Por RAQUEL ABEND VAN DALEN
No era una casa. Era una atmósfera asfixiada.
Yolanda Pantin
El encierro no es un tema nuevo en la cotidianidad venezolana. Aspectos de esa nueva realidad post COVID-19 que está enfrentando el mundo entero es algo que Venezuela viene arrastrando desde la dictadura chavista y que se intensificó en los últimos cinco años durante el gobierno de Nicolás Maduro. Gran parte de la población se vio en la necesidad de adoptar una nueva normalidad que implica el toque de queda voluntario al anochecer para evitar ser víctimas de robos, secuestros exprés y asesinatos.
Escribir sobre el encierro y la casa tampoco ha comenzado a suceder en el 2020. En la poesía venezolana hay una extensa tradición que abarca estos temas. Particularmente pienso en cinco poemarios del siglo XX que cuestionan la aparente seguridad que las casas proveen y terminan por revelarlas como zonas de peligro. Los libros a los que me refiero son: La casa por dentro (1965) de Luz Machado, Hondo temblor de lo secreto (1993) y Largo viento de memorias (1989) de Antonia Palacios, Casa o lobo (1981) de Yolanda Pantin y Casa de agua y de sombras (1992) de Hanni Ossott.
Gaston Bachelard escribe en su libro La poética del espacio que la casa funcionaba como un diagrama psicológico que guiaba a los poetas en sus análisis sobre la intimidad y en su capacidad de internalizar el mundo exterior hasta volverlo suyo: “La casa permite que el poeta habite el universo. O, para decirlo de otra manera, permite que el universo venga a habitarlo en su casa” (51). Lo que nos lleva a recordar la infinidad de posibilidades que proporciona el lenguaje poético para la construcción de mundos y para ayudarnos a entender cómo habitarlos.
Las casas escritas por estas cuatro poetas no son lugares estáticos e inertes que solo funcionan como piso y techo para ser habitados por seres humanos. Contrariamente, son espacios cuyas paredes envejecen y se ensucian, de sus techos crecen ramas, por sus tuberías transita el agua, por sus pisos transpira la tierra que se esconde debajo. La unheimlich haus (1) de la que habla Freud en Lo siniestro tiene el efecto de revelar lo desconocido dentro de lo familiar e incita a sentir terror frente a lo que excede la representación (148). Freud explica que el efecto siniestro ocurre cuando el límite entre la fantasía y la realidad se borra, cuando nos confrontamos con la realidad de algo que hasta el momento habíamos considerado imaginario (151).
Luz Machado fabrica una atmósfera cerrada en La casa por dentro, donde siempre es día y noche a la vez, y afuera hay una nada intacta que ni afecta ni se ve afectada por este mundo sinuoso. Porque aquí lo complejo no ocurre en la calle, sino en el interior de la casa: llueve en la sala, las sombras sobre las puertas y ventanas tienen el peso de la pérdida y la voz poética le suplica a madres e hijas que se queden, que la acompañen, en su soledad sin respuestas posibles.
En su libro Aproximación a la feminidad, Fernando Rísquez nos recuerda que la dualidad madre-hija se combina “indefectiblemente con la figura de Hécate, que es a su vez el Hada y la Bruja: el hechizo de la luz de la luna en contraposición a la realidad solar” (149), figuras típicas de la mitología y del imaginario infantil que tendemos a separar hacia los extremos antagónicos del bien y el mal, pero que en los versos de Machado se vuelven socias de una misma tortura. Así mismo, la división entre el cuerpo de la mujer y la casa tampoco existe; más bien funcionan como muñecas rusas que revelan una infinitud de casas y mujeres, una dentro de la otra, la cotidianidad y la dueña de lo cotidiano, la domesticidad y la dueña de lo doméstico, hasta que “en cada amanecer alza la sangre/ como si levantara/ una gran casa roja” (Machado, 20).
