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Clara Diament o cuando lo diamantino comienza en el nombre

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Por ELISA LERNER

En la historia de las artes del siglo XX venezolano Clara Diament queda, a no dudar, como la más sagaz, conocedora y exacta de las galeristas.  Cualquier visita a su Estudio Actual, en auge primordialmente durante la década de los setenta, por efímera que esa visita fuera, lleva a una aventura radiante de lo que se hacía para ese momento en el mundo de la plástica.  Considero como notoria, dentro de las exigentes muestras en las que la galería de Clara se involucró, la exposición de arte figurativo de Jacobo Borges por el significado que tuvo para el país. En la segunda mitad del siglo XX, como sabemos, marcado por un arte abstracto admirable y reconocido en el mundo, el pincel de Jacobo Borges tan inmerso en trastiendas velazqueñas, de algún modo indicaba el no fatal rompimiento con una tradición y un tono que sigue enorgulleciendo, no solo el vuelo abstracto.

Conocí a Clara Diament una tarde noche en casa de Elizabeth Schön. Ambas, Elizabeth y Clara, mostraban su entusiasmo con Los pequeños seres, primera novela de Salvador Garmendia. Aseguraban haber encontrado en ese libro un gran escritor.

En Clara la pasión desbordante, el entusiasmo, el afán generoso de compartir la belleza, de descubrirla al rápido paso de su ojo certero, el brillo, la inteligencia, un conocimiento sin alardes, el optimismo en la aproximación al arte, su buen gusto, su elegancia impresionaban, de inmediato, en el trato cotidiano.  En ese sentido su apellido le vino como anillo al dedo. Siempre estuvo a la búsqueda de lo diamantino.  Un regocijo, una energía admirable centrados en la estética, el apoyo amistoso a los artistas plásticos de la hora fue de gran importancia para el país. No la hizo perder para nada de lo aprendido, junto a Marta Traba, al lado del crítico Romero Brest.

Una noche la veo “descifrando” con autorizada minuciosidad un cuadro en el taller de Mercedes Pardo, en el aparte de una fiesta, cual si fuera un manuscrito antiguo. O, como si como si fuese ella el doctor Behrens, el de La montaña mágica, estudiando una complicada placa pulmonar. Lo que no hace difícil pensar que esa Clara, todo ímpetu, vitalidad en extremo, fuese también empeño y derivase en la tarea severa, silenciosa, de frutos pacientes que es una galería bien llevada como lo fue su “Estudio Actual”.

Clara se daría a conocer en el medio cultural con críticas de las artes plásticas. Recuerdo como texto ejemplar suyo, muy bien escrito el dedicado a la obra escultórica de Marisol Escobar publicado en un número de la Revista Nacional de Cultura. Valoro, asimismo, la importancia que dio al trabajo de nuestros ceramistas donde hay mujeres de original afán.  Gracias a ella se me reveló el arte finísimo de una ceramista de la envergadura de Cristina Merchán.

Clara Diament, todos diamantes del intelecto y de la sensibilidad por el arte, entusiasta de la belleza, también del país que tuvimos.

Esta vieja mesa de madera desde donde escribo, mi bosque íntimo, la encargó Clara Diament a un artesano italiano. Exacta a otro par que tenía en sus dos estudios de la quinta “Jacarandá” en Altamira. Aún me acompaña de lo elegido por ella una librería y una pequeña mesa baja de “Capuy”. Quizá también una gramática española que según Clara debía repasar de vez en cuando, de seguro los libros de Salinger en inglés que descubrí gracias a ella. Quizá, no lo sé, algunas de las cartas que me escribía con frecuencia, mecanografiadas a Nueva York.  Por supuesto, mediodías en que la música la hacían el silencio, la soledad y, los cuadros maravillosos de Rotko, Motherwell, Jackson Pollock, Willen de Kooning, Philip Guston  en el Museo de Arte Moderno, después de asistir cerca de Gramercy Park,   a las conmovedoras audiencias en los tribunales de menores. Porque Clara me había facilitado una entrada gratuita al Museo, también contribuyó el que algunas distraídas tardes me asomara a su extraordinaria cinemateca. Incluso alguna vez me sorprendió enviándome algún dinero para que me comprase algunos libros.

De una navidad en la hospitalaria casa de Elizabeth Schön guardo recuerdo de los tres hijos de Clara Diament y de ese gentilhombre Aby  (Abraam) Sujo: aún pequeños, encantadores, cantaban en inglés la preciosa canción norteamericana   “Aleluya. Lo que trajo nostalgias de Miss Berger, la dama “episcopelian” que me inspiró “En el vasto silencio de Manhattan”. Esa canción, “Aleluya” era una de las preferidas de la que nunca pensé llegaría a ser mi personaje.  Miss Berger me veía con conmiseración. Aparte de las canciones de algunos musicales, parecía impermeable a todo arte. A la hora del “dinner” me dijo alguna vez moviendo la cabeza con resignada tristeza: “! Poor Miss Lerner! ¡Just a writer!”. Y creo, que Miss Berger no estaba falta de razón.

La lucha ardua por la belleza finalmente es una lucha por la libertad. Eso lo entendió Clara Diament a carta cabal.  Y, es lo que, al presente, añoramos, de sus años de vibrante presencia en el país.

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