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Seamus Heaney: la vida en los poemas, la vida de los poemas

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Seamus Heaney (1931-2013) es reconocido como uno de los más importantes poetas de nuestro tiempo. Fue catedrático en numerosas universidades. Entre los muchos reconocimientos que recibió a lo largo de las décadas, destaca el Premio Nobel de Literatura en 1995. La presentación que sigue, la selección de los poemas y la traducción han sido realizadas por Marcelo Pellegrini, poeta, ensayista y profesor universitario 

Por MARCELO PELLEGRINI 

La reciente publicación de las cartas de Seamus Heaney (1939–2013), poeta nacido en Castledawson, Irlanda del Norte y fallecido en Dublín, República de Irlanda,  ha vuelto a despertar interés por su vida y su obra en el mundo anglosajón (1). Si bien es cierto que la poesía de Heaney fue leída con atención desde que publicó Death of a Naturalist (1966), su primer libro, y si bien es cierto también que la atención prestada a su vida pública y a su obra nunca ha decaído incluso después de su muerte, esta generosa selección epistolar de más de 800 páginas ha hecho que se vuelvan a examinar sus avatares biográficos y algunas circunstancias de su vida que permanecían en la sombra. Resulta casi imposible pensar que hay aspectos desconocidos de la biografía de Heaney, si pensamos en su fama y en el hecho de que fue probablemente el poeta de lengua inglesa más público de la segunda mitad del siglo XX. Una rápida búsqueda en YouTube, por ejemplo, arroja decenas de resultados: videos y audios de entrevistas, documentales, lecturas de poemas, conferencias pronunciadas en casi todos los continentes, conversatorios con otros poetas y un largo etcétera. Heaney fue un verdadero intelectual público, un referente ético y hasta moral para las dos Irlandas, con una profunda influencia en el mundo literario inglés y norteamericano pero también de otras latitudes. Gente famosa como Bono, el cantante de U2, leyó y difundió su poesía, y gente poderosa como Bill Clinton y Barack Obama, expresidentes de los Estados Unidos, y sobre todo el actual presidente de ese país, Joe Biden, han citado versos de Heaney en sus discursos e intervenciones públicas. Casi no hace falta mencionar que muchas autoridades políticas de ambas Irlandas también citan con frecuencia sus versos. Heaney, además, se constituyó con el tiempo en una especie de profesor y difusor de la mejor poesía universal. A su temprana labor docente y su posterior participación en el circuito académico británico y norteamericano como conferencista, profesor visitante y director de talleres literarios en las más prestigiosas universidades, agregó sus excelentes ensayos, sus charlas sobre poesía transmitidas por radio y televisión, sus visitas a numerosas escuelas y sus muchas traducciones tanto del gaélico como del latín, el italiano, el español, el rumano y varios otros idiomas (2). Su obra también se difundió por otros medios: conocida es su estrecha colaboración con músicos de su país, con autores teatrales y con libretistas de ópera. Todo eso culminó con la obtención del Premio Nobel de Literatura, que se le otorgó en 1995 “por una obra de belleza lírica y profundidad ética, que enaltece los milagros del día a día y el pasado vivo”, según reza el comunicado de la Academia Sueca.

Ante esta verdadera fama y celebridad pública, ¿qué faltaba conocer sobre Seamus Heaney? Mucho, sin duda. Estas cartas que ahora están a nuestra disposición revelan, como dice Christopher Reid, su inteligente compilador, a un Heaney íntimo llamado por su vocación al cumplimiento de un deber que lo obligaba a estar siempre atento a los requerimientos de los demás con tal de remarcar la importancia de la poesía para el mundo de hoy. Eso sale a la luz una y otra vez en cada una de las cartas a sus muchos amigos poetas, editores y académicos. Había en Heaney una especie de sentido trascendente respecto del lugar que la poesía ocupaba en la sociedad; esa condición era para él sin duda sagrada, y la vivió como tal hasta las últimas consecuencias. Es por eso que Seamus Heaney ha sido quizás el  último poeta contemporáneo al que le cupo con toda propiedad ese viejo y venerable apelativo: bardo. No es casual que esa palabra designe a los poetas de los antiguos celtas, tan importantes para él.

