Por EUGENIO MONTEJO
En torno a la obra de José Antonio Ramos Sucre existe en nuestras letras, sobre todo a partir de 1958, una convergencia peculiar que la ha convertido en centro de atención casi unánime. Atención algo dispar, es cierto, no exenta de extravíos, pero de arraigo y expansión suficientes como para lograr advertirnos que el fenómeno escapa al accidente de una simple moda. Atención que afortunadamente demuestra su eficacia cuando conquista para su obra numerosos adeptos en otros ámbitos de nuestra lengua y fuera de ésta. El cincuentenario de su muerte, que conmemoramos este año, acrecentará sin duda la bibliografía sobre el poeta, ya bastante más nutrida que la de muchos de sus compañeros de letras, pero así y todo siempre incompleta, como si la onda expansiva que la difunde distase todavía del punto en que podamos considerarla, al menos para nosotros, fija del todo.
Empleo la fecha de 1958, la de la generación a que pertenezco, de modo convencional para ubicar el deslinde de la revisión que toma por objeto su obra. A partir de entonces el estudio del arte y la vida de Ramos Sucre se intensifica de una manera tal vez impredecible para sus mismos contemporáneos. ¿Impredecible también para él? Esto, al menos, se supuso al comienzo. Sin embargo, algunas cartas suyas que por primera vez ahora se divulgan vienen a corroborarnos la opinión contraria. La duda acerca de su absoluta confianza en la senda que exploraba, tan distinta de los modos imperantes así como de muchos intentos renovadores, fue sólo otro atributo de la mala lectura que se le dispensara. Anda en lo cierto, pues, Guillermo Sucre, no fue un poeta olvidado, sino mal leído1.
La revisión, por tanto, ha alcanzado no sólo su obra, también se ha dirigido a las páginas críticas que se escribieron en momentos de aparecer sus libros o poco tiempo después, hasta la fecha que tentativamente elijo para situar su reivindicación. La exégesis plena de simpatía y no poca perspicacia que de algunos textos suyos intentara V. M. Ovalles, el libro de Carlos Augusto León, el examen de Félix Armando Núñez, así como el aporte testimonial más reciente de Fernando Paz Castillo, marcan el inicio de esa crítica sobre la cual, no sin disentimiento franco en algunos casos, se ha vuelto después. La revaloración, por lo demás, está lejos de completarse. Se continúa mediante enfoques diversos, algunos de los cuales rinden tributo al análisis estructural en boga como es de notar en ciertos comentaristas. Entre los aportes más recientes, un ensayo de Ángel Rama sobre el universo simbólico del poeta2, privilegia de modo no siempre crivincente el primero de sus libros, La torre de Timón, procurando enmendar los criterios más aceptados. Pero sobre esto volveremos mas adelante.
Me interesa ahora, más que el balance de la perspectiva crítica lograda, otro aspecto menos debatido. Quiero decir que una convergencia tan manifiesta en torno a su obra tal vez sería imposible de no sospecharse en ella un valor actuante aún hoy, y por ello de vigente modernidad en nuestros días. Se trata, en su caso, de un raro, en el sentido dariano del término, como anotó Francisco Pérez Perdomo3, con algo de maldito también, pero maldición y rareza son síntomas reconocidamente vitales en la historia de la poética contemporánea. Dos preguntas, entre varias, conviene formular al respecto: la primera concierne a las peculiaridades que reviste la modernidad de su sistema poético. La otra trata de indagar cómo llega a reflejarse, si tal es el caso, en las obras escritas entre nosotros posteriormente. Pretendo responder brevemente la primera, a sabiendas de que el tema desborda el límite de una simple nota. Respecto de la segunda, podré todavía decir menos, queriendo decir más.
