Un escenógrafo de laberintos
Quedé perplejo con la muestra Cruz-Diez: la libertad del color en São Paulo. En las Fisicromías, los Módulos de eventos cromáticos y las salas iluminadas se advierte un espacio enigmático a fuerza de equívocos; un espacio confinado donde el movimiento suscita fascinación y vértigo. Fascinación por el juego desestabilizador de las apariencias; vértigo, por el lugar incierto de la mirada. Luego se advierte que las obras de Cruz-Diez son construcciones paradójicas, vértices de un espacio que lo desborda. Cruz-Diez ilumina –si iluminar es sinónimo de figurar– escenas laberínticas. La escena no es para ver desde fuera sino desde dentro, para habitar el espacio sin nadie, a la intemperie, donde la frontera ocurre a cada paso; geometría del confinamiento o del vacío. El espacio es doble y las partes no coinciden. El laberinto –la cifra de la contradicción– ocurre en la mirada.
Las proposiciones visuales –y esta es una obra tan estética como filosófica– no demuestran otra cosa que el carácter ilusorio de la forma y aun del ver. Reconocerlo es habitar –no sin complicidad– un ámbito de inestabilidad y equívocos. Por eso mismo, de enigmas evidentes, juegos de recóndita y tal vez innecesaria solución. Las intervenciones urbanas de Cruz-Diez –como en las márgenes del Guaire o del barco encallado de Liverpool– proponen eso: laberintos súbitos, interpelaciones al paseante, cromáticas adivinanzas al paso. Se está en las antípodas del viaje sin desvíos ni encrucijadas; en las antípodas de la credulidad solipsista en la imagen. Al principio, para Cruz-Diez, era el movimiento; pero el movimiento es apenas perceptible en la pausa.
Contra la ciencia, que «no habita las cosas», que las encaja en un dispositivo preestablecido, Merleau-Ponty oponía la mirada de la pintura. En Cruz-Diez tal oposición se disuelve: el ojo es a la vez analítico y pictórico. Habitar en el extrañamiento, sí, pero también en el hallazgo. En Cruz-Diez no se trata solo de habitar los espacios: se trata de dilucidarlos y aun inventarlos. Se atraviesa –como una puerta inaudita o una frontera imaginaria– el color. Más todavía: se habita en el equívoco.
En una entrevista de 1981 con Gloria Carnevalli, declaró: «El entender que el arte era invención y que yo tenía que encontrar mi propio lenguaje fue el verdadero punto de partida para la construcción de mi obra». Los artefactos de Cruz-Diez son de una lucidez encarnizada, casi se podría decir pedagógica. Asumió esa enseñanza como parte de su invención estética: no solo crear formas irónicas en su incandescencia sino transmitir otra manera de ver. Esa otra forma consiste en ver en movimiento, contemplar el vértigo. En esto consiste la lección (una lección que es un acertijo) de Cruz-Diez.
Mi perplejidad ante esta obra –quizá no debería guardármelo– es también felicidad. Por deslumbramiento, lance de dados, invención.
Leonardo Rodríguez
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Tribulaciones de un centroizquierdista (1)
Tiro con arco recurvo
La mañana del torneo el sol deja caer una luz despiadada. Una vez más Tríbulo intentará alcanzar una serie perfecta: 10-10-10. Mientras se adhiere los parches anti reflejos, se mira en el espejo. Se calza los lentes oscuros y sale al campo. Con cada paso se repite la frase que más le gustó del manual: no basta con apuntar, hay que soñar con el centro.
Las barras, a la izquierda y la derecha, se silencian lentamente. En alguna parte, alguien deja escapar una carcajada que se ahoga de repente. Tríbulo ajusta la frase: no hay que escuchar, hay que soñar con el centro. Tres minutos le separan del instante en que sonará el clarín por los altavoces. Tríbulo detesta ese sonido. Le sugiere el inminente inicio de una batalla.
Tríbulo se prepara. Separa sus pies para alcanzar el equilibrio: siente que un eje invisible lo une a la tierra. Mira el arco recurvo para cerciorarse del perfecto ajuste de los accesorios. Recapitula, a pesar de la presión en sus sienes: la tensión de los brazos, la mano del arco, la mano de la cuerda, la alineación, el agarre, la torsión de la cintura, la inclinación del cuello. Tríbulo se dice: estoy listo. He soñado con el centro. Piensa en la rutina que deberá cumplir en doce segundos: dar tres pasos adelante, colocar sus pies en posición abierta, mirar la diana a treinta metros, levantar el arco, tensar la cuerda, apuntar, inspirar y retener el aire, entonces soltar la flecha. Solo entonces expirar. Lo dice el manual: la liberación de la flecha permite la liberación del aire.
Mientras da los tres pasos, una gota de sudor asoma en el límite superior del centro de su frente. Tríbulo piensa: la gota de la deriva. La gota que le avisa que la ventisca de siempre ha irrumpido por su espalda. Mientras levanta el arco la gota se multiplica. Toda su frente brilla: no sabe si la brisa empuja hacia la derecha o hacia la izquierda. Cuando tensa el arco, Tríbulo se repite: siempre hay que soñar con el centro. En el segundo doce suelta la flecha que viaja silbante hacia su error.
