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Entonces Napoleón-Emperador

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Por NELSON RIVERA

Entonces Napoleón-Emperador sale del Palacio de las Tullerías rumbo a una guerra lejana, el 9 de mayo de 1812. Está en la meseta más alta de la gloria. Mira el mundo desde lo alto. Desde cinco años antes sus ejércitos dominan grandes regiones entre el Rhin y el Niemen. Napoleón-Emperador no quiere amigos ni rivales. Solo súbditos. Súbditos en distintas lenguas.

Entonces Napoleón-Emperador se desplaza poseído del hormigueo del próximo triunfo. Una vez más lo siente en su cuerpo y en su sangre: avanza hacia una victoria que será apoteósica. Mientras se traslada a Dresde, militares y diplomáticos a su servicio le aseguran el apoyo de otros poderes europeos. Envía emisarios a Alejandro, Zar de Rusia, para asegurarle “las pacíficas disposiciones de Francia”.

Entonces Napoleón-Emperador recibe la respuesta de Alejandro: mejor la guerra que una paz vergonzosa. Los rusos resistirán a pesar del poderío del enemigo. Harán los sacrificios que se impongan. No habrá rendición.

Entonces Napoleón-Emperador abandona Dresde el 29 de mayo. Sigue a Posen; no se detiene en Varsovia; a continuación, Thorn, donde inspecciona tropas, almacenes y fortificaciones. Continúa hacia Marienburgo, a orillas del Vístula. Está rodeado de nobles valientes, celosos de su lealtad, príncipes, mariscales, generales, aristócratas, hombres regios que disputan su aprobación y reconocimiento. Se enfrentan entre ellos. Sus cotizaciones suben y bajan. “Los piques entre sus generales no desagradan a Napoleón; más bien servían a sus fines. Para el patrón hubiese podido resultar más inquietante que sus subordinados hubiesen hecho causa común”. Son sus soldados de lujo. Piezas de sus juegos mentales.

Entonces Napoleón-Emperador sigue a Dantzig. El 12 de junio a Königsberg. Genio de la planificación pregunta, revisa. Abre las mochilas de los soldados para verificar sus contenidos. Ante sus ímpetus, los detalles dejan de serlo. Todo adquiere la ampulosidad de lo relevante. Dicta cartas, medidas. Más y más órdenes. Nada parece escapar a sus controles. Escribe a un general: “Es necesario que se carguen los furgones con harina, pan, arroz, legumbres y aguardientes, aparte de los demás pertrechos necesarios. Se trata de concentrar a cuatrocientos mil hombres en un solo punto. Entonces no podremos esperar nada del país, y será necesario llevar todo con nosotros”.

Entonces Napoleón-Emperador rompe las distancias con sus soldados. Se mezcla con ellos. Les recuerda otras campañas que han realizado juntos. Les hace sentir que son semejantes. Patriotas franceses. Hermanos de la tarea de mostrar con las armas la grandeza de Francia.

Entonces Napoleón-Emperador no titubea: los 650.000 hombres de la Grande Armée, bajo su genio director, bastarán contra el Zar Alejandro. Sigue hacia las grandes y desconocidas llanuras rusas. Sus jefes militares también avanzan. En Drovichin, el príncipe Schwartzenberg, con 34.000 austríacos. En la línea Varsovia-Bislistok-Grodno, el rey de Westfalia, con 69.200 westfalinos, sajones y polacos. Desde Marienpol y Pilony, el virrey de Italia, con 69.500 bávaros, italianos y franceses. A Napoleón-Emperador, rodeado de un cuerpo de altos jefes militares —el rey de Nápoles, el príncipe de Eckmühl, los duques de Dantzing, Istria, Reggio y Elchingen—, le siguen 220.000 hombres. En los predios de Tilsit, el mariscal y primer duque de Tarento, Etienne Joseph Mac Donald, con 32.500 prusianos, bávaros y polacos, también avanza. Avanzan seis compañías de pontoneros, una de zapadores, varios millares de furgones con abastecimientos, 1.300 unidades de artillería, decenas de rebaños de bueyes, centenares de ambulancias, centenares de armones. Todos rumbo a Rusia.

