—Contra Amazon incita a pensar en la librería como un espacio de resistencia, en distintas dimensiones: físicas, estéticas, sociales y simbólicas. Advierte usted algo fundamental: la posible desaparición de las librerías podría cambiar nuestro modo de leer. ¿Podría explicarlo?
—No me parece mal que cambien nuestros modos de leer. La historia de la humanidad es una sucesión interminable de cambios en las formas de la lectura: desde la interpretación de las huellas animales de los antiguos cazadores o de los vuelos de los pájaros de los shamanes ancestrales, hasta el zapping o el surfeo contemporáneo, se abre un abanico de centenares de estrategias para descifrar significados. Lo que ocurre en estos momentos, con la digitalización del mundo, es que se está acelerando un tránsito de un modo un poco absurdo. Precipitar la extinción de las librerías de libros en papel no tiene ningún tipo de sentido. Y comprar libros en Amazon significa catalizar esa posible extinción.
—¿Hemos ingresado en una era donde el consumo cultural podría quedar bajo el dominio de los algoritmos? ¿Está sucediendo? ¿Hay tiempo para revertir esa tendencia?
—No creo que sea reversible. La inteligencia algorítmica ha llegado para quedarse, después de tantas décadas de investigación y de ficción. Tenemos que aprovechar estos años en que la prescripción humana todavía es superior. Después los echaremos de menos.
—La expansión del proceso de digitalización obliga a preguntarnos por el destino de las bibliotecas. ¿Se les reconoce utilidad, vigencia? ¿Están amenazadas? ¿Deben cambiar?
—Están cambiando. No me interesa tanto el cambio tecnológico como el cambio arquitectónico y conceptual. Se han vuelto más sociales, más comunitarias. Hay bibliotecas que han incorporado espacios de «bebeteca», como la Vasconcelos de Ciudad de México o la Eugenio Trías de Madrid, para que los padres vayan a pasar el tiempo con sus recién nacidos. Hay bibliotecas que han diseñado ámbitos para informar a refugiados o a inmigrantes, por ejemplo en Australia, en Suecia o en los Estados Unidos. Todas están de acuerdo en que ya no es necesario tanto espacio para almacenar libros en papel y que hay pensar en arquitecturas amables, porosas, que faciliten el diálogo, la convivencia y el aprendizaje.
—Durante un par de décadas, la última del XX y la primera del XXI, aproximadamente, se repetía que el libro-papel será arrasado por el libro-pantalla. ¿Conservan validez esos pronósticos? ¿La desaparición del libro-papel es cuestión de tiempo?
—De momento el libro de papel sigue siendo la tecnología óptima para la lectura de textos. La convivencia con las pantallas, libros electrónicos, videojuegos, teléfonos móviles, etc., se debe a que el códice todavía no ha superado para un tipo de lectura. Pero la cultura del libro está siendo substituida por la cultura de la app. Creo que esa substitución es más importante que la del libro en papel por el e-book. Ya no vamos a los libros para encontrar las leyes, las herramientas, los significados de las palabras, el entretenimiento. Los libros satisfacen otras necesidades, pero ya no las que durante tanto tiempo encontramos en la Biblia, el Código Civil, la Enciclopedia, el libro de recetas o de bricolaje.
—En los ámbitos de España y de América Latina, ¿hay ya una nítida influencia de lo digital sobre la creación literaria, o los escritores siguen produciendo, de forma mayoritaria, para un modelo literario basado en textos e impreso en papel?
—La literatura es el arte más anacrónico. Seguimos pensando sobre todo en formatos en papel. Nos sigue legitimando publicar en papel. La autopublicación en Amazon no tiene prestigio, sobre todo, porque no hay libros físicos con tu nombre en la portada, no hay presentación o bautizo, no están en las librerías. Es posible que eso cambie pronto, cuando el libro electrónico y el audiolibro ganen cuotas de mercado. Pero no está claro que así sea.
—Usted es un escritor activo en las redes sociales. ¿Le alarman los fenómenos de la distorsión de los hechos, noticias falsas, rumores, interpretaciones descabelladas, teorías conspiratorias?
—Sí. Sobre todo porque son menos particulares y humanos (Trump, digamos) que sistemáticos (miles de boots, robots, algoritmos, agencias trabajan para producirlos y difundirlos). Hay que tomarse un par de segundos antes de reenviar una información o un archivo. A menudo te das cuenta de que son falsos, sin necesidad de comprobarlo.
—Por otra parte, ¿qué encuentra en las redes sociales que le resulte estimulante o que merezca su atención?
—Es una forma de discriminar contenidos culturales que merecen la pena o no. A menudo leo un libro, veo una serie o compro una novela gráfica según qué han dicho personas de confianza en sus redes sociales. Es importante seguir a quienes te aportan información relevante. A veces es información emocional, que también aporta.
—Más allá de aceptar su inevitabilidad, ¿tiene precauciones hacia los efectos de la revolución digital? ¿Hay usos de los que debamos protegernos?
—Sobre todo, hay que tener en cuenta algunas cuestiones básicas de privacidad. No compro en Amazon, entre otras razones, porque tendría que darles no solo mi número de tarjeta de crédito y mi dirección, es decir, además de conocer mis gustos, mis deseos, mis lecturas, también conocerían mi realidad física. Ese banco de datos del hombre más rico del mundo me asusta. Por la misma razón no me parece necesario usar a Siri o a Alexa, porque no quiero que escuchen mis conversaciones, lo que veo en el televisor, los juegos con mis hijos. Si llega el biocontrol total, que llegue. Pero que no sea porque se lo hemos puesto muy fácil.
—Quiero pedirle que nos hable de su reciente artículo en The New York Times, que asocia lo biológico a la digitalización. ¿Cómo podría la biología acelerar la revolución digital?
—Un virus está acelerando, brutalmente, nuestra dependencia de las máquinas, las pantallas, las plataformas, los dispositivos. Había todavía cientos de millones de personas que no habían usado nunca una red social, que no habían visto nunca un video en su teléfono móvil, que nunca se había comunicado por videoconferencia, que leían cada día el diario en papel. Ahora, confinados, lo hacen todo por Internet. En el artículo especulo con la posibilidad de que la inteligencia artificial se desarrolle en estos meses todavía más velozmente, a causa tanto de la inyección de dinero como la de datos.
—Le percibo como un escritor “en campaña”. Actúa en el espacio público, cuestionando, proponiendo debates, fijando posiciones. Un autor con una poderosa vocación hacia lo público. ¿Es así? ¿Ha pensado en los resortes que lo impulsan?
—Intento actuar de un modo natural. Es decir, no me fuerzo a publicar tuits o posts o estados. Lo hago cuando se me ocurre algo que puede ser interesante, que puede aportarle algo a mis seguidores o a mis lectores. Al mismo tiempo soy consciente de que las editoriales y los medios esperan de las personas que publican en ellos una cierta ayuda para que los textos se muevan y encuentren sus lectores. Mi actividad en Facebook, Twitter o Instagram a menudo tiene que ver con eso. Es posible que dentro de poco, si no está ocurriendo ya, la obra de un autor sea el conjunto de sus artículos, sus libros y sus otras intervenciones en la esfera pública, como por ejemplo su actividad en redes sociales. Finalmente todo responde a una misma poética.
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