Pero pienso que hay algo más que debemos sopesar a la luz de estas cartas; lo puedo formular con la siguiente pregunta: ¿cómo se manifiesta la vida de un poeta en sus poemas? Una cosa es el personaje público, el profesor célebre, el monumento vivo de una cultura. Otra, muy diferente, es la que yo llamo la biografía del poema. Si el poeta parte de sus experiencias personales, de las vicisitudes de su vida, de su privacidad e incluso de su intimidad, invariablemente va a transfigurar esas experiencias reales en el ámbito de lo simbólico, es decir, en el lenguaje. En eso Seamus Heaney fue un maestro: sus poemas se leen a veces como pequeñas historias, como viñetas donde predomina la anécdota que generó el texto que leemos; de pronto, casi sin darnos cuenta, gracias a algo que no hay más remedio que llamar magia, entramos en un ámbito imaginativo de una fuerza inigualable y nos encontramos con expresiones (palabras, giros de lenguaje, imágenes, rimas) inéditas. El mundo en esas ocasiones se expande, y nuestra comprensión de él cambia para siempre. Esa es, creo yo, la función de un poema; como todo gran poeta, Heaney sabía que él no escribía sus poemas, sino que éstos lo escribían a él.

La breve selección de poemas de Heaney que presento aquí en traducción al castellano muestra con elocuencia lo que acabo de decir. En todos ellos podemos rastrear, si averiguamos bien, datos de la vida del poeta. “El hombre de Tollund”, “El hombre de Grauballe” y “Castigo” reelaboran la traumática experiencia que Irlanda del Norte vivió desde fines de los años sesenta hasta fines de los noventa: violencia civil, terrorismo, luchas sectarias entre católicos y protestantes. Heaney reelaboró aquel ambiente furioso e iracundo con versos que hablan de los antiguos sacrificios humanos en los pantanos de Dinamarca durante la Edad de Hierro. Los cuerpos de esas víctimas, conservados por las aguas ácidas de esas planicies, son testimonio de la brutalidad humana y un perfecto espejo de lo que Heaney observó como ciudadano de la minoría católica de Irlanda del Norte. El poema “A la intemperie”, última sección de un texto mucho más largo, reflexiona sobre un hecho fundamental en la vida de este poeta: su decisión, en 1972, de abandonar Belfast y trasladarse, junto a su esposa e hijos, a la República de Irlanda, en donde vivió el resto de su vida. Un poeta aproblemado por las acusaciones de traición que recibió en respuesta a esa mudanza sueña con abandonarlo todo y ser uno con la naturaleza y el cosmos que atisba en la noche a través de la ventana, sentado en su escritorio.

El poema “Ostras” es una celebración de la vida y la amistad empañada por la culpabilidad de estar viviendo en el privilegio mientras los otros, sus semejantes, sufren y mueren a manos de la violencia política. El poeta siente ira al no poder disfrutar esa paz similar a la hermosa luz que se asoma desde el océano, y nos deja con esa sensación sin resolver. Los últimos dos poemas hablan del amor y la amistad. “El mirlo de Glanmore” es un homenaje a su pequeño hermano Christopher, quien muriera atropellado por un automóvil cuando apenas tenía cuatro años; en el poema, el niño se reencarna en un mirlo que visita al poeta “en la casa de la vida”, expresión que alude a un inmueble en el campo que Heaney usaba como refugio para escribir en el Condado de Wicklow, al suroeste de Dublín. En 2013, cuando murió, el poeta fue enterrado junto a su hermano en la pequeña villa norirlandesa de Bellaghy, sellando para siempre el reencuentro entre ambos allá en la eternidad que el poema intuye. “La puerta estaba abierta y la casa a oscuras” es una elegía en memoria de David Hammond, destacado músico (maestro de Van Morrison), periodista, cineasta irlandés y uno de los amigos más cercanos de Heaney; si se me permite aquí una confesión, considero que la imagen del aeródromo abandonado a fines del verano es una de las más hermosas creadas por Heaney. A pesar de poder rastrear esos hechos y esas anécdotas con cierta facilidad en los poemas mismos, en algunos textos críticos sobre Heaney y también en declaraciones del propio poeta, lo que leemos siempre será la realidad transfigurada por el lenguaje.