Entonces Napoleón-Emperador baja de su carruaje y monta un caballo. Son las 2 de la madrugada del 23 de junio. Se aproxima al río. El caballo tropieza y Napoleón-Emperador cae. Mal presagio. Un piquete de cazadores pasa al otro lado del río. Napoleón-Emperador ordena construir tres puentes. Durante cinco días los ejércitos cruzan el Niemen y se inicia la marcha en tierra rusa. “Apenas había cruzado el río el Emperador, cuando un ruido sordo agitó el aire. Se oscureció el día y se levantó un viento racheado, anticipo de tormenta. Aquel cielo amenazador, aquella tierra desolada, produjeron en nosotros un efecto depresivo (…) fue una tormenta en proporción con la magnitud de nuestra empresa (…) Durante la marcha, y especialmente en las siguientes paradas, murieron cerca de 10 mil caballos. Abandonamos muchos pertrechos medio enterrados en el suelo; también sucumbieron algunos hombres”.

Entonces Napoleón-Emperador comprobó que los cosacos habían volado el puente sobre el río Vilna. “De acuerdo con su habitual modo de proceder, el Emperador desdeñó el obstáculo que se les oponía: ordenó que un escuadrón polaco de la Guardia cruzase a nado las turbulentas aguas. Aquellos formidables jinetes se arrojaron al río sin vacilar (…) la fuerza de las aguas los arrastraba, dejaron de bracear, y eran llevados río abajo, flotando como masas inertes. En vano sus jinetes luchaban y se debatían, aunque no ignoraban que iban a una muerte segura”.

Entonces Napoleón-Emperador hace un rodeo. Esperaba que el Zar le disputara el control de la ciudad. Los informes desmintieron el supuesto. Aunque preparó una entrada apoteósica a Vilna, precedido y seguido de jinetes polacos, no ocultaba su decepción: el ejército ruso había desaparecido. Habían eludido la batalla.

Entonces Napoleón-Emperador recibe noticias. Sus ejércitos persiguen a los rusos. Les propinan derrotas. Pero el enemigo desaparece. Van tras ellos. Se producen escaramuzas. No más que eso. Los soldados están extenuados. Las variaciones del clima, las extensas jornadas.

Entonces Napoleón-Emperador protagoniza una sorprendente escena. “Allí, el 28 de julio, al penetrar en los cuarteles imperiales, desenvainó su espada y, colocándola sobre los mapas que cubrían la mesa, exclamó: Voy a detenerme aquí. Es preciso que hagamos un recuento de nuestros efectivos, nos reagrupemos, y demos descanso al ejército; además, quiero organizar a Polonia. En 1813 realizaremos lo que todavía falta”. Se comportaba como si, conquistada Lituania, el objetivo de la guerra se hubiese cumplido. “Y, sin embargo, la lucha había comenzado apenas. Habíamos vencido al espacio, pero no a los hombres. El ejército ruso seguía íntegro”.

Entonces Napoleón-Emperador se aposenta en Polonia. Recorre algunos de sus territorios. Decreta la creación de industrias para abastecer a los ejércitos. Más: ordena embellecer Vitebsk. Anuncia que traerá cantantes y actores en invierno. En aquellos días eleva la voz y se dirige al administrador: “debéis preocuparos en proporcionarnos lo necesario para que aquí la vida nos sea cómoda”. Sin embargo, a su círculo más inmediato no le convence aquella determinación. ¿Emperador-Napoleón detenerse? ¿Interrumpir su avance? No. En realidad esperaba la llegada de una propuesta de paz del zar Alejandro.

