José Rafael Lovera | Efraín Hernández Arias

Por RAFAEL CARTAY

Siempre lo hemos sabido: porque nos lo han dicho con mucha seriedad e insistencia nuestros mayores. O porque lo hemos leído desde niños en esos textos escolares que nos hicieron amar a la nación desde la poesía. Las naciones se construyen arduamente con el esfuerzo de todos, inspirados por la guía de unos pocos que se empeñan en buscar una luz esclarecedora para ahuyentar las penumbras, que siempre están rodeándonos para complicarnos la existencia, y evitar que encontremos el verdadero sentido de nuestra vida, individual o colectiva. A veces me distraigo pensando, y sonrío cada vez que lo hago, que somos como unos barcos que navegan en un mar inconmensurable, proceloso y cargado de rémoras, sometido al riesgo del tiempo borrascoso, y sin saber en cuál recodo se esconde la traición de los ideales. “En medio del camino de la vida, perdido en una selva oscura, por haberme apartado del camino recto” (Dante dixit). Así, los barcos navegan tímidos en un mar incierto, abandonado a su propia suerte, hasta que la luz de un elevado faro les anuncia el  peligro de un farallón imprevisto y la manera de evitarlo. Las personas, como los barcos, necesitan de esa luz para corregir el rumbo y atracar en buen puerto. Mérida, 1988. Yo era un investigador que escribía La Mesa de la Meseta, Historia gastronómica de Mérida. Era un novato en las lides de la historia de la alimentación, inspirado en las obras de historiadores como Fernand Braudel y de los teóricos de los Annales, que se habían empeñado en rescatar la historia recogiéndolas de los campos de batalla y de las deslumbrantes y torvas biografías de los caudillos militares, convirtiéndola en el relato de una historia diferente, de una historia mínima y menospreciada, que narraba en primera persona, muchas veces con tristeza, los afanes cotidianos de la gente sin historia  por construir una nación sobre la base de los relatos de la cultura popular,  de una gente anónima que se movía diligente  detrás de los fogones, por ejemplo. Supe, entonces, de la inminente publicación del libro del Dr. José Rafael Lovera Historia de la Alimentación en Venezuela, 1988. Y me animé a escribirle. Explicaré el asunto desde un contexto apropiado. Un investigador desconocido, profesor de la Universidad de los Andes, que se inicia en un tema considerado de segunda categoría entre los grandes temas de la ciencia social, vence su timidez para escribirle osadamente desde la provincia a un investigador consolidado, aclamado por los medios caraqueños, por la innegable importancia del personaje: miembro fundador de la Academia Venezolana de Gastronomía (AVG);  introductor de la cátedra en la Escuela de Historia (seguramente con la sabia “complicidad” del  que sería luego mi querido amigo Germán Carrera Damas, autor de uno  de los textos pioneros de la disciplina en Venezuela: La cocina criolla oriental venezolana, como discurso de ingreso a la Academia Nacional de la Historia);  fundador del Centro de Gastronomía CEGA (revise la lista de egresados y descubrirá una gran parte de los cocineros que hoy  le dan brillo a la cocina venezolana), que alberga la más grande biblioteca de gastronomía de Venezuela, y quizás una de las mayores de América Latina, con más de 9.000 volúmenes y una larga serie de manuscritos y menús relacionados con la cocina venezolana;  individuo de número de la Academia Nacional de la Historia, y, por si fuera necesario agregar un mérito más: autor de la Historia de la Alimentación de Venezuela, la obra fundamental del género en el país, y una de las más importantes de América Latina (no lo digo por decir, por alabar vana e impropiamente al fallecido, como ocurre algunas veces con los muertos. Lo digo con responsabilidad y conciencia por haber trabajado en México, Costa Rica, Colombia, Perú y ahora en Ecuador). Aparte de  muchas obras más. Me había animado a escribir al Dr. Lovera, dije,  pensando que era en vano. Pero no, me encontré con un interlocutor dispuesto a compartir la pasión investigadora. José Rafael Lovera fue el faro esclarecedor de mi generación, a pesar de que somos de la misma edad, pero él era más “viejo” en el asunto. No solo era el maestro brillante y culto, sino el amigo que te abría las puertas sin mezquindad ninguna, o te las cerraba, con respeto, si era el caso. Fue un compañero de ruta con el que anduve un largo trayecto de “trato y conocimiento”, como dicen, en el que terminamos compartiendo, entusiastas, un campo de estudios disciplinario, y una amistad construida a pulso, con respeto, hasta convertir el trato en  un simple “José Rafael”, que trascendió el gesto adusto y severo, el del inseparable cigarrillo,  que reía poco y acertaba mucho,  y  que era en extremo serio sin ser antipático y presumido, y el que terminó siendo  el testigo de algunas confidencias que nos hacían reír en privado, el culto e infatigable conferencista, el ameno conversador en las largas sobremesas,  el sempiterno “aconsejador” de jóvenes  cocineros que soñaban con engrandecer la cocina venezolana. José Rafael fue el fundador de la moderna historiografía de la alimentación venezolana, con el que, sin embargo, discrepé algunas veces. Creo, y lo sostengo, quizás con mucha pasión según algunos, que no existe cocina nacional, que esta es una construcción arbitraria, que solo existe como una simplificación extrema de la riqueza de las cocinas regionales, que constituyen la auténtica expresión de la diversidad biológica y cultural de una nación. Esas cocinas regionales tan olvidadas y adulteradas, “lavadas, filtradas y desinfectadas” por el gusto de los beneficiarios de las estructuras de poder de las élites nacionales, y de sus aduladores, radicadas en Caracas y sus inmediaciones. Que, no obstante, expresan la sustancia de un ser social, el fons et origo de esa nación imaginaria tan querida y maltratada, que no cesa todos los días de construirse, o deconstruirse, por los “avatares” de la buena o de la mala política.


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