Por HARRYS SALSWACH
Gran Hotel Abismo, del periodista Stuart Jeffries y exeditor de The Guardian, se acerca a la historia de los integrantes del Instituto de Investigación Social, conocido como la Escuela de Frankfurt, desde 1920 hasta nuestros días. El autor reúne un anecdotario asombroso de sus precursores, fundadores y herederos, así como un inventario de las ideas que tanto han influido en el imaginario europeo, estadounidense (principalmente) e hispanoamericano, no solo en el orden intelectual y académico, sino también en el popular. La Escuela de Frankfurt aún tiene grafiteros.
Sus integrantes conocieron el exilio durante la Segunda Guerra Mundial y el regreso a una Europa en la que todo estaba por rehacer. La izquierda alemana se forjaría luego de la Primera Guerra Mundial, desaparecido el imperio austrohúngaro, ante unas sanciones humillantes para la derrotada nación germana. Los fundadores de la Escuela de Frankfurt se forjarían en este contexto, en el ascenso de los totalitarismos. Jeffries se centra —al igual que los propios integrantes de la Escuela— en ver quiénes de los profesores e investigadores son más o menos marxistas, quiénes son más o menos revolucionarios, cuáles ideas son las más adecuadas para combatir el capitalismo (“un monstruo”) y cuáles son rescatables a la vista actual. A razón de lo expuesto por el autor me atrevería a decir que todas.
Es notable el levantamiento de información, la reunión de datos, citas, pormenores íntimos, riñas personales, amoríos, infidelidades, el seguimiento a cada uno de los integrantes de la Escuela en simultáneo, un ejercicio narrativo de cierta complejidad, resuelto con agilidad. Podría ser un material novelesco extraordinario. Desde la huida de Walter Benjamin que termina en Portbou con su muerte (suicidio o asesinato), hasta cuando Adorno fue acosado por tres mujeres que le descubrieron sus tetas mientras dictaba un ciclo de conferencias a su regreso del exilio norteamericano en Frankfurt y huyó llamando a los estudiantes “fascistas de izquierda”; la conformación de esta pléyade de intelectuales no debe pasarse por alto si se quiere entender en parte la inmortalidad del marxismo cultural, es decir, del comunismo.
La psicología de estos personajes es insondable, y la historia que les tocó vivir fue la del siglo XX en pleno: dos guerras mundiales y el ascenso y la caída del fascismo, el nazismo y el comunismo, aunque este último es considerado la respuesta a los anteriores y a toda problemática humana, siendo la principal el capitalismo (sino la única problemática) y no solo para ellos, sino para el propio autor.
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El recorrido puede ser fascinante si el lector está dispuesto a sortear, para empezar, el prólogo, en el que, sin más, el autor despacha que la otra mirada que se le ha dado a la Escuela de Frankfurt es la de las tesis conspirativas para acabar con Occidente y que ha desembocado en la acciones terroristas de la derecha y lueg, la tozudez ideológica de los famosos integrantes de una institución que se funda en el fracaso y hace de este su logro. También deberá lidiar con la tabarra doctrinal del autor quien, cada tanto, da su propia opinión pedante sobre asuntos como la lucha de clases, el fetichismo mercantil, la enajenación, la alienación, la plusvalía (¡!), el materialismo dialéctico, el sadomasoquismo, la cosificación, la hipostatización, la reificación, la eyaculación precoz, el carácter social anal (¡!) del capitalismo, el complejo edípico, y la sublimación de los deseos e impulsos libidinales de las masas, y cuanta monserga psicomarxista nos atormenta desde hace poco más de un siglo, solo para estar de acuerdo o de acuerdo solo en parte. Qué más da, primero la familia ¿no?
Porque recordemos que, por si fuera poco, varios de los integrantes de la Escuela, principalmente Erich Fromm, intentaron dar cuenta de la psique de las masas y su propensión a ser dominadas, con la estrafalaria combinación de marxismo y psicoanálisis freudiano. Los integrantes originales de la Escuela de Frankfurt eran judíos, de familias adineradas, acomodados señoritos que se enfrentaron a sus padres millonarios a la manera kafkiana, eso sí, mientras recibían su mesada, luego, no soportaban las manifestaciones estudiantiles en su contra. Debían librarse del complejo edípico.