Gonzalo Urquijo
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Las vidas perdidas
Termino de leer En busca del tiempo perdido sumida en la desolación. Es como si los personajes que me acompañaron por tantos meses hubieran muerto. La relectura no logrará que vuelvan a vivir, terminaron su periplo. Pude leer (ver, vivir, sufrir) la dura muerte de la abuela, la sorpresiva de Albertine, la temprana de Saint-Loup, la hermosísima de Bergotte. Vi la decadencia del señor de Charlus y los duques de Guermantes. La mala vejez de Marcel fue la peor, no sé si lo podré ver de nuevo como el niño que espera darle un beso a su madre cuando se vaya Swann. Ellos no solo murieron en los libros, sino que de alguna extraña manera murieron para mí. Nunca me había pasado eso.
Violeta Rojo
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Segundo correo
Abandonar: dejar sin amparo ni favor a alguien o algo que lo pide o necesita
Esa es la definición que encuentro en el diccionario de la palabra que me subió a la boca tan abruptamente. Me ha movido a tener que escribir buscando dónde y cómo anclar esa aparición, ese fantasma sonoro (desamparo) que me tomó desprevenido, apenas entré a mi lugar y que te comenté un tanto violentamente, en el correo anterior, como si hubiera tenido que escribir en una servilleta tomada de cualquier mesa y garabatear en ella desesperos y urgencias más que palabras. Lo primero que cualquiera pudiera pensar es el porqué de tanto alarde con esto, por qué elevar a un nivel de atención, casi de alarma, un sentimiento, una constatación tan notoria, pero al mismo tiempo personalísima, como si yo fuese el único individuo sobre toda la tierra el que le estuviera pasando una cosa así. Fíjate en esta palabra que está en la definición: «favor», en la frase «estar sin favor»; esa palabra rebaja suficientemente, creo, el tono algo patético (¿tal vez trágico?) de lo que podrías estar sintiendo al yo ponerla aquí, hacerla sonar aquí como la última frase de un aria cantada a sala llena, con miles o cientos de ojos y el doble de oídos siguiéndola en su longitud y ejecución, nunca pesada o solemne por ella misma, sino tal vez por el gesto que se supone va teniendo el que la ejecuta en la misma medida en que lo hace; el gesto que no es solo el de los labios sino el de todo el rostro: los ojos casi hundidos, renunciantes a no querer ver ya nada; la boca, al principio abierta en los primero fonemas pero luego cerrándose como la mueca que haría un comediante que repite un número triste espléndidamente bien y con gracia. Desamparado podría ser aquel, entonces, que no recibe favor, siquiera uno, el más importante, quizá no el definitivo sino el que es clave para su situación. Pero, en mi caso, ¿cuál es mi situación? ¿Cómo iba a saber que necesitaba así no más la asistencia de algo o de alguien que precisamente por no tener a mi alcance termina por resultar entonces en este asalto que me deja inerme, como al borde de un precipicio, nunca real sino presentido (o por eso mismo más real), con temblor y con vértigo, mientras cualquiera que me estuviera contemplando en este momento hubiese podido ver que nada me salía al paso para interrumpirme, nada hacía de obstáculo a mi alrededor, nada me lastraba fatalmente, y no poder justificar frente a los que miran esta rara revelación que ahora te hago, esa de sentirme desvalido, íngrimo, sin el aliciente de algún favor, sensación oculta hasta ahora pero por lo visto más que necesaria de salir a decir lo suyo?
Samuel González-Seijas
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Barbería delirante, 8
En el bar de enfrente tienen ahora una máquina de decir verdades.
«Quien te quiere te lo dirá, pero si tú no puedes cambiar de vida luego se lo dirá a otro». Eso le dijo al abogado que no supo ni pudo separarse.
«Esto no es lo que era», dice cuando abren el local.
«De mal en peor», cuando cierran.
«El barbero de enfrente está loco», la escucho al mediodía. «El barbero está loco». Normalmente lo repite varias veces.
Es una caja normal, como una computadora, pero parece que tiene dentro la lengua de una suegra.
Slavko Zupcic
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Hábitat y ecología
Las hojas secas, de apamates y eucaliptos le hacen resbalar un poco. Está pendiente de la niña, quien se ha detenido a jugar muy cerca del barranco. Hay un ejército de árboles desfilando entre el barranco y ella, pero de todas maneras es peligroso. La niña se ha quedado quietecita mirando algo. Él avanza con una leve desazón de alarma: en ese parque montañoso hay alacranes y culebras que a veces atraviesan el camino. La niña observa con fijeza un material plástico retorcido y baboso; le lanza una patada con su zapatito de goma, pero ni siquiera le llega cerca y casi se cae. Él la agarra y mira el plástico con rabia sorda. Le lanza un golpe de tierra con el zapato y luego lo patea. El condón cae por el barranco y se queda colgando de una ramita endeble.
José Pulido
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