La mujer juega consigo en un reto constante por desafiar la muerte. Anuncia estar en paz, ignorada por las cosas que la rodean, encerrada en esa casa que es ella misma, pero realmente revela ser víctima de un poder que no escogió, que llegó a ella como el trono a su reina, la potestad de saberse ama de ese espacio perverso:
Soy feliz poseyendo este rostro en un cuello sin latido
y si la sangre existe
por la casa debe andar regada, sin espanto.
(…) Nadie sabe que por las noches
mueren envenenadas cerca de mis oídos las palabras
debajo de esta mesa (21).
La casa por dentro es una que está fijada en la tierra, que a pesar de sus posibles multiplicaciones en el reino del inconsciente sigue existiendo en el terreno de lo mundano. El yo poético atiende las sábanas, sube y baja escaleras, limpia espejos, pone los cubiertos y vasos sobre la mesa, observa los frutos y vegetales de su mundo infinito, y confiesa: “Si el viento no hubiera intentado/ desvestir la cebolla,/ nada hubiera ocurrido ese día en la tierra” (56). Porque los agentes no-humanos tienen tanta agencia como los humanos en el universo de Machado, porque si la naturaleza no respira, entonces ni la mujer ni la casa respiran tampoco.
De forma inversa, a Antonia Palacios le llegan las tinieblas desde el exterior y el yo poético se lamenta por no poder sostener la casa. El Hondo temblor de lo secreto es que toda tierra se derrumba y hay que imaginar una casa en el aire con “una morada abierta por donde transite el viento” (583). Aquí ya no se le habla a la niña; ahora viene la madre con su traje blanco y su delantal lleno de semillas a llenar los vacíos. Es una madre-pájaro que anida como las palomas en los grandes agujeros del ser; una imagen que nos lleva a recordar a la mujer-pájaro de la mitología clásica llamada estirge, que entraba por las noches a las casas y chupaba la sangre de los niños.
En este libro, la mujer necesita darse instrucciones a sí misma para no entregarse a la locura, para que su casa ahuecada y sin estructura estable no la expulse de sí misma. Hay una consciencia de saberse frágil ante la oscura ausencia del afecto, hay un temor de quedar atrapada en el encierro de ser la hija eterna. Porque, igual que en el poema “Melancolía” de Milosz (“Yo digo Madre. Y mis pensamientos son sobre ti, ah, Casa»), aquí, la mujer y la casa también se fusionan y son el mismo cuerpo herido que se siente abandonado por la madre y quisiera volver a las primeras memorias.
Para Palacios, el mundo de la adultez es un lugar que “refleja un espacio perdido”, es una vida que “copia a otra vida”, donde “el pájaro copia a otro pájaro” y el deseo cruel de salir, el hambre por las cosas vivas la acosa. Es una vida que, por ser solo de ella, se muestra sospechosa, falsa, y hasta “la claridad de [su] madre/ comienza a copiar la sombra” (Palacios 593). La casa es penetrada por el miedo y queda perforada, enuncia que su cuerpo se ha sometido a la violación del desamparo hasta vaciarse, y entonces propone mantenerse firme, aunque la empujen y las capas tectónicas de la tierra sigan moviéndose y su centro no deje de temblar.
En Largo viento de memorias, el cielo y la tierra ya se cruzaban, batuqueando la casa desde el aire y desde el suelo, como si los reinos de lo onírico y de la vigilia lucharan por atravesar el cuerpo de la mujer. Palacios se pregunta:
¿Por qué no desciendes?
¿Por qué no subes? ¿Estás abajo? ¿Estás arriba?
¿Qué suelos te han sido negados? Baja, desciende (…)
Basta con ser de tierra
tierra sin cauce (615).
