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El sufrimiento de las ostras

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Por MIGUEL ÁNGEL DE LIMA 

Margarita, una flor; Margarita, nombre de mujer; Margarita, un coctel; Margarita, mi prima. Pero, sobre todo, Margarita, nuestra amada isla, nuestra vieja perla.

Margarites (Μαργαρίτης) le decían los griegos a las perlas. Y las perlas provienen del nácar que produce la ostra cuando se le causa una herida. Al ser invadida por granos de arena o por diminutos parásitos, la ostra se defiende creando la madreperla, capas de nácar que la protegen de la agresión. Y allí nace y va creciendo la gema, la brillante perla que luego será magnífico ornamento. Y así la psique, el alma, se protege del poder hiriente de la realidad, activando su fuerza creadora para crecer frente a lo adverso del medio donde se desenvuelve.

Margarita Gastronómica, en la persona de Fernando Escorcia, me invita a compartir algunas reflexiones sobre la enseñanza y el aprendizaje psicológicos en esta larga pandemia. Y ante esa solicitud, debe el profesional de las ciencias de la conducta, psiquiatra o psicólogo, protegerse de la enorme frivolidad del tiempo que vivimos. ¿Cómo escapar de esas modas del pensamiento, del agotado discurso que suena a fast food y que sabe a “sopa de sobre”, que apenas sirve para “calmar el hambre” y a la vez se sirve de nosotros para reducir el noble arte de los fogones a un trámite, como quien hace una diligencia en una ventanilla de una oficina pública? Es lo que pasa con el discurso actual de cierta psiquiatría, de cierta psicología de “andar por casa”, y que enfrenta el riesgo de caer en el pozo muy poco profundo, pero pozo al fin, de los devaneos del coaching y de las intervenciones pseudopsicológicas, simples recetas de una cocina de “bala fría”, de una ensalada de bolsa comprada al vuelo en un supermercado de la psicología exprés. Y pienso en la postmodernidad y en el “fin de los grandes relatos” de Lyotard; y en el pensiero debolo (el “pensamiento débil”) de Vattimo; y en la “modernidad líquida” de Bauman, instrumentos de vuelo en este mundo de lo frágil y de lo precario, donde vemos muy borroso porque se ha mezclado la miopía de nuestra vista con la sucia calina de la trivialidad del chat y del enunciado falsamente agudo de Twitter.

Al carácter iridiscente de la perla se le conoce como su “oriente”. Es diferente a su brillo, que viene del reflejo de la luz exterior. El oriente procede de adentro y depende del número de capas de nácar que segrega la ostra (y en feliz consonancia, en el Oriente como referencia geográficaestá nuestra isla). Y así, como el oriente de la perla, es el alma, con la fortaleza que surge del niño que se nutrió del afecto de sus padres, de su maestra, de su profesor de música, del sacerdote o del pastor, del amigo de su cuadra o de su compañero de clases. Es el entramado afectivo que tejimos sin saberlo en ese claro momento de la historia de nuestra vida: la niñez, con la seguridad que viene de la madre, pero también del buen padre, de esa abuela querida o de un orientador cercano, en el ejercicio de su vocación de apoyo a quien más lo necesitaba. También cuenta el animal de compañía, la mascota silenciosa con su presencia fiel y sin confusiones. Y así comenzamos a “gestionar las adversidades” y a sabernos fuertes dentro de nuestra flexibilidad, a la manera del Lee filósofo: “Cuando el adversario se expande, yo me contraigo; cuando él se contrae, yo me expando”.

Y pienso en la vida de Boris Cyrulnik, quien, a partir de su propia historia de terribles adversidades, acuñó el término “resiliencia”, palabra todavía útil, aunque cada vez más desvaída como todo lo que ha pasado por demasiadas manos. Y volvemos a la filosofía al pensar en Nietszche: “Ya no hay hechos, tan solo interpretaciones”. Pensamiento que es llevado a la psicología en la “Teoría de las atribuciones”: “no es la experiencia vivida, es el significado que le adjudicamos”. Y de allí la palabra compleja: “resemantizar”, “conceder otro significado” a esta experiencia difícil, a este momento tan duro, a esta incertidumbre amenazante. Esforzada tarea que solamente se logra a través del antiguo “conócete a ti mismo” socrático.

“El dolor es inevitable, el sufrimiento es opcional”. La pandemia es inevitable, nuestras respuestas a la misma dependerán de cada uno de nosotros: del cuidadoso manejo de nuestras emociones; de saber gestionar tanta frustración, de contener tanta rabia, de cuidar a nuestros amigos y no utilizarlos como depositarios de la misma; de suspender ya la búsqueda constante de un chivo expiatorio: ¡que paguen los chinos, que pague Tedros! Como si se hubiese multiplicado el grito de la desquiciada reina de corazones rojos de Alicia, y resonara dentro de cada uno de nosotros: ¡Que le corten la cabeza!

Es hora de guardar el celular y buscar ese anclaje interior que nos sostiene en medio de las crisis. Es el tiempo de proyectar en el otro la fuerza de construcción solidaria que somos. No es el momento del análisis detallado de cada patología de la nosografía clínica psiquiátrica, porque claro que podrían desatarse todas cuando se abrió la caja de Pandora de este virus: los trastornos de ansiedad, del sueño, del estado de ánimo; el ataque de pánico, la recaída en el consumo de alguna sustancia psicoactiva o el síndrome de abstinencia del alcohol; la violencia doméstica o contra la pareja; la desorganización psicótica o el riesgo suicida. No tiene sentido una lista más del mercado psiquiátrico. Somos mejores que nuestra propia fragilidad. Somos los seres humanos de quienes dijera Octavio Paz: el hombre es el olmo que siempre da unas peras increíbles.

Danos, virus, tu corona de perlas. No nos quedaremos en el chiste trivial o en el pleito fugaz con el rival de turno. No estaremos a merced de nuestros egos voraces y altivos. Que no nos domine la angustia, ni nos gobierne la rabia. Que de lo más hondo surja el impulso que nos transforme realmente. Que nuestras heridas no sean en vano. Que nuestro sufrimiento sea el de las ostras y brille de nuevo esta Margarita.

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