Entonces Napoleón-Emperador constató que la propuesta no llegaba. La impaciencia reapareció con sus firmes modales. Así estaban las cosas cuando el objetivo de someter a Moscú se apoderó de sus apetitos. “Napoleón lo ganaría todo. A partir de aquel momento todos quedamos convencidos de que su genio arrebatado, inquieto, que le hacía lanzarse por el camino más directo, no se resignaría a esperar durante ocho meses cuando para alcanzar a su objetivo le bastaban veinte días (…) Al principio parecía que Napoleón se daba cuenta de la gran temeridad que significaba la invasión de Rusia. Pero, poco a poco, se fue acostumbrando a la idea (…) parecía del todo enajenado, como si buscase alguien o algo que pudiera darle una solución (…) cuanto más reposaba su cuerpo, en mayor ebullición se encontraba su ánimo”.

Entonces Napoleón-Emperador decide: deben dirigirse a Moscú. Tomar la capital. Los jefes militares lo desaprueban. Napoleón-Emperador argumenta: “Así y todo, es preciso llegar hasta Smolenko; allí me instalaré. Y si Rusia no firma la paz, en la primavera de 1813 estará perdida. Smolenko es la llave de dos rutas, tanto la de Petersburgo como la de Moscú; es necesario que nos apoderemos de Smolenko”.

Entonces Napoleón-Emperador escucha: el ejército ya ha perdido un tercio de sus efectivos. Si en Vitebsk falta la comida, ¿cuánto se agravaría la situación más adelante? Entonces Napoleón-Emperador busca el apoyo de otros generales. Un argumento planeaba: las penalidades habían depurado al ejército. Solo quedaban los mejores. Los soldados que eran el alma de Francia.

Entonces Napoleón-Emperador se puso en movimiento. El 10 de agosto dictó la orden de arrancar la marcha. En las proximidades de Smolenko aparece la que le resulta la más excitante escena: una fuerza rusa de unos 120 mil hombres. El momento soñado está por producirse. Ahora sabrán de qué tratan el genio militar del Emperador y la bravura de sus tropas. La decepción no tarda en llegar: los rusos se retiran. No pudo imponerse en Niemen, ni en Vilna, ni en Vitebsk, ni ahora tampoco. Napoleón-Emperador dictamina: no se retiran sino que huyen, no actúan por prudencia sino por miedo. Un grupo persigue a los que se retiran, con resultados funestos: caen generales, caen coroneles, caen oficiales. Los días que siguen son de escaramuzas y pequeños combates, que obstaculizan o retrasan el avancen y que apenas sirven para elevar las cotas de heroísmo de los militares franceses. De los 195 mil hombres que tenía en Vitebsk, continúa con 157 mil: los demás han sido acantonados en distintos lugares, han muerto o se han dispersado en pequeñas bandas dedicadas al pillaje. Pero el Emperador cree que son suficientes. Atrás quedan otros 280 mil hombres, pero dirigidos por seis hombres distintos, independientes unos de otros. Hay disputas entre ellos. “Las circunstancias, a las que tantas veces había dominado, iban escapando esta vez de su control”. El calor aplasta. Falta el agua. Hasta Napoleón-Emperador se ve obligado a consumir vasos de un líquido marrón que extraen de charcos. Los rusos no solo van hacia atrás: también, en algunos casos, queman sus propias ciudades. Que no quede nada que pueda servir a los invasores.

Entonces Napoleón-Emperador enferma. Tose, la fiebre lo consume. Y la sed. Le informan que el enemigo se ha fortificado en las planicies de Borodino, en la orilla del río Moscova. Ordena descansar, aprovisionarse. El 6 de septiembre los dos ejércitos ocupan sus posiciones. Está todo dispuesto para que se produzca el ansiado enfrentamiento. Mientras transcurre la batalla -se inicia el 7 de septiembre- Napoleón-Emperador luce incierto. Cavila. Como si algo en él estuviera lejos de allí. Las batallas, cruentas, se suceden. 43 generales napoleónicos son muertos o heridos. Se cuentan por miles los muertos de uno y otro bando. 20 mil los heridos del lado francés. Las escenas son del infierno: cuerpos desmembrados, heridos a los que faltan sus miembros, soldados en estado de agonía que piden ayuda. Hambre, extenuación, hombres en sus límites. “Los nuestros iban venciendo toda la resistencia que se les oponía, más no lograban llegar a la decisión final de la batalla”. Si la victoria no es total, no es victoria.

