Por ELENA CUÉ
La Isla de Mallorca y las circunstancias me han llevado a un encuentro con Miquel Barceló donde he podido conversar sobre su vida y su obra. La visita empezó en su taller de cerámicas La Taulera, y terminó en su casa y taller de Farrutx. “¿Has visto estas piezas negras? Están ahumadas –dice el artista mientras me muestra el estudio– con el humo que sale de la alfarería, las pongo ahí, en la chimenea, para que se queden con el hollín y después lo fijamos con las telarañas y todo. Me gusta mucho. Es arcilla de aquí al lado, se vuelve así de este color de pan, es el color de los pueblos de Mallorca”.
El taller es empinado con cierta inclinación: “La tierra entraba por ahí y salía en forma de teja o lo que sea por aquí. Hay una teoría de los años 60 de un arquitecto francés que se llama Claude Parent sobre la arquitectura oblicua, porque lo oblicuo te obliga siempre a estar en acción, si es horizontal estás parado, si es oblicuo es dinámico. Es divertido vivir en una casa oblicua porque si se te cae algo de la mesa se va rodando. Es muy interesante como concepto filosófico”.
―¿Esta pieza de cerámica será negra?
―Nunca sé qué serán.
―¿Cuándo empezaste a hacer las cerámicas negras?
―En África, las cerámicas. Las negras hace menos tiempo; primero empecé haciendo los cuadros ahumados, porque una forma de destruir la obra que desecho es quemarla, porque la cerámica no se puede quemar, entonces la machacamos para hacer chamota, que es polvo de cerámica, y lo transformamos en otra cosa. Con los cuadros es curioso, porque los que quería destruir ahumándolos, de repente empezaba a rascarlos y se convertían en otra cosa. Y con la cerámica lo mismo, se convierten en objetos. Mira, esta negra cortada parece leña… Odio estas cerámicas brillantes y de colorines. Me gustan las cerámicas de hace dos mil años, las andalusíes, pero en general casi nada me gusta en cerámica, me gustan las que hacían Miró y Fontana, algunos, pero la cerámica contemporánea me parece horrible.
―Visité las Cuevas del Drach…
―Las cuevas del Drach, la Catedral de Mallorca y el fondo del mar seguramente es lo que más me gusta de aquí.
―¿Has visto la mano de una niña que se ha descubierto recientemente?
―Sí, salen cosas continuamente. Analizan un coprolito y dicen, “tiene 50.000 años”. Es una carrera a ver quién tiene la cueva más antigua; es una insensatez. Altamira es una maravilla pero no hay nada ni remotamente parecido a Chauvet. Es una joya absoluta, la más antigua y la mejor, es irónico.
―Recuerdo que comentaste que Chauvet había sido una de las impresiones estéticas más impactantes de tu vida.
―Esta cueva tiene algo más que Altamira, Lascaux, o ninguna otra. Yo las he visto todas muchas veces, es casi una profesión. Y hay algo ahí que no somos capaces ni de entender. Entendemos no solo cómo se hizo Altamira sino también bastante por qué. En cambio en Chauvet hay algo que se nos escapa, una relación de los hombres con lo que pintan que también se nos escapa, esa especie de empatía tan profunda con el animal. La diferencia de morfología de los animales es alucinante. En Lascaux, un bisonte son todos los bisontes, incluso utilizaban una plantilla, lo que es muy moderno: tenían un pedazo de piel para hacer el contorno. Cuando pintan un bisonte, es un bisonte genérico. En cambio, en Chauvet un caballo o una leona es esta leona específicamente y no ninguna otra ni antes ni después, y le podías poner incluso nombre y apellido. Es como un cuadro de grupo de Rembrandt, que cada personaje tiene una vida y unos padres y unos hijos, es asombroso. Chauvet es la obra cumbre de una cultura de la que no conocemos nada. Y seguramente en las cuevas de Altamira estuvieron sus epígonos.
―¿Por qué esa obsesión por las grutas?