Finalmente, debo decir que no se me escapa algo muy obvio: explicar poemas de manera tan sumaria puede rayar en la fealdad y ser incluso contraproducente. Por eso mismo, quien se encuentre hoy con estos poemas puede olvidarse sin remordimientos de estas palabras preliminares y sumergirse de inmediato en el océano benigno de los versos de Seamus Heaney. Los invito a disfrutar de su elocuencia, que he tratado de reproducir en estas traducciones lo más fielmente posible. Puedo asegurarles a aquellas personas que lean los poemas de este gran autor que gracias a ellos el mundo, tantas veces violento y cruel, se transformará, al menos por un instante, en un lugar ameno donde reina la armonía.


Selección de poemas: 

El hombre de Tollund

I

Algún día iré a Aarhus

Para ver su cabeza marrón,

Las suaves vainas de sus párpados,

Su puntiagudo gorro de cuero.

 

En las tierras llanas

Donde lo exhumaron,

Su última gacha de semillas invernales

Cuajada en el estómago,

 

Desnudo salvo por su

Gorro, lazo y faja,

Permaneceré largo rato.

Novio de la diosa,

 

Ella le apretó su torques hasta ahogarlo

Y le abrió su pantano,

Esos líquidos oscuros que lo transformaron

En un embalsamado cuerpo de santo,

 

Tesoro de las vetas apanaladas

De los cortadores de turba.

Ahora su manchado rostro

Reposa en Aarhus.

 

II

Yo podría caer en la blasfemia,

Consagrar la caldera pantanosa

Como tierra sagrada y rezarle

Para que haga germinar

 

La diseminada y emboscada

Carne de los peones,

Embozados cadáveres

Que yacen en los corrales,

 

Piel y dientes delatores

Salpicados en los durmientes

De cuatro jóvenes hermanos, arrastrados

Por millas a lo largo de los rieles.

 

III

Algo de su triste libertad

Mientras lo llevaban en carreta

Debería venir a mí, mientras conduzco,

Repitiendo los nombres

 

Tollund, Grauballe, Nebelgard,

Mirando las manos de los campesinos 

Que señalan esos lugares,

Sin conocer su lengua.

 

Allá en Jutlandia

En las viejas parroquias sacrificiales

Me sentiré perdido,

Triste y como en casa.

(De Wintering Out, 1972)


El hombre de Grauballe

Como si hubiera sido rociado

con alquitrán, yace

en una almohada de turba

y parece llorar

 

el negro río de sí mismo.

El grano de las muñecas

es como roble de ciénaga,

la esfera del talón

 

como un huevo de basalto.

El empeine se ha encogido

frío como el pie de un cisne

o como húmeda raíz de pantano.

 

Las caderas son la cresta

y la cavidad de un mejillón,

su espinazo una anguila detenida

en un barroso brillo.

 

La cabeza se eleva,

el mentón es una visera

levantada sobre el conducto

de la garganta cortada

 

que se ha curtido y endurecido.

La herida ya sana

se abre hacia un lugar oscuro

como baya de saúco.

 

¿Quién llamará “cadáver”

a su vívido molde?

¿Quién llamará “cuerpo”

a su opaco reposo?

