Por ALBA ROSA HERNÁNDEZ BOSSIO
“y cuando nuevamente llegue la hora del amor,
mis sentidos habituados a ti,
estarán olvidándote de nuevo”.
Esta es mi bienamada. Walter Benton.
Nunca conocí aquel cordero que iba a acompañarte en el pequeño taller donde trabajabas las piedras, los colores, la música y el silencio y de donde apenas te aventurabas a salir para enfrentarte al ruido de los autos que pasaban a más de sesenta kilómetros por hora indetenibles, continuos, por delante de tu morada, sumergida en la pequeña troja de flores amarillas -campanas de miel las llamabas tú- al borde peligroso de la acera con el pipote de basura, el poste torcido de la luz, el árbol negro asfixiado en su pequeño círculo de tierra, apagándose, temiendo el vendaval de la ciudad. Ningún pasante nunca sospechó que estaba corriendo frente a tu puerta, a la entrada de tu gruta húmeda, llena de raíces y de musgo.
Aquel día cuando no te vi traerlo, sé que entró resbalando entre tus muebles, cruzando rápido todo el largo de ese garaje que tú habías habilitado para trabajar y esconderte, tropezando entre tus piedras, sobresaltado ante la última pared. Tampoco recuerdo que yo, luego de reírme con la ternura que me daba encontrar ese animal tan débil y tan lejos de lo suyo que se apretaba contra los muros blancos, sin reconocer ningún verde que pudiera salvarlo, te vi acercarte y comenzar a hablarle en aquella extraña lengua que habías aprendido en Polinesia y que vi el cordero que se alzaba del suelo llevado por tu voz hasta tus manos que lo sobaban dulcemente y entonces yo debí haber reído aún más porque pensaba que al fin había encontrado quien te entendiera.
Nunca tampoco supe cómo lo llamaste porque desde que te dio en permanecer en silencio, sólo con él hablabas en aquel dialecto suajili que aprendiste en el tiempo que viviste en aquella isla inalcanzable. Pero no tendría ningún testigo para asegurar si esa era la lengua que hablabas con el cordero, con aquellas vocales largas y sostenidas que se prolongaban sin detenerse como si se tratara siempre de una música sin final.
Pero no creo, si lo hubiera conocido, que el cordero hubiera sido un estorbo para mí, la única persona que visitaba tu espacio en los días impares, sobre todo el jueves, según el pacto convenido entre nosotros. Entonces, luego de atravesar el mínimo jardín delantero, que a mí me parecía interminable, entraba a tu estudio que siempre tenía el olor de la lluvia y tú me abrías la puerta con aquella llave dorada que tú hiciste y yo me abalanzaba sobre ti para probar los nuevos modos de tocarte que había imaginado cuando no estaba contigo sino en el lunes de la gente y la conversación que me tapaban tu voz y tu cuerpo.
No. No hubiera sido para mí ningún problema el cordero. Creo que lo hubiera amado tanto como tú, creo que también lo hubiera acariciado al entrar y que luego de leer en la pizarra tus mandamientos para mi tiempo contigo, para esas cinco horas que pasábamos juntos, me hubiera acompañado su corretear mientras yo limpiaba y podaba tu huerto, copiaba tus manuscritos, te ayudaba a macerar los colores minerales, lavaba tu ropa y la guardaba en baúles de sándalo, preparaba con nuevas especies tus comidas vegetales, acompañadas por las peras y los higos que tanto amabas.
Sí. Creo que me hubiera olvidado de los balidos del cordero allí en el patio cuando llegaba el momento de encerrarnos en tu cuarto que tenía un letrero en la puerta, pintada de rojo magenta, que decía “No pase y no toque”, contradictorio puesto que si nadie entraba, nadie podía tocar nada, pero que yo respetaba, la única persona que tenía tus martes y tus jueves, la única que trasgredía esa puerta cuando eras tú quien me llevaba y la cerraba tras nosotros.
Entonces prendíamos tus lamparitas polinesias, encendíamos el incienso y escogíamos la música del momento. A veces tú preferías que yo cantara canciones en griego jónico del siglo VII mientras en la tina de madera que llenábamos de agua con la manguera del patiecito del cordero, nos enjabonábamos con vetiver, nos uníamos tan nítidos, tan compenetrados, nuestros cabellos confundidos en negro y rubio entre el agua, la música y los balidos del cordero. Y después, los dos con nuestras batas blancas de algodón en la cama de cedro que tallaste, con tu cabeza reposando segura en la almohada de lino, tus ojos al fin cerrados y mis dedos sosteniendo tu sueño.