―Aquí hay muchas, para mí es como ir por debajo del agua. Es también donde se hace la luz. La cueva genera cosas, siempre es fascinante. También es lugar de entierros y de reflexión. Donde yo vivo hay una cueva, algo que fue bastante determinante para que adquiriera la casa.
―Observo que tus últimos cuadros no son tan matéricos.
―Tampoco me gusta que mi obra tenga que ser matérica. Me gusta mucho Velázquez, él lo era, no es tanto por la cantidad de la materia empleada sino por la percepción. En Goya o Velázquez no es la cantidad de pasta sino la evidencia de la pasta, es decir, que es importante la materia en cada pincelada, no es una abstracción, es un hecho físico, eso es lo que hace diferente a Velázquez de Goya. La pintura española se caracteriza por eso, por esa especie de fisicidad de las cosas hasta en Meléndez o en pintores que parecen planos. Rembrandt empezó pintando como pintaba Meléndez toda su vida y poco a poco fue como depurando y concentrando… Como Giacometti, llegó a la conclusión de que todas las figuras humanas convergen hacia la nariz. Es como una pirámide, le decían que sus cuadros los podían colgar por la nariz porque ponía mucha pasta en ella, el pobre Rembrandt. Y Meléndez fue un pintor de figuras frustrado, que siempre quiso ser pintor real, retratista, lo entrenaron para eso. Era hijo de pintores y lo entrenaron para ser un figura. Pero el pobre nunca consiguió ser pintor real y tuvo que pintar esos bodegones toda su vida. Son figuras escondidas, cada tomate es como un retrato y en el borde de la mesa empieza su vida. Cada uno de sus cuadros está subrayado por este borde y al principio es limpio y al final pinta golpes, muescas. Como si fueran todas las heridas que la vida le había hecho a él.
―Qué interesante…
―He leído mucho sobre la vida de pintores, me gusta. Y el único lugar donde siempre siento afinidad con gente es en el Museo del Prado, viendo pinturas, siento que hay cosas que sí compartimos. Voy muy a menudo, siempre que puedo. Es mi museo favorito. Es el gran museo de pintura. Me gusta también el Museo de El Cairo, es fabuloso, pero El Prado es el mejor museo de pintura del mundo. El Museo del Louvre es un gran museo universal, pero el Prado es el museo de pintura y de pintura barroca. De tradición, de una cultura privada.
―Hay otra África más bella pero escoges uno de los países más pobres del mundo, Malí (País Dogón); tierra árida, llena de polvo, desierto, termitas, enfermedad, muerte… ¿Por qué?
―No escogí, me escogió. Primero iba a atravesar el desierto, porque había estado viviendo en Nueva York y había estado pintado estos cuadros blancos que no sabía muy bien por qué, una especie de necesidad, de limpieza, de regenerar algo, y también quería quitarme muchas cosas de encima. Entonces fui al desierto sin saber muy bien dónde iba, un viaje con Mariscal, y entonces fuimos a pedir consejo a uno de los que hacía el París-Dakar porque yo no tenía ni carnet de conducir.
―Pura aventura.
―Fíjate qué osadía, en un Land Rover que acababa de comprar. Yo suelo hacer así las cosas… Me dijeron que tuviera cuidado con el polvo, que entraba hasta en las latas de sardinas, y yo pensé que era una especie de metáfora, pero no, era un hecho, una realidad. El polvo se metía en todo, en los papeles, la pintura… Al principio yo luchaba contra esto, como las termitas, pero al final lo incorporé, era como un regalo, mejoraba todo. Y mi obra tenía sentido ahí. Llegamos a Gao, a Tombuctú, al lado del río, de una gran belleza, con una duna rosa, que es una montaña de arena donde van las parejas al atardecer. Y empecé a pintar, no como en Nueva York, París, ni en ninguna otra parte. Eso de pintar el cuadro grande en el suelo allí no tenía ningún sentido. Y empecé a dibujar en el mercado, como cuando tenía 12 años, empecé a dibujar a la gente, la arena. Es como estar en el espacio pintando sin gravedad, es como dibujar la nada. Espacios, sin siquiera horizonte, es pura la luz. Empecé el cuaderno y las acuarelas y entonces llegué al país Dogón y quedé fascinado. Al principio solo conocía su estatuaria porque está en los museos, pero ni siquiera me interesaba particularmente, me empezó a interesar después, cuando lo conocí. Luego me hicieron una casa los dogón en 1991, pero hubo un golpe de Estado y una revolución y entonces me fui en piragua un mes por el río Níger.