 

Y el pelo herrumbroso,

una esterilla improbable

como la de un feto.

Primero vi su torcido rostro

 

en una fotografía,

cabeza y hombro

salidos de la turba,

moreteado como un bebé con fórceps,

 

pero ahora yace

perfecto en mi memoria,

hasta el cuerno rojo

de sus uñas,

 

puesto en la balanza 

con la belleza y la atrocidad:

con el Gálata Moribundo

nítidamente inscrito

 

en su armadura,

con el peso real

de cada víctima embozada,

acuchillada y abandonada.

(De North, 1975)


Castigo

Puedo sentir el tirón

de la soga

en su nuca, el viento

en su torso desnudo.

 

Sopla sus pezones y los hace

cuentas de ámbar,

remece el frágil cordaje

de sus costillas.

 

Puedo ver su ahogado

cuerpo en el tremedal,

el lastre de las piedras,

las varas y las ramas que flotan.

 

Bajo las que al comienzo

ella era un retoño incrustado

que fue arrancado

hueso de roble, vasija de sesos:

 

su cabeza rapada

como rastrojo de grano negro,

la sucia venda para los ojos,

el lazo un anillo

 

para guardar

los recuerdos del amor.

Pequeña adúltera,

antes de que te castigaran

 

tenías el pelo rubio,

estabas desnutrida, y tu

rostro negro como la brea era hermoso.

Mi pobre chivo expiatorio,

 

casi te amo

pero hubiera lanzado, lo sé,

las piedras del silencio.

Soy el astuto mirón

 

de las expuestas

y negruzcas almohazas de tu cerebro,

de las membranas de tus músculos

y de todos tus huesos numerados:

 

yo que he permanecido mudo

cuando tus traidoras hermanas,

tapadas con brea,

lloraron junto a las barandas,

 

que he sido cómplice

con civilizada indignación

aunque entendiendo la exacta

y la tribal, íntima venganza.

 

(De North, 1975)


6 A la intemperie

 

Es diciembre en Wicklow:

Los alisos gotean, los abedules

Heredan la última luz,

El fresno es frío a la mirada.

 

Un cometa que estaba perdido

Debería ser visible al atardecer,

Esas millones de toneladas de luz

Como un destello de bayas de espino y escaramujos,

 

Y yo a veces veo una estrella fugaz.

¡Si pudiera montar en un meteorito!

En cambio camino a través de húmedas hojas,

Cáscaras, los gastados restos del otoño,

 

Imaginando un héroe

En alguna sustancia lodosa,

Su don como una piedra

Arrojada para los desesperados.

 

¿Cómo terminé así?

A menudo pienso en el hermoso

Brillante consejo de mis amigos

Y en el cerebro de yunque de algunos que me odian

 

Mientras estoy sentado sopesando y sopesando

Mi responsable tristia.

¿Para qué? ¿Para el oído? ¿Para el pueblo?

¿Para lo que se dice a mis espaldas?

 

La lluvia cae por entre los alisos,

Sus sordas voces conductoras

Musitan sobre decepciones y erosiones

Y sin embargo cada gota recuerda

 

Los absolutos del diamante.

No soy ni recluso ni informante;

Un emigrado interno, con el pelo largo

Y pensativo; un lancero

 

Escapado de la masacre,

Adoptando los colores protectores

Del tronco y la corteza, sintiendo

Cada viento que sopla;

 

Quien, al soplar estas chispas

Para su exiguo fuego, se ha perdido

Ese portento único en la vida,

La palpitante rosa del cometa.

 

(De North, 1975)


Ostras

Las conchas repiqueteaban en los platos.

Mi lengua era un estuario rellenándose,

Mi paladar estaba adornado de estrellas:

Mientras yo saboreaba las saladas Pléyades

Orión posó un pie sobre el agua.