Vamos por parte. No creo que Ramos Sucre se propusiese forjar ante todo una obra deliberadamente moderna, si por tal se entiende el procedimiento consciente de prolongar el eco de alguna vanguardia naciente en su época. Resulta erróneo, por tanto, suponerlo en ansiosa sintonía de los movimientos europeos surgidos a comienzos de siglo, surrealismo y demás. Al contrario, su escritura delata un culto atento al pasado, principiando por la invocación misma de la fuente latina del idioma, cuya concisión le obsesionaba. Su modernidad no encubre entonces una meta adrede perseguida, acusa siempre raíces más profundas. Esto nos lleva a ver sus logros específicamente modernos como una consecuencia de su ardua pesquisa lingüística. Desde esta perspectiva se comprueba que su rechazo de la estrofa tradicional, del verso medido, con o sin rima, es otra derivación de su pesquisa idiomática. Su preferencia, en cambio, por la forma abierta del llamado poema en prosa, cuya tradición remonta como sabemos a Aloysius Bertrand, es parte de un acometimiento que deriva de la misma exigencia. Por eso cuando traduce las estrofas clásicas de Lenau, lo hace a su única forma predilecta, defendiendo una fidelidad tonal más que sintáctica, tal como Pierre Jean Jouve, por ejemplo, hace con los sonetos de Shakespeare. La supresión del relativo, la dependencia forzosa de la conjunción copulativa, el énfasis a veces molesto del yo, las significaciones inusuales de un vocablo o la elipsis como recurso cada vez más potenciado, son otros tantos rasgos de esta escritura que no asume el mito de lo moderno como un desideratum. No olvides que primero está la belleza que la originalidad4, dice en una carta a su hermano Lorenzo. En efecto, la innovación que procura va ante todo a la raíz, aunque la comprobemos por sus frutos. De esta forma, sin disponerse a ser moderno a todo trance, logra serlo evidentemente, y llega a encarnar una exploración única en nuestras letras.
Conviene añadir algo más. Casi desde su iniciación literaria se advierte en Ramos Sucre el sello de una escritura distinta y personalísima, cuyo deslinde se halla en la base de los estudios críticos y acaso del fervor que su obra suscita. Se trata de un modelo verbal autónomo, al cual la voluntad poética sirve de estímulo desencadenante. Y aunque ésta termine por adueñarse de su voz, como sabemos, al principio habrá de compartirla con las meditaciones históricas, sociales o gramaticales a que se muestra afecto. Ese modelo verbal, si bien resulta identificable desde temprano, acusa una evolución manifiesta a lo largo de sus textos, depurando sus medios a la vez que complicando sus claves. Basta leer una sola de sus composiciones para advertir el manejo de la lengua común con una pericia inédita. No estoy tratando de sugerir que su obra carezca de un nexo profundo con el pasado. Ramos Sucre, como todos los aurores verdaderamente originales, ha bebido mucho en los antiguos, y por su parte, en aquéllos que, como Gracián, reemprendieron el intento exigente de mirar nuestra lengua desde su momento originario. (Yo escribo el español a base del latín). Su tentativa logra entonces, entre otros, este mérito: el de rechazar la pesadez penitencial de la lengua cristiana, devolviéndole en lo posible la levedad concisa que transparenta el goce pagano. El hablante, el yo lírico, no es un pecador que inconscientemente se castiga con el empleo de pesadas estructuras sintácticas tiende más bien a desbrozar, hasta donde se lo permite el deber de hacerse inteligible, mediante ese esfuerzo de concisión que modelara la lengua del paganismo. Me aventuro en esta afirmación extrema sólo para destacar la propensión manifiesta que guía el desarrollo de su forma literaria. Un aforismo de Leonardo da Vinci puede muy bien suplirnos la identificación de esta tendencia a que es proclive su estilo: Toda acción natural es realizada por la naturaleza misma del modo y en el tiempo más breve posible. El replegamiento de la frase que insiste en reducirse a sus términos indispensables, aun a riesgo de quedar atrapada en una atmósfera abstracta, resalta como su más notorio distingo. Junto a éste convive el deliberado anacronismo, la glosa al margen de la historia, los cuadros, en fin, siempre multiformes que componen su poesía de las civilizaciones5.
Los motivos que convoca esta poesía, por otra parte, vienen a ser casi siempre pretextos de su eficacia, los cuales, con ser variados, no logran sustraerse de lo meramente convencional. Pero la composición consigue imponerse gracias al dominio de una forma que muchas veces alcanza el punto inmejorable dentro de las combinaciones expresivas posibles. Es a menudo el giro exacto, pese a ser el menos previsto. Pieza clave de tal procedimiento será su adjetivación, dispuesta siempre a abolir todo convencionalismo. Pon adjetivos originales -aconseja a su hermano- propios de ti, que sean la opinión tuya sobre lo que pienses o veas6. De esta misma actitud ante el lenguaje forma parte también su reivindicación de la retórica, con la cual desafía el credo romántico, orientándose una vez más por los antiguos. Se trata de una empresa similar a la que cumple en España por aquel tiempo Antonio Machado, uno de cuyos apócrifos será precisamente profesor de retórica.