―¿Era peligroso?
―Bueno, había soldados, Tuareg armados… Se notaba que la piragua no era como las demás, porque la había hecho para pintar. Tenía una mesa con bordes. La barca estaba pintada por delante y por detrás por mí y la vendimos después allí por 300 euros, el precio normal de una piragua. Cuando la vendí pensé que si había algún listo que conocía mi obra igual después me la iba a encontrar en París. Pero acabó en Gao, vieja, y me alegro, estuvo bien eso, ningún coleccionista la encontró. Bueno, y después los dogón me hicieron otra casa en el mejor lugar, al lado de una fuente de agua, de unas cuevas, un sitio fabuloso, que es mi casa todavía.
―Escuchando tantas experiencias me viene a la cabeza una frase tuya que dice mucho: “Pintamos porque la vida no basta. En cualquier caso, aquí la vida sí basta. Es casi excesiva”. ¿El tiempo se ralentizaba allí y la vida era tan cruel que llega a ser excesiva?
―Todo es extremo en Gao, la felicidad es extrema y el dolor es extremo, el aburrimiento, todo es extremo. Todo se vive intensamente. Estás enfermo y casi te mueres, todo es muy intenso. Por eso luego todo lo echas tanto de menos. Pero también con grandes momentos de espera porque hace tanto calor, a veces se alcanzan 50 grados, que hay que esperar que baje la temperatura. Yo no soy nada paciente por naturaleza, pero creo que en África aprendí mucho de esta especie de paciencia.
―¿Qué hacías en esa espera?
―Escribía, dibujaba, podía leer, pensar o nada. Pero me acuerdo cuando los típicos policías te paran para sacarte pasta, cuando ven a un blanco, al principio negociaba pero luego aprendí las reglas, aprendí que si no tiene armas, ni móvil, le saludo y sigo. En África son tan educados que tú les dices “Salam Aleikum” y te responden y luego te pitan pero tú ya estás a cien metros. “Para, para”, pero ya estás lejos. Entonces pensaba: si tiene un arma me paro; si no, no.
―¿Lo tomabas con paciencia?
―La primera vez que me pasé de una raya que pintaban a traición detrás de una curva, bajé del coche con mis amigos, saqué la tetera, las esteras y empecé a hacer un té. Nos echaron inmediatamente a patadas. Cuando ven que no tienes prisa, te echan. Ellos saben negociar con blancos con prisas que es lo que somos casi todos. Los blancos dicen tengo un avión mañana y dicen pues qué bien, aquí sacaré mucho. Es que somos transparentes.
―¿Qué es lo que más echas de menos de Malí?
―Creo que lo que más echo de menos es la risa, entre todo. Con mis amigos cada día nos podía doler la tripa de reír porque a mi casa venían como cincuenta personas a beber té o cerveza y a contar historias, hombres y mujeres.
―¿Y cómo eran esas historias?
―Historias suyas. Te vuelven a contar la misma historia que te han contado cincuenta veces, pero mejorada, se trata de ir mejorando. Yo esto lo aprendí de Paul Bowles en Tánger, porque él transcribía las historias del mercado, de los contadores de historias analfabetos. Las historias se publicaron en Anagrama.
―¿No tienes tú su biblioteca?
―Sí, yo tengo su biblioteca. Era amigo mío de viejo, tenía 80 años. Era el único europeo que había venido a vivir a África en esa época, para mí era un modelo de comportamiento, no era el típico que se va a vivir a Bora Bora. Como yo, que me fui a vivir al país Dogón… ¿Quién se va a vivir allí? Un tío con éxito y con dinero se va a vivir a otros lugares. Francesco Clemente se fue al sur de la India, cerca de Goa, era más chic. País Dogón era como lo más pobre.