Entonces Napoleón-Emperador decide continuar hacia Moscú. Quince días antes de la llegada de los franceses, la ciudad es evacuada: “los archivos, los depósitos públicos o del tesoro, los efectos y objetos de valor pertenecientes a la nobleza y a los principales comerciantes. Aquello señaló al resto de los habitantes lo que tocaba hacer”. La ciudad ha quedado casi vacía, salvo por los presos liberados, los mendigos, los delincuentes y personas abandonadas. “Moscú representaba para Napoleón todo el imperio ruso”. Algunos oficiales traspasan la fortificación y regresan con la insólita noticia: la ciudad está desierta.

Entonces Napoleón-Emperador entra a la ciudad y decreta: nada de saqueos. De nadie. A medianoche la catástrofe se hizo visible. La claridad inundó la ciudad. El fuego lo arrasaba todo a su paso. Los rusos quemaban Moscú. Las llamas están a punto de alcanzar al Emperador y a los hombres que le rodean. “Las llamas, atizadas por el viento, bajaban prácticamente a ras del suelo y rozaban nuestras cabezas. El calor insoportable abrasaba nuestros ojos que debíamos mantener abiertos y fijos en el peligro. El aire candente, las ascuas, las llamas sulfurosas, sofocaban nuestra respiración y nos ponían al borde mismo del desmayo. Las manos nos ardían al intentar proteger con ellas el rostro contra las fogaradas que se abatían sobre nosotros. Sumidos en aquel averno, nuestra única esperanza de salvación era una carrera rápida”.

Entonces Napoleón-Emperador, junto a su séquito, escapa como puede. Los peligros del fuego, el derrumbe de los edificios, un largo convoy con explosivos que ha quedado en medio de las llamaradas, deben ser sorteados. La mañana del 17 de septiembre Napoleón-Emperador su asoma a comprobar si el incendio ha sido dominado. Las llamas están en su apogeo. Perplejo, no sabe qué hacer. Lo inesperado: pregunta a sus colaboradores, mientras simula tener control de la escena. Que los rusos hayan incendiado Moscú, privándole del aspecto simbólico y militar del triunfo, lo aguijonea. En el debate entre seguir hacia San Petersburgo o replegarse hacia Vitebsk, otra vez está solo: sus generales coinciden en que ha llegado la hora de replegarse. “Pero Napoleón y el Kremlin permanecen en pie; su fama sigue incólume y el Emperador permanece convencido de que los dos grandes nombres reunidos, ‘Napoleón’ y ‘Moscú’, representarán, a pesar de todo, el remate de su obra. Decide, por lo tanto, regresar al Kremlin, que un batallón de su Guardia había preservado de la destrucción”.

Entonces Napoleón-Emperador cruza un trecho de Moscú para alcanzar el Kremlin. Lo que observa es la devastación. En las calles, soldados sobre alfombras y muebles de lujo devoran carne de caballos, con los rostros y los cuerpos ennegrecidos por las cenizas y la sangre. A la vista de todos, furtivos intercambian joyas y piezas de oro por trozos de pan. Indigentes y hambrientos se introducen en el río para intentar conseguir algunos de los granos que las autoridades de Moscú tiraron para evitar que fueran consumidas por los franceses. Uniformados franceses, comerciantes y sujetos surgidos de los escombros, con los vestidos chamuscados, se mezclan con uniformados rusos -algunos de ellos armados-, que han sido ‘perdonados’ por los invasores. Hasta los miembros de la élite militar francesa participan de la rapiña. Familias se enfrentan a los cuervos en la disputa por la carroña. Caminar equivale a sortear los restos de la destrucción y a los borrachos abandonados en cualquier parte. Insólitamente, hay casas aisladas y dispersas que han sobrevivido al fuego: allí se refugian los altos mandos napoleónicos. Entonces Napoleón-Emperador intenta poner orden: ordena el acuartelamiento de los suyos, devuelve las iglesias a los sacerdotes, ordena el barrido organizado de la ciudad, en búsqueda de alimentos y otros bienes que pudieran ser útiles a la campaña.