Ramos Sucre es a su modo un lúcido exponente de la llamada estética de la construcción, porque concede, como otros herederos del simbolismo, mayor predominio consciente al acto creador. Quien quiera escribir su sueño ha de estar completamente despierto, reza un conocido postulado de Paul Valéry, defensor como Ramos Sucre de la supremacía de la conciencia en el trabajo de la composición. Es el denodado cincelador que no consiente en dejar nada al azar. Más de una vez alude a intenciones ocultas entre sus líneas, cuyo desciframiento queda a cuenta del lector. (El solitario lamenta una ausencia distante. Se consuela escribiendo el soneto difícil, en donde el análisis descubre a menudo un sentido nuevo).
Por esta suma vigilancia que delatan sus páginas, creo que un enigma todavía no aclarado se desprende de la publicación, en 1929, de los dos volúmenes simultáneos que recogen su producción posterior a La torre de Timón. ¿A qué normas secretas obedece esa misteriosa ordenación de sus dos libros? La índole de motivos parejamente variada en ambos se confunde, y no parece ser el punto de distingo. Tampoco el sentido de los títulos logra revelarnos su secreto, si bien de seguro forma parte de éste. ¿A qué claves no identificadas todavía responde la separación de las dos obras, si con toda seguridad no obedece a un procedimiento antojadizo? Me he preguntado esto, y me lo pregunto hoy, sin hallar satisfactoria respuesta. Acaso el orden de ambas compilaciones sea el mismo de las fechas en que fueron escritas, pero ¿de acuerdo a qué razones da por concluido uno para empezar el otro? Como sabemos, desde la edición de sus Obras completas, en 1956, se ha venido aceptando como el último de sus títulos Las formas del fuego. Sin embargo, la evolución elíptica de sus frases, cierta mayor soltura y adueñamiento de los giros sintácticos parece contradecir este orden y situar a El cielo de esmalte en último lugar. Abogaría en favor de esta presunción, el hecho de que ponga cierre a este libro un texto titulado Omega, que puede leerse como contrapartida de Preludio, el primero de su libro inicial. En este fortalecimiento del poder de la conciencia frente a las tesis defendidas por el romanticismo, se hallaría un rasgo de la modernidad que en su obra sentimos vigente. Se trata de la celebración progresiva, tan patente en el arte contemporáneo, a la cual se refiriera Gottfried Benn, otro teórico prestigioso e incómodo de la estética constructivista.
La segunda pregunta, la que investiga el reflejo probable de esa modernidad en posteriores a la suya, es, como dije, menos fácil de aclarar. Me parece, así y todo, que la reactualización crítica que indaga los valores de su obra guarda poca correspondencia con el grado de influencia que podamos atribuirle en nuestros días. Si descontamos ciertos tonos episódicos en la obra primeriza de algunos poetas nuestros, advertimos que las preferencias discurren hoy por senda distinta de la suya. Estamos, pues, frente a una obra insular, señera y distante, paradójicamente admirada aunque sin notorios seguidores. Su grandeza, su pulcritud, su elegancia algebraica, acaso deban poco a la sensibilidad mestiza que nos identifica. ¿Se le echará de menos el humor? Es verdad que ya no se la descarta de nuestro patrimonio lírico con tanta displicencia como antes, pero sus continuadores mas dotados están por aparecer.