De liberación en liberación, siempre nos están liberando. Ya lo señala el autor cuando revisa el libro El hombre unidimensional, de uno de los integrantes de la Escuela: “En una sociedad unidimensional no existe tal libertad para crearse a sí mismo como un auténtico individuo porque, como afirmaba Marcuse, sus miembros desconocen sus verdaderas necesidades (…) la libertad de la necesidad por lo material se ha transformado en un medio para producir servidumbre”. La izquierda sabe cuáles son las verdaderas necesidades, estas, no muy distintas a las de un pollo: comida, techo y perpetuar la especie (en el mejor de los casos).
El bienestar material que trae consigo el libre intercambio de bienes y servicios paraliza toda ansia revolucionaria para cambiar de una vez por todas el IPhone por un martillo y una hoz. El marxismo humanista de Fromm, y el miedo a la libertad. Del miedo a morir torturado luego de ser delatado por contrarrevolucionario por un miembro del partido comunista, ni hablar. Para Fromm no había alternativa para América Latina: lo más, escoger entre el comunismo chino o el ruso. En esas estamos.
El único momento cuando el autor parece salir del hechizo de la crítica anticapitalista del grupo de marras se da ante el rechazo de Adorno al jazz, ese “desastre del arte mercantilizado bajo el capitalismo”. Son quizás los únicos párrafos en los que el periodista Jeffries se atreve a contradecir a uno de los frankfurtianos. Y claro, el periodista de The Guardian es también crítico de jazz, le gusta el jazz, y ha sido tocado en lo personal. Él no necesita ser liberado de sus deseos consumistas, de sus placeres creados por el sistema capitalista, de “la castración simbólica” del jazz. ¡No! Parker, Mingus, Hampton, Coltrane constituyen la resistencia afroamericana ante la opresión de un sistema ideológico dominado por los blancos. Se lo pierde el alumno de Alban Berg, Adorno, según Jeffries.
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Desde su fundación a principios del siglo pasado, hacia 1920, los integrantes de la Escuela de Frankfurt intentarían dar respuesta a varias interrogantes. ¿Por qué Alemania en 1919 no pudo hacer la revolución como sí la hicieron los rusos dos años antes? ¿Por qué el proletariado no lo hizo frente al fascismo sino que lo apoyó? ¿Por qué el sujeto revolucionario se ha dejado encantar por una vida más confortable en el capitalismo y no ha incendiado el mundo? Esta última pregunta se la harían durante el exilio en Estados Unidos cuando tuvieron que abandonar Europa. Me pregunto por qué no se fueron a Moscú. Llegaron a California entre la década de 1930 y 1940, y encontraron un parecido gemelo entre el fascismo y el capitalismo que se da en la democracia liberal norteamericana. Semejanzas entre Hitler y Hollywood. Con la diferencia de que cuando les tocaban la puerta en la noche no era la Gestapo sino un repartidor de pizzas. Estas comodidades y libertades atormentarían a los integrantes de la Escuela. Y atormentan cada tanto a quienes aspiran a un mundo mejor.
Tengo para mí la sospecha de que los integrantes de la Escuela de Frankfurt fueron más astutos que nuestros soñadores contemporáneos. Incluso los hijastros frankfurtianos que andan por ahí esperando cualquier cataclismo natural o social (el acontecimiento de Badieu) para proclamar el “fin del capitalismo” han sido más astutos que los manifestantes. Y la astucia radica en que la teoría alcanza vuelos de ininteligibilidad y sinsentido tales que es intocable, incontestable, irrefutable, irrebatible. Señala Jeffries, refiriéndose a Adorno: “La teoría —a diferencia de todo lo que quedaba contaminado por su exposición al mundo real y caído— conservaba su lustre y su espíritu indomable”. Nótese el término teológico “caído”.
Como el consenso comunicativo de uno de sus herederos vivos, Habermas: no sabemos de qué hablará la comunidad comunicativa habermasiana. Él tampoco lo sabe, y he ahí la cabriola discursiva de estos pensadores: apostar por la nada. Stuart Jeffries se sorprende de que el filósofo haya buscado diálogo con Ratzinger. Un poco de sentido común no está mal de vez en cuando para la papelera que es la prosa de Habermas, como la calificó Roger Scruton.