―¿Yo pensaba que era más bien como una búsqueda de purificación?
―Yo no buscaba eso, me gustó tanto que me quedé. Creo que necesitaba encontrar un equilibrio.
―¿Te vas a lo extremo para buscar el equilibrio?
―Sí, tengo tendencia a esto. Pero también allí encontré algo que no estaba en ninguna otra parte, esta sabiduría dogón y esta manera de estar en armonía con las cosas. Todo cobra sentido ahí, nunca sabes si lo han hecho los hombres o la naturaleza, tiene una armonía perfecta que es muy difícil de encontrar. Y las relaciones con la gente me gustaban. Lo mismo la comida, que es de lo más sobrio y de una simplicidad absoluta. Es una comida muy dura la de Malí, no hay más que grano, es como comida neolítica, pero te adaptas a todo. Creo que me vino bien, porque tenía miedo de convertirme en un cretino y no darme cuenta por haber alcanzado el éxito muy joven. Los cretinos se dan cuenta los últimos. En el arte es fácil perder tensión y mis amigos se morían todos en estos años, Basquiat y los que eran pintores de mi generación.
―Tú también tienes mucho mérito porque estuviste metido…
―En cosas que no son muy saludables.
―Sí, pero tiene más mérito que cortaras con todo, amigos incluidos…
―Eran los años 70. Y además, de un día para otro. Creo que me di cuenta de que tenía este poder para hacer eso. Antes no sabía si sería capaz de hacerlo. Lo supe cuando lo hice. Es igual que la capilla de la Catedral, que supe que podía haciéndolo. Creo que se parece a eso, que las cosas las sabes cuando las haces. Cada cuadro es así. Por eso si fracasas no pasa nada porque empiezas otra vez. Ahora que lo pienso, cuando iba a trabajar en la Catedral no sabía muy bien cómo lo iba a hacer, sé que quería hacer una gran cerámica que se cuarteara, que se dividiera por su propia naturaleza, que no fueran baldosas cortadas pero yo sabía que quería hacer eso y sabía de alguna forma que tenía la necesidad de hacerlo, tenía la confianza en que lo haría.
―Esta experiencia fue parecida a la de la Cúpula de las Naciones Unidas, ya que tardaste muchos meses en encontrar el material adecuado.
―Fue doloroso. De septiembre a febrero. Tuvimos que tirarlo todo, y tuve que despedir a un equipo completo.
―¿Y los estudiantes franceses?
―Los tuve que despedir también y todavía no me hablo con alguno. Uno me vino con una especie de propuesta de papel maché, como una decoración. Le dije: “Que no, que quiero hacer una cueva de pintura, no quiero hacer un decorado…”. Entonces empecé de nuevo pero fue muy complicado y tuve suerte de que no me echaran. Trabajando con la presión de que se acababa el contrato y con penalización por retraso. Me tranquilizaron, pero es que las Naciones Unidas necesitaba esta sala.
―¿Lo entendieron?
―Un día quería explicarles bien “a los responsables”, por no dar nombres, lo que estaba pasando. Entonces utilicé una metáfora muy poco afortunada con el suicidio y decía, por ejemplo: “Mira, para alguien como mi abuelo el suicidio no era una opción, estaba prohibido por la Iglesia, por su filosofía, era cualquier cosa menos eso”. Para mí y para nuestra generación desde Nietzsche el suicidio es una opción. Para un artista el fracaso es una opción, es decir, yo nunca tengo la garantía de que una obra va a llegar a buen puerto, porque si la tuviera nunca la haría. Tú has visto hoy las piezas derrumbadas en el taller, que cada una era un día de trabajo entero y ahí fue el fracaso, y este otro fue un fracaso técnico, por humedad. Entonces, quien lo contó, hizo un resumen de lo del suicidio. Tal vez creía que había un riesgo de que me suicidara y me dijo: “No, tranquilo, tómate el tiempo que quieras”. Creía que me iba a colgar de una estalactita, fue muy divertido.