Mencioné al comienzo el ensayo de Ángel Rama, El universo simbólico de Ramos Sucre uno de los últimos análisis consagrados a la obra del poeta. La experiencia crítica de Rama contribuye a desentrañar, es cierto, muchas claves del arte de Ramos Sucre, algunas ya servidas por estudios precedentes, si bien cabalmente desarrolladas en su trabajo. Su ensayo contiene sondeos laterales notables, aunque todos ellos se abonen a la tesis que tiende a situar La torre de Timón en sitial preferente respecto de los demás libros. Es difícil acompañarlo, no obstante, cuando afirma que esta compilación resulta más singular y más desconcertante que las dos breves colecciones posteriores. Esas dos breves colecciones suman entre sí cerca de trescientos textos poéticos. La valoración entusiasta de Rama por ese primer libro más representativo y ajustado a los propósitos del escritor, lo lleva a preferirlo a los dos ulteriores. Sus argumentaciones, no obstante, quedan en deuda con el lector. Ramos Sucre debió meditar cuidadosamente, qué duda cabe, el arreglo definitivo de La torre de Timón. También, o más porque había ganado experiencia y delimitacio su propia zona, al momento de componer los dos restantes. Si rechaza en éstos todo motivo extraliterario y se ciñe exclusivamente a sus textos líricos, es porque ha decidido definirnos claramente la opción de su aventura creadora. ¿Cómo concebir que prescinda de una materia «más ajustada» a su propósito de escritor? La marginalidad histórica, la visión del mundo, son indispensables para la comprensión cabal de su obra, pero, al igual que los aforismos publicados en Elite, se hallan lejos de constituir su punto central. La lectura ideológica, por lo que se ve, en vez de iluminarnos la lectura artística, procura vanamente desplazarla.
Leopardi es mi igual, reitera en sus últimos días Ramos Sucre, destacando el paralelismo de su vida con la del poeta italiano. Vivirá apenas un año más que éste, pero dejará de escribir antes. El parangón no resulta ilusorio porque ambos hacen de su aflicción una vía de conocimiento. En ambos, también, la sensación y el intelecto se alían en una proporción que convierte su aventura en ascesis, sus penurias físicas en prueba existencial. Poco a poco la muerte se va trocando, para estos dos solitarios, en un consuelo harto preferible al desgarramiento en que se cumplen sus propias vidas. A la infinita vanidad del todo (Leopardi), ambos oponen el deseo del olvido solemne (Ramos Sucre). El olvido, felizmente, no se ha apoderado de sus nombres. Estas líneas de La torre de Timón, referidas a Schiller y Shelley, pueden acaso decirnos por qué: Intrépidos heraldos, videntes irritados, bajo el cielo tormentoso y enigmático sostienen y vibran en la diestra un haz de rayos7.
Terminaré ahora de modo ortodoxo, relatando un brevísimo sueño. Algunas tribus africanas, según comenta Carl G. Jung, distinguen entre sus sueños aquéllos de significación meramente individual y los que puedan resultar, por sus revelaciones mágicas, de interés para el grupo. Esta visión onírica que ya he contado antes (revista Poesía, n.º 24, Valencia) es cierto no alcanza la importancia de la segunda categoría, ni yo soy, al menos no totalmente, africano. La refiero porque alude al poeta de que vengo hablando. Sucedió en París, hace más de diez años. Había viajado poco antes a Ginebra, en un fallido intento por hallar algún rastro suyo en la ciudad de su muerte. De regreso a París, releí intensamente toda su obra durante varios días. Al finalizar, tarde la noche, vi en sueños cómo la pared de mi cuarto se volvió una larga pizarra verde. De seguidas entró Ramos Sucre y anotó nerviosamente en ella, para asombro mío: –Yo soy Fausto.
* Texto extraído de «Nueva aproximación a Ramos Sucre», Revista Oriente, Caracas, Revista de Cultura de la Universidad de Oriente, 1981, pp. 45-52.
- Guillermo Sucre, «Ramos Sucre: anacronismo y/o renovación, Tiempo Real, n.º 8, Universidad Simón Bolívar, Caracas, 1978.
- Ángel Rama, El universo simbólico de José Antonio Ramos Sucre, Cumaná, Universidad de Oriente, 1978.
- Francisco Pérez Perdomo, Antología de José Antonio Ramos Sucre, Caracas, Monte Ávila Editores, 1969.
- Citado por Á. Rama, ibid., p. 46.
- Guillermo Sucre, op. cit., p. 13.
- Citado por Á. Rama, ibid., p. 46.
- 7. José Antonio Ramos Sucre, Sturm und Drang, en Obras, Caracas, Ediciones del Ministerio de Educación, 1956.
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