Entonces Napoleón-Emperador evita las tentaciones. Uno de sus mejores generales, que ha enfrentado tropas rusas, lo anima a ir a guerrear. Pero el Emperador espera la llegada de una propuesta de paz, desde San Petersburgo. Dos semanas después no ha ocurrido nada, salvo el creciente debilitamiento de las tropas. El 3 de octubre, cada vez más cerca del invierno, ordena destruir lo que queda de Moscú y dirigirse a San Petersburgo. Otra vez los generales se muestran reacios. El clima, la falta de suministros, el camino lleno de peligros: “pero era un trabajo inútil con un hombre cuya imaginación era superior a los imperativos de la realidad”. Entonces le escribe al Zar. Los intermediarios reciben al emisario francés con buena disposición. Napoleón-Emperador está satisfecho. Anuncia a sus generales que la paz está próxima. Mientras espera la respuesta, escaramuzas y combates continúan en las proximidades. El tiempo, el peor de sus enemigos, no detiene su avance. Los uniformes, los zapatos, el estado de las tropas es de extremo deterioro. Comienza a nevar. El Emperador dicta órdenes imposibles. Los partes de las batallas no siempre son victoriosos. Más bajas. Altos oficiales heridos o muertos.

Entonces Napoleón-Emperador, eufórico, dice el 18 de octubre: “Vamos a Kaluga. Y desgraciado el que se cruce en nuestro camino”. Salen de Moscú con raciones de harina para quince días. Frío, nieve, vientos imposibles, asedio de los rusos. El paisaje se torna adverso e irreconocible. Después de diez días de adelantos y retrocesos, el balance es el peor: lo recorrido equivale solo a tres días de camino. La desmoralización cunde. Llegan a un campo que, a primera vista, está sembrado de pertrechos militares abandonados. Se aproximan. Treinta mil cadáveres dispersos, desechos humanos que han sido devorados por las alimañas, donde todavía sobrevive, después de cincuenta días, algún soldado herido, “aplacando su sed en una charca de agua fangosa y alimentándose con la carne putrefacta de los cadáveres”. Lo que sigue es el hambre. Soldados que se arrojan sobre el cuerpo de los caballos recién desplomados. Las piezas de artillería van quedando en el camino: no hay animales que las arrastren. Por todas partes, como fantasmas, aparecen seres harapientos y famélicos que se disputan los desechos. La desorganización se extiende. La muerte llega con el frío y con el hambre. Juntos son imbatibles. El vandalismo, el pillaje, la desbandada. El 6 de noviembre el invierno cae del cielo. “Incluso el aire se convierte en un obstáculo para nosotros”. En algunos puntos la marcha pierde su carácter militar: la guía el deseo de sobrevivir. Las armas se congelan y se parten. Los más fuertes despojan a los más débiles. Las noches se alargan: hasta dieciséis horas. No hay un lugar donde refugiarse, donde descansar. Exhaustos, algunos se sientan en cualquier parte y no se levantan más. Toda carga, hasta las más livianas, se convierten en lastre. Las piezas del botín pierden todo sentido. En medio de aquella catástrofe, relatos de un heroísmo sobrehumanos: un general francés que, con su tropa, combatió a los rusos durante diez días consecutivos, día y noche. Diez días, día y noche. Todos sueñan con llegar a Smolenko, donde encontrarán descanso, calor y alimentos. Pero Smolenko no tiene capacidad para dar alivio a tantos.

