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Carta a Jorge Luis Borges (3/8)

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Por LEÓN SARCOS

La literatura o el arte de imaginar

Entre el instante de imaginar la escena y el otro lejano instante de representarla había transcurrido en su memoria una de las depuradas vidas del Borges feliz:

A trescientos o cuatrocientos metros de la Pirámide me incliné, tomé un puñado de arena, lo dejé caer silenciosamente un poco más lejos, y dije en voz baja: estoy modificando el Sahara. El hecho era mínimo, pero las no ingeniosas palabras eran exactas y pensé que había sido necesaria toda mi vida para que yo pudiera decirlas.

A Faulkner le preguntaron en una ocasión cuáles eran las dotes más importantes de un escritor y él respondió: experiencia, observación e imaginación