 

Vivas y violadas, 

Yacían en sus lechos de hielo:

Bivalvas: el bulbo partido

Y el amoroso suspiro del océano.

Millones de ostras rasgadas y desbulladas y desparramadas.

 

Habíamos viajado hasta esa costa

Por campos de flores y piedra caliza

Y ahí estábamos, brindando por la amistad,

Sembrando una perfecta memoria

A la sombra de los juncos y la vajilla.

 

A través de los Alpes, en fardos de heno y nieve,

Los romanos mandaban sus ostras hacia el sur hasta Roma:

Vi las húmedas canastas derramar

El frondoso, salmuerado

Hartazgo del privilegio

 

Y me dio ira al ver que mi confianza no podía reposar

En la luz clara, como la poesía o la libertad

Aproximándose desde el océano. Me comí el día

Deliberadamente, con tal de que su fuerte sabor

Me empujara del todo hacia el verbo, el puro verbo.

 

(De Field Work, 1979) (3)


El mirlo de Glanmore

En el prado cuando llego,

Llenando de vida la quietud

Pero dispuesto a espantarse

Al primer movimiento.

En la hiedra cuando me voy.

 

Eres tú, mirlo, al que amo.

 

Me estaciono, hago una pausa, tengo cuidado.

Respiro. Tan sólo respiro y me siento

Y versos que alguna vez traduje

Recuerdo: “Quiero ir

A la casa de la muerte, donde mi padre

 

Bajo el techo de barro”.

 

Y pienso en uno que ha ido hacia él,

Pequeño bailarín de la quietud,

Espíritu que ronda, hermano perdido

Retozando en el jardín,

Tan contento de verme en casa,

 

Después de mi primer semestre lejos.

 

Y pienso en las palabras de una vecina

Mucho después del accidente:

‘Aquel pájaro en el galpón,

En la cornisa durante semanas,

En aquel momento no dije nada,

 

Pero nunca me gustó ese pájaro’.

 

El seguro automático del auto

Se cierra, el pánico del mirlo

Es breve, por un segundo

Me veo a mí mismo a vuelo de pájaro,

Una sombra en la gravilla

 

Frente a mi casa de la vida.

 

Volando a ras de tierra, soy entero

Para ti, para tus rápidas contestaciones,

Para cada una de tus desafiantes vueltas,

Para tu movedizo, nervioso pico dorado,

En el prado cuando llego,

 

En la hiedra cuando me voy.

 

(De District and Circle, 2006)


La puerta estaba abierta y la casa a oscuras”

En memoria de David Hammond

La puerta estaba abierta y la casa a oscuras

Por qué pronuncié su nombre, si sabía

Que la respuesta esta vez sería un silencio

 

Que me dejó inmóvil escuchándolo mientras se expandía

Hacia atrás y hacia abajo y hacia la calle

Donde al entrar (lo recuerdo ahora)

 

Los faroles también estaban apagados.

Me sentí, por primera vez, un extraño,

Casi un intruso, queriendo tomar vuelo

 

Aunque consciente de que no había peligro,

Sólo la soledad, un amable 

Vacío, como un hangar a medianoche

 

En un aeródromo abandonado a fines del verano.

(De Human Chain, 2010)


Notas

1 The Letters of Seamus Heaney. Seleccionadas y compiladas por Christopher Reid. New York: Farrar, Straus and Giroux, 2024 (820 páginas). Publicado en Inglaterra por la editorial Faber and Faber.

2 En 2022, el estudioso italiano Mario Sonzogi compiló el libro The Translations of Seamus Heaney, una excelente edición de más de 600 páginas que reúne prácticamente todas las traducciones hechas por este autor.

3 Para algunas partes de esta versión he adquirido una gran deuda con la traducción hecha por Vicente Forés y Jenaro Talens, publicada en la antología de Heaney en español Campo abierto (Antología poética 1966-1996). Madrid: Visor Libros, 2004. Edición de Jenaro Talens.

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