cerebro como aguja caliente entre las sienes. Cerró los ojos con fuerza. No comprendía. Se batuqueó con fuerza y en medio de una molestia lejana, cuando abrió los ojos lenta y quejumbrosamente, como un tránsito turbio a través de un túnel blanquecino, fue distinguiendo poco a poco las paredes manchadas de su habitación en la tierra del exilio. A sus párpados les costaba despegarse y no lo dejaban enfocar. Aún aturdido, distinguió borrosa y lapidariamente que eran las 9 de la mañana en el reloj de manecillas caídas y el vecino de arriba había decidido reparar sus tuberías con un intenso e inexperto martilleo, aprovechando seguramente que en estos días de confinamiento obligado tenía tiempo de sobra que no lograba aplacar ya con ninguna actividad absurda.
Como psicólogo, Bernardo sabía que una cuarentena de esta magnitud ya estaría haciendo honda mella en la cabeza de las personas. El caballo de Troya insertando ansiedad a diestra y siniestra y la suya ya empezaba a mermar con alucinaciones y alardes oníricos hirientes.
Cuánto más podrían resistir. Incluso él, que tenía herramientas cognoscitivas y filosóficas para afrontar teóricamente este escenario dantesco, sabía que cualquier mortal era vulnerable al daño psíquico. Se estrujó los ojos lagañosos y con suma dificultad se sentó al borde de la cama. El televisor se encendió automático gracias al temporizador que le decía que aún podía fingir trabajar dentro de esas cuatro paredes y él mismo. El canal de noticias actualizaba la cifra en rojo:
DÍA 274 – 12.024.007 VÍCTIMAS
Bajó la cabeza y respiró hondo, tanto como lo hizo frente a la puerta de ese sueño cruel que de a poco se iba haciendo más lejano y borroso. Alzó la vista y miró a través de la ventana el cielo azul limpio de toda congestión humana. El suspiro reapareció apaciguado. Por los momentos, como en aquella enseñanza de su ídolo, pensó condescendientemente que aún teníamos derecho a luchar por lo nuestro hasta el final. A pesar del absurdo hecho vida, su mente simulaba que aún había esperanza de retorno. Pero, ¿hasta cuándo?
*Edgar Orellana es antropólogo, Universidad Central de Venezuela, coautor de “Los saberes del sabor” (2015). Reside en Argentina.
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