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Intimidad

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Por MARINA VALCÁRCEL

En abril de 2015 una extraña petición llegaba a la web de la Casa Blanca exhortando al presidente Obama a que retirara «los horribles cuadros de Renoir de las paredes de la National Gallery de Washington». No tuvo ningún efecto. Sin embargo, la apertura en paralelo de una cuenta en Instagram titulada «Renoir Sucks At Painting», algo así como «Renoir apesta como pintor», fue una revancha más eficaz de esta causa, aparentemente estética, defendida por Max Geller, un joven americano dedicado a la comunicación política y que llevó las cosas aún más lejos al manifestarse en octubre de 2015, ante el museo de Bellas Artes de Boston para exigir que se descolgaran las obras del pintor francés.

Todo comienza el día en que Geller visitó la Barnes Foundation de Filadelfia, que conserva la mayor colección de Renoir del mundo, «181 obras todas -según él- nauseabundas». Desde entonces y desde su dictadura basada en un supuesto buen gusto, este americano nos interpela con la pregunta: «¿Por qué se nos impone que Renoir es un gran pintor?». Sobre la misma cuenta de Instagram, una de las descendientes de Renoir contestó a Geller: «Cuando su tatarabuelo pinte un cuadro que valga 78,1 millones de dólares, quizá entonces tenga derecho a la crítica».

Sobre esta polémica, que estalló hace un año, desembarca en el museo Thyssen de Madrid «Renoir: Intimidad». Una magnífica excusa para revisar nuestro criterio sobre el pintor desde la contemplación sosegada de sus lienzos. Hablamos con Guillermo Solana, comisario de la muestra, quien nos devuelve una pregunta esclarecedora: «¿En la época de Jeff Koons y Damien Hirst podemos mostrar escrúpulos con el kitsch?».

Pintar la alegría desde el dolor 

Pierre-Auguste Renoir (1841-1919) pasa por ser el pintor de la vida alegre, de los días de fiesta, del ruido de las verbenas, las mujeres sensuales, las fiestas al borde de un embarcadero, las mesas con bodegones de manteles luminosos, el cristal para vino y frutas, los colores brillantes y una técnica que aparentemente surgía sola, de manera natural.¿Es Renoir solo esto?. Conviene tener dos ideas presentes antes de cerrar en falso el estereotipo aprendido sobre el pintor de Limoges. En primer lugar, Renoir, considerado el pintor de la alegría, pintaba desde el dolor. Ya muy joven una artritis reumatoide avanzaba por su cuerpo paralizando sus extremidades, sobre todo sus manos, su obsesión. Caballetes con poleas y pinceles atados a sus muñones deformados con gasas fueron algunos de los ingenios que tuvo que emplear para seguir pintando hasta el final. «Creo no haber pasado un solo día de mi vida sin pintar», solía decir.

Por otro lado, la extensa biografía pictórica de Renoir, con casi 4.000 obras, responde a su deseo obsesivo por querer domesticar a la pintura. Nada hay de carrera lineal, ancha, cómoda y previsible; es más bien la de un incesante combate interno. Su método se basaba en la reflexión y la adicción al trabajo.

De Watteau a Picasso

Renoir empieza a pintar cerca del Rococó: admira a Fragonard, Boucher y Watteau, de ahí viene el gusto por una temática muy francesa, las fiestas galantes. Son los años de aprendizaje, entonces ganaba su sueldo como pintor de porcelanas hasta que una máquina más eficaz y precisa que él dio al traste con su trabajo. El odio de Renoir por el progreso viene desde que tiene 12 años. «Yo no soy un intelectual, soy un obrero de la pintura».

Las dos primeras salas de esta exposición reúnen los lienzos de su etapa impresionista, la década de 1870. Renoir es, junto con Monet, el primero de los impresionistas en tener éxito comercial y en ser aceptado por la crítica: son los dos grandes virtuosos. A diferencia de Monet, Renoir era por naturaleza un pintor de la figura humana, más bien de la femenina. Además, tenía la obsesión de vender. Por eso nunca dejó de pintar retratos. Esta exposición les dedica una sala en la que está el elegante Retrato de la mujer de Monet (1872-74).

Los años impresionistas, que abarcan solo 10 de los 50 que dura su carrera, conforman su etapa de gloria, la de los grandes lienzos pintados al aire libre, los temas de la vida moderna, las mujeres elegantes vestidas con sus sombreros y paraguas, los de la pincelada hecha a base de toques rápidos y vigorosos simplificados al extremo, los personajes abocetados y las figuras modeladas por la luz. Pero este periodo dura poco. Ya hacia 1879, se despega del impresionismo y empieza a surgir una obra distinta, una pincelada más barrida: «Renoir, como Cézanne, fue un pintor antiimpresionista», diría André Lhote.