La voz poética se esfuerza por anclarse en el terreno de lo concreto y lo material, para renunciar al mundo desconfiable de la memoria. Ella reclama que todo se ha vuelto ceniza, ese residuo que Derrida describe en La difunta ceniza como aquello que “preserva para no preservar más, condenando al remanente a la disolución” (35). Para Palacios, lo que quedan son los rastros de una morada tambaleante y por eso apunta: “No le temo a la muerte/ solo le temo al aire” (623), porque un soplido podría borrar los rastros que podrían llevarla de regreso a la madre, a la infancia: un lugar lleno de lobos que amenazan con derribar casas.
Esa misma bestia salvaje es la que Yolanda Pantin rescata de la literatura infantil y subvierte en su primer poemario Casa o lobo. El animal feroz ya no vive escondido en los bosques, ya no es la figura masculina que amenaza con destrozar una casa o con comerse a una abuela (la madre de una madre). Esta vez, la infancia buscada vuelve al presente para tomar corporalidad como casa y como animal, como lo seguro y lo desconocido, revelando el funcionamiento primario de esa arquitectura que nos atrevemos a llamar hogar. Aquí lo geológico y lo humano se engarzan en la figura del árbol genealógico que recorre las capas ancestrales de la familia. Como señaló Gina Saraceni en La soberanía del defecto, con este libro primogénito Pantin “vuelve al origen, a las figuras tutelares, a los paisajes de la infancia, al pasado nacional, a la memoria colectiva para verlos ‘por segunda vez’ y releer sus archivos más ocultos” (165).
En la medida en que se pregunta por sus ancestros y por su condición de heredera (“Mi casa por raíz. Habría/ que volver con pies sobre la tierra”) (2), Pantin acepta que sin sus antecesores, sin esos fantasmas, no hay posibilidad de presente y de escritura. Las grandes imágenes, señaló Bachelard, tienen historia y prehistoria, y resultan de la combinación entre la memoria y la leyenda (33). Hay una tierra que ya ha sido de otros y la voz poética que habita esa casa-lobo se cuestiona ahora quién es, de dónde viene y hacia dónde va, una vez que excave las tradiciones familiares y descubra cuál es el secreto que palpita bajo la tierra.
La presencia de lo sombrío desde la invisibilidad transita los pasillos en forma de ángeles y espíritus que nos recuerdan que también hay otras formas de existencia que sobrepasan el ojo humano, al igual que hay otros tiempos que sobrepasan el presente. En esta casa, Pantin no solo acepta los fantasmas del pasado, sino que honra su historia:
Aparecen ellos de tanto siglo en las espaldas.
Se recuestan en mi cama. Se siente en el aire
de la casa un vaivén de hamaca desaparecida.
Uno persigue de la sala hasta el patio el eco
de la risa, el rebote en las paredes, las ganas
contenidas de abrazarlos e hincárseles de rodillas,
tan señores.
Pantin y Palacios conocen la importancia de rastrear los orígenes a través de la ceniza para no perder su lugar en la tierra. Ambas hacen uso del lenguaje para escribir una poesía que se cuestiona los espacios que se habitan y los linajes que las atan a los territorios maternos y familiares. Finalmente, en el cuerpo de la literatura, como señala Saraceni, la sangre pesa de otro modo:
Las estirpes se constituyen mediante pactos que responden a vínculos imprevistos y alianzas móviles. Los patrimonios tienen una rentabilidad distinta de la acumulación, y la pertenencia se siente extraña en cada casa donde busca echar raíces (14).
Porque, al final, cada casa es muchas casas. No solo es ese lugar geométrico donde nacimos y aquel que luego pasamos la vida intentando construir o reencontrar, como transeúntes, sino las deseadas, las derribadas, las recreadas hasta nuestra muerte. Hanni Ossott creyó que tantas casas acumuladas dentro de uno solo indicaban aquel dolor de querer ocultar la casa original. En Casa de agua y de sombras, ella dice:
La casa original se lleva a cuestas. Dolorosa. Difícil. Quisimos otra, entre tantas comparaciones. Y sin embargo fue para nosotros la más apropiada. La conocible, la manejable. Sus surcos estaban inscritos en nuestra sangre, aun en los exilios (15).