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La interrogante siempre ha sido una y la misma, las anteriores están contenidas en esta: ¿por qué no todos somos comunistas? ¿Qué enfermedad nos oprime para preferir la explotación capitalista al reino solidario y liberador del socialismo? ¿Cuál complejo psicosexual nos reprime y nos prohíbe liberarnos? Esta monomanía de los intelectuales de izquierda y sus groupies periodistas no ha cambiado en cien años, así como no da respiro a lo largo de casi quinientas páginas de Gran Hotel Abismo. Lo que ha podido ser una historia de exilios, clandestinidad, espionaje, intrigas políticas, efervescencias ideológicas, se convierte en una historia contada para tener el visto bueno del propio autor.
Eso sí, medio millar de páginas bien traducidas, hermosamente editadas; lo mejor del libro de Jeffries es el propio libro, el papel ahuesado y de un gramaje que no trasluce, las guardas, el cartón fuerte de la portada, una mancha impecable, una caja generosa, todos estos elementos que muy a pesar del contenido el libre mercado procura convierten la lectura en un gozo. El capítulo titulado En contubernio con el demonio es excepcional. En él se cuentan los encuentros californianos de Adorno y Thomas Mann cuando el teórico de la música asesoraba al nobel en pasajes del Doktor Faustus. Y que por cierto terminó en enemistad.
Los famosos integrantes principales de la Escuela de Frankfurt, Teodoro Adorno, Mark Horkheimer, Franz Neuman, Erich Fromm, Herbert Marcuse, Friederich Pollock, György Lukács y el propio Jürgen Habermas descubrieron (como bien lo sabía y lo sabe la Nueva —vieja— Izquierda, Althusser, Lacan, Sartre, Foucault, Derrida, Deleuze, Badiuo, Said, Zizek, entre otros) que lo importante es la fatuidad, la alambicada prosa sin sentido, los cálculos o los conjuntos inextricables, la nada, la náusea, la arcada, una glosolalia nihilista que esquiva, unas veces con elegancia y otras con desparpajo, la genealogía criminal de unas ideas cuyas consecuencias van sumando unos ciento cincuenta millones de muertos y contando. No se dan por enterados de la carnicería llevada a cabo por el comunismo, si acaso de la “desviación estalinista”. No hay belleza, no hay gratitud por la cultura heredada, no aman, solo hay enfrentamiento, confrontación, desolación y repudio, “dialéctica” le llamarán unos, “historia” otros. Solo ven estructuras de poder que hay que aniquilar. Poder que hay que detentar. El mundo hay que cambiarlo, no interpretarlo. El cambio se ha identificado con la destrucción.
Tiene el autor, no la habilidad, sino la desvergüenza de obviar que estos intelectuales mantuvieron sus veleidades con regímenes criminales a prueba de cualquier refutación o crítica y se conjuraron un corpus teórico impermeable a la sangre derramada cuando sus idearios se hacían efectivos, es decir, cuando sufrían la caída.
Así, el propio Jeffries alaba el renacimiento bolivariano socialista (sic) en Latinoamérica, movimiento que exige lo que el capitalismo neoliberal le ha negado al pueblo: reconocimiento (sic). Para cuando este libro se publicó en inglés en el 2016, la cifra de exiliados venezolanos rondaría los tres millones. Tres millones que no querían, supongo, “reconocimiento”. Esta villanía profesional del periodista de The Guardian solo es comparable a la soberbia con la que acaba las líneas finales. Recomienda leer las obras de estos pensadores porque motivan a pensar de una manera diferente, y lo hace aun cuando las quinientas páginas son —con muy pocas excepciones— un ejercicio de ecolalia ideológica pueril, como si hubiese escrito Gran Hotel Abismo para estar de acuerdo con sus integrantes y consigo mismo. En fin, quizás no era solo Benjamin quien no sabía prepararse ni siquiera un café y responsabilizaba a su madre, quien se lo proveía, por ello.
*Gran Hotel Abismo. Biografía coral de la Escuela de Frankfurt. Stuart Jeffries. Traducción: José Adrián Vitier. Turner Publicaciones. España, 2018.
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