La respuesta a la modernidad en lo clásico 

Entre 1883 y 1890 sufre una crisis severa; el pintor se confiesa a Ambroise Vollard: «Mi trabajo se colapsó. Había llevado el impresionismo hasta el final, y llegué a la conclusión de que no sabía ni pintar ni dibujar». Entonces se vuelve hacia Ingres. Es lo que se conoce como periodo aigre o amargo no solo por el giro hacia colores más fríos, también por un guiño al juego con la sonoridad del nombre del pintor de la Gran Odalisca.

Renoir se sumerge en un proceso de trabajo radical; quiere examinarse frente a los grandes muertos: Rafael, Tiziano, Rubens. Escribe a Durand- Ruel: «Me encuentro aún enfermo de búsqueda. No estoy contento, borro y vuelvo a borrar…». En esta época de regresión a lo clásico, el dibujo empieza a invadir sus cuadros y la temática, a alejarse de la vida moderna. Después de su viaje a Italia, en 1881, donde se queda atónito ante los frescos de Pompeya y la pintura de Rafael, sus temas viran abiertamente hacia una Arcadia intemporal sugerida a través de bañistas convertidas en ninfas, con un canon distinto: lejos de las mujeres femeninas, redondas y suaves del primer Renoir, surgen unos cuerpos monumentales, casi andróginos, más cerca de las obras de Miguel Ángel, de sus sibilas y por tanto más cerca de la escultura, de Maillol.

Su obra Las Grandes Bañistas (1887) se consideró en la Francia de principios del siglo XX un punto de partida hacia la modernidad; fue pintada en el complejo momento del desarrollo del cubismo y la abstracción.

Toda una sala está dedicada a las Bañistas entre las que destaca Bañista sentada en un paisaje, comprada por Picasso para su colección particular en 1919.

Acoger al espectador. 

 

La exposición aborda, además, una sugerente propuesta: el aspecto táctil que inunda sus cuadros, las figuras que se abrazan, la intimidad. Solana nos explica: «Renoir no es un pintor, como Monet, exclusivamente visualista que le interesan solo las sensaciones retinianas. Es un pintor que siempre busca un anclaje táctil, en una figura que toca a otra, o en una figura que toca un objeto, dando ese tono íntimo. Las escenas musicales tienen que ver mucho con lo táctil, las niñas que tocan el piano, la guitarra… Pero si nos fijamos en todas las grandes escenas de Renoir hay una figura que abraza a otra, que envuelve a otra. En el Retrato de los hermanos Durand-Ruel, las miradas están perdidas pero quedan unidas por un brazo que pasa por detrás».

Renoir ¿una vía muerta? 

En este punto es preciso hacerse una pregunta que enlaza con la polémica inicial, todo Renoir, también el de las niñas sonrosadas, ¿es una vía muerta en pintura?. Solana afirma: «Es precisamente el último Renoir el que, como sus contemporáneos Cézanne y Monet, se convierte en la referencia para las nuevas generaciones de artistas: Picasso, Matisse, Bonnard o Maurice Denis. Los grandes defensores del arte moderno como Leo y Gertrude Stein, Albert Barnes o Paul Guillaume coleccionaron Renoir, como también lo hicieron Picasso, Cézanne o Matisse. Admiraban sus obras del cambio de siglo, ese monumentalismo desenfrenado, distorsionado, titánico. De ahí surge la inspiración de Picasso para algunas bañistas de los años 20».

En Matisse, la deuda a Renoir es aún más concreta: «Es el uso del negro lo que le interesa. El negro es lo primero que los impresionistas suprimen. Lo sustituyen por azules. Su paleta viene del arco iris, no puede haber ningún color que no proceda de la refracción de la luz. Los tierras, pardos y grises vienen de mezclar pastas, materiales: son colores sucios, no proceden del espectro de la luz. Pero Renoir, en seguida, empieza a demostrar interés por el negro que ya habían usado Manet, Courbet, Corot. Este no es un color fácil. El riesgo de poner negro en un cuadro, explica Renoir, es que hace un agujero», cocluye Solana.

Renoir que en 1919, año de su muerte, atravesó la galería del Louvre en su silla de ruedas para ver por última vez las pinturas instaladas tras la I Guerra Mundial, dijo: «Empiezo a saber pintar. Me ha llevado más de 50 años de trabajo llegar hasta aquí, y aún no he llegado al final del camino». Picasso terminaría Las Señoritas de Avignon en 1907: entre su colección privada había siete lienzos comprados a Renoir.

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