Ese espacio flexible, donde existen desde las más altas tonalidades de luz hasta las más profundas oscuridades, no puede verse como un espacio puro sino como un lugar de acumulación: ahí se depositan los objetos, el sucio, el polvo, todos los rastros que evidencian el pasar del tiempo. María Elena Ramos escribe que el espacio arquitectónico no puede entenderse si no se observa desde el movimiento: “Para abarcar, penetrar, develar, descubrir, re-encontrar y re-conocer el espacio… No se entiende si no se vincula con el tiempo: lo que dura el transcurrir” (30). Ese suceder está presente en la casa de Ossott, donde no solo coexisten el agua y las sombras, sino los familiares que transitan el hogar: padres, madres, hermanas que deambulan y se extravían en las múltiples versiones que tiene la casa cambiante.
Para Hanni Ossott los objetos son discursos por medio de los cuales ella se apropia del espacio familiar. Su cuerpo es uno que se reconoce al tocar el sombrero de la madre, al verse en el espejo del padre, al meter la mano en closets y baúles donde se acumulan los olores del moho, de ese transcurrir, “el collar de perlas/ que trato ahora de robarle a mis hermanas/ esa herencia tan secreta de amor” (22). La voz poética de Ossott hace un inventario de prendas, trajes, cosas que se guardan para evitar el quiebre de las dinámicas internas y de los linajes familiares. Es una voz que se hunde en el agua amniótica para evitar que las sombras de lo desconocido la encuentren: “Guardamos muchas cosas/ secreta seguridad nos ampara. / Un angelito quebrado puede ser nuestro infierno” (21).
A diferencia de Pantin y Machado, que dan bienvenida a los espíritus, a los deambulantes no-humanos, a los animales de la noche, y han aprendido a convivir con los fantasmas, para Ossott su presencia solo podría significar síntomas de locura:
Y los temores
el miedo a que alguien apareciese
y se me quedara mirando
fijamente y en silencio
Y el temor de irse lejos
de perder la mente (30).
Ossott expresa su rechazo por la hora crepuscular y la eternidad de la noche, por ese extravío de su mente, “de un irse”, y el “afantasmamiento” de las tardes (Ossott 34). Para ella, la casa está dividida en dos patios y el encierro necesita interrumpirse por una vida exterior. Sin embargo, ese asombro esperanzador por un afuera se disipa muy pronto, y Ossott vuelve a hundirse en un escenario asfixiante “entre la melancolía y la ebriedad/ [y] al fondo de esa casa/ un padre/ inventando salidas imposibles” (37).
Bibliografía
Bachelard, Gaston. The poetics of space. Boston: Beacon Press, 1994.
Derrida, Jacques. Cinders. (Posthumanities). University of Nebraska Press, 1991.
Freud, Sigmund. The Uncanny. London: Pinguin Books, 2003.
Gordillo, Gastón R. Rubble. The afterlife of destruction. Duke University Press, 2014.
Machado, Luz. La casa por dentro. Caracas: Editorial Sucre, 1965.
Ossott, Hanni. Casa de agua y de sombras. Caracas: Monte Ávila Editores, 1992.
Palacios, Antonia. Obras completas. Volumen II. Caracas: Calicanto. Universidad Católica Andrés Bello, 2002.
Pantin, Yolanda. Casa o lobo. Caracas: Monte Ávila Editores, 1981.
Ramos, María Elena. “El Edificio, el espacio”. El espacio. Caracas: Fundación Museo de Bellas Artes/Fundación Banco Mercantil, 1991, pp. 7-37.
Rísquez, Fernando. Aproximación a la feminidad. Caracas: Editorial Arte, 1985.
Saraceni, Gina. La soberanía del defecto. Caracas: Editorial Equinoccio, 2012.
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