Yo sé que tú sabrías cuidar el cordero como sabías hacer todos los oficios. Seguramente podías pasar de dibujar silencioso largas horas con tus pinceles japoneses, a preparar tus colores, mezclar tus arcillas, modelar las piedras que conseguías cuando de noche te ibas con tu jeep a buscarlas. Cuando te ibas en esos viajes, seguramente te habrías llevado el cordero y yo habría pasado miles de veces al día por tu calle en mi auto entre las dos filas que corrían veloces, yo también a cincuenta kilómetros por hora, el mínimo de velocidad que los otros me permitían, y en ese fugaz instante de mi auto frente a tu jardín escondido entre la grieta de dos edificios, en ese instantáneo fragmento de mi mirada volcada hacia él, acechando un signo del regreso, creyendo a cada momento volver a oír el canto de tu flauta dulce venciendo el ruido de los motores continuos, yo sé que hubiera podido escuchar entre el asfalto inmundo el leve balido del cordero que me hubiera despertado desde cualquier parte de la ciudad.
Pero un día, aquel día que no sé si anotaste en tu agenda, atravesé el jardín interminable, oí tu llave de oro brillante abriendo la reja de tu puerta, olí la lluvia de nuestro jueves con mi vestido de hilo rojo, mis cabellos reunidos en la nuca como a ti a veces te gustaban, mis manos frágiles dispuestas ya a reconquistar tu cuerpo, me abalancé sobre ti como quien se lanza al océano sin miedo, verifiqué tu piel, tus ojos lustrosos, tu corazón latiendo, y en silencio, reteniendo las palabras propicias para abrir nuestro encuentro, me apresuré hacia aquella pizarra donde estaban mis mandamiento para el día juntos, los señalados para mí allí donde con tizas de colores me escribías las tareas de nuestro tiempo.
Pero aquí se cortó ese día, a las cuatro y cinco de la tarde con veinticuatro segundos, en esa hora que no sé si tú también anotaste en algún rincón de tu memoria o en tu libreta de apuntes pero que debe estar en alguna parte suelta esperando tu recuerdo, ese día en que leí la única palabras que escribiste para mí D é j a m e s o l o , y yo pensé que era la palabra más larga que se había inventado y no había manera de terminarla de leer, de agotar sus letras por más que me apresurara, con mi reloj marcando ya otro minuto, yéndose de mi muñeca que parecía caer bajo su peso, con mi brazo apoyado en la mesa, irresistiblemente desierto.
Por eso, no fue culpa mía si aún no había terminado de leerla cuando sentí de nuevo el sonido de tu llave dorada y tuve que volverme hacia ella, hacia donde estabas tú ya apoyado en la reja verde que mantenías abierta mientras contemplabas la última rosa del rosal que yo había sembrado en enero para ti. Entonces yo me vine riendo hacia ti que debías haber tenido la cara del cordero el primer día de su llegada y te dije ahora faltaría que cuando venga el cordero se espante con la lluvia y se acostumbre demasiado a los terrones de azúcar inglesa que parecían piedritas abrillantadas, que yo reunía para él de todas las confiterías de la ciudad para dejarlas regadas entre el pasto de su patio. Y eso parecía tan cómico y daba tanta risa que con ella pude mirar tu rostro todavía fijo en la rosa, y yo mirándote sonreída, perdiéndose mi imagen, sin el cordero, sin que se apagara mi risa, con mis labios rosados húmedos rozando tu mejilla, con mis dedos largos y cándidos presintiendo tu piel, con mis piernas ligeras recién asoleadas llevándome lejos de ti con mis zapatos de tela entre tu sendero de piedras que siempre me recordó a Hansel y Gretel y que terminaba luego de la enredadera enmalezada de la entrada, en la acera con el pipote de basura, el anuncio de la cerveza enfrente, el poste torcido de la luz, el árbol negro consumido presenciando día a día el tráfico de tu calle.
Y ahora que he pasado millones y millones de veces por tu pequeño taller, por esa grieta como un relámpago entre los dos edificios, no he logrado divisarte perdido detrás de ese jardín terminable, ni he logrado oír el balido del cordero, ni la música de tu flauta para aplacarlo, ni he vuelto a oír nunca jamás aquel dialecto suajili que hablabas solo y con él, ni he visto más aquellas piedras con las cuales inventabas otra geología, ni he vuelto a oler el incienso y el sándalo ni he sentido llover el agua de nuestra tina de madera.
Y ahora que he tenido que guardar la risa y he conservado mis trajes encerrados en mi armario, los trajes de los martes y los jueves que han pasado sin ti, que yo misma he cosido, y las batas de algodón bordadas y pintadas por mí para llevártelas a las cuatro de la tarde que será ese día cuando me llamarás y hablarás diciendo todas las letras de mi nombre para decirme… h a l l e g a d o e l c o r d e r o. V e n t e.
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