―¿El arte, cuánto de placer y cuánto de angustia, de agonía?
―La angustia es una herramienta de trabajo, va con mi obra. La angustia es como una herramienta, es como un pincel más, lo lleva implícito. Yo no encuentro manera de evitarla, a veces la trasciendes, más allá. Y también hay gran placer, claro. La gracia perversa es que nunca eres capaz de repetir el mismo esquema. A veces me sale muy bien, y vuelvo a mi taller pensando, si piso las mismas piedras, si hago lo mismo exactamente, me saldrá bien. No. Nunca.
―¿Por qué?
―Es un milagro que nunca se podrá repetir de la misma manera, se repetirá de otra, paradójicamente, totalmente contraria. Se trata siempre de aceptar, de ir aceptando lo bueno y lo malo así como viene. Las banalidades que siempre se dicen son ciertas.
―Malí, Nepal, Japón, Sicilia, París… Eres un hombre cosmopolita, una especie de peregrino en tierras extrañas. ¿Por qué esa necesidad de vida nómada?
―Debe ser consecuencia de la insularidad. La primera vez que entendí que vivía rodeado de agua, me entró claustrofobia. Siempre he visto los barcos con ganas de estar dentro, y eso que los pintores son muy sedentarios.
―¿También como búsqueda de inspiración?
―Sí, después de Malí necesitaba algo que estuviera a este nivel. Por eso fui al Himalaya, porque me pareció que allí había algo que estaba al nivel espiritual de Malí, algo que no había visto en otra parte. Recorrí toda la cordillera y voy a volver este verano. También porque aquí el verano me gusta menos y aprovecho agosto para irme. Siempre he pensado que los pintores tenemos que inventar continuamente la técnica, las herramientas, no dar nada por supuesto sino replantearlo. En el Himalaya tienes que reinventar cómo trabajar. La última vez trabajaba con pergaminos y me llevé algunos de aquí y los estaba trabajando en monasterios. Es gracioso porque los monjes me decían que yo me hacía cargo del animal, porque cada pergamino es la piel de un animal. No es un pecado, tú te haces cargo. Es bonito: yo tenía un pequeño rebaño conmigo. Ahora lo pienso con cualquier trozo de tela, que te haces cargo, es una responsabilidad poner algo nuevo en el mundo, aunque sea una maceta.
―Es triste la situación de Malí…
―Lo de Malí ha dejado una marca en mí para siempre, sin duda; en mi obra y en mí. Pero ya sabía que acabaría mal, porque lo veía venir, aunque no pensaba que acabaría tan mal… Bueno, pensé que mis hijos seguirán yendo porque tenían muchos amigos allí. Ojalá esto continúe también para ellos. Allí se juntan para hacer trabajos colectivos. Como ya no participo con estos temas intento ayudar con otras cosas. Está bien si mis hijos heredan esta responsabilidad de intentar mejorar, son cosas que uno no puede decir, se hacen pero no se dicen.
―Me suscita curiosidad conocer qué es lo que sucede en el interior del artista desde el inicio del proceso creativo. La transformación del impulso vital en capacidad de sublimación. Has comentado que tu pintura es una actividad, en cierta medida, sexual.
―Sí, sí, todo es muy sexual. Está claro. Cuando veo las cerámicas, a mí me parece tan evidente que a veces casi me hacía gracia subrayarlo, como en estas vasijas que son sexos femeninos. En la Catedral de Palma lo miraba con una amiga psicoanalista y le explicaba que algunos peces son como sexos masculinos, y los peces abiertos como vaginas y anos. Nuestra mirada al mundo es muy así.
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Esta entrevista a Miquel Barceló fue publicada el 27 de enero de 2015, en el diario ABC. Además de colaborar en ese diario, su autora es creadora del blog http://www.alejandradeargos.com, dedicado a temas de arte y filosofía.
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