Entonces Napoleón-Emperador llega a Smolenko el 9 de noviembre. Cinco días después siguió su camino. En otros lugares la lucha no ha cesado. Continúan las batallas con su saldo de victorias y derrotas, heridos y muertos. Los días que siguen son historias de desolación, padecimientos más allá de la resistencia humana, cuerpos desparramados en miles de kilómetros cuadrados, acciones militares de valentía inconcebible.

Entonces Napoleón-Emperador anuncia que regresará a París y designa los mandos que estarán al frente de la retirada y ordena el modo en que debe ser realizada. El 4 de diciembre los termómetros indican 29 grados bajo cero. Tendrá que recorrer 400 leguas. En su mente afiebrada juega con esta idea: que organizará otro gran ejército que irá en auxilio de la Grande Armée. A las 10 de la noche del 5 de diciembre, luego de abrazar efusivamente a los oficiales que han cenado con él, parte rumbo a Francia.

*La derrota de Napoleón en Rusia. Philippe-Paul de Ségur. Introducción: Mark Danner. Traducción: Jaime Jerez. Traducción de la introducción: Luis Noriega. Duomo Ediciones. España, 2010.

Philippe-Paul de Ségur + Mark Danner

Doce años después de aquella marcha hacia el desastre, Phillipe-Paul de Ségur (1780-1873), diplomático, historiador, aristócrata y militar, publicó en 1824, su Historia de la expedición a Rusia emprendida por el Emperador Napoleón en 1812, en dos entregas. Fue tal la acogida que los dos libros tuvieron que reimprimirse hasta en ocho ocasiones, mientras eran traducidos a diez lenguas de Europa. Sin embargo, no he anotado lo primordial: fue un elegante narrador, sensible y penetrante. Sus habilidades eran de amplio rango: con la misma solvencia con que traza el perfil mental y emocional de Bonaparte, relata los vaivenes en el campo de batalla. Las razones del Emperador pesan tanto como los padecimientos de la tropa. La proximidad al más poderoso hombre de su tiempo, no limitó ni su capacidad de observación, ni le impidió registrar los hechos con distancia.

Cuando la expedición se puso en movimiento, Ségur era miembro del Estado Mayor de Bonaparte, su edecán y testigo directo de la debacle. Quizás sea prudente enfatizar: su libro tiene ese algo genuino del que estuvo en el lugar de los hechos, y lo cuenta sin pretenderse protagonista. Aunque está siempre allí, en el lugar de los acontecimientos, su presencia no es visible. No se inmiscuye. Ségur entiende su libro como una especie de deber: mostrar cómo un hombre de genio puede construir su propio infortunio. De eso trata La derrota de Napoleón en Rusia, que es el nombre con que el libro ha llegado hasta nosotros.

Si la narración de Ségur es admirable, admirable es también el texto introductorio a cargo de Mark Danner, periodista, escritor y pedagogo, autor de varios libros sobre conflictos bélicos, brillante especialista del tema Política y Guerra.

No exagero: solo raras veces un prologuista ofrece una lectura previa tan atinada. Danner, después de introducir el contexto necesario -resume la trayectoria preliminar de Bonaparte y nos recuerda que en 1804 había sido coronado Emperador-, ofrece un texto cargado del asombro que produce pensar cómo de la grandeza, sus obsesiones lo fueron conduciendo a la ruina.

Solo un párrafo puede bastar aquí para vislumbrar el tono del texto de Danner: “Esa imagen, la del emperador todopoderoso dirigiendo a su Grande Armée para tomar posesión de la ciudad más grandiosa del zar y, no obstante, desamparado, impotente, vencido, atrapado como una rata en su jaula debido a su propia audacia y osadía, sin comida para alimentar a sus tropas y sin enemigo con el cual firmar la paz, y separado de Paris por miles de kilómetros hostiles: la imagen del héroe doblegado, prisionero de su conquista en llamas, continúa poseyendo un patetismo inquietante. Napoleón, como él mismo dijo, no había perdido ninguna batalla; y dominaba sin oposición la mayor ciudad de su enemigo. Y, sin embargo, no podía ganar. A partir de ese punto solo podía luchar para impedir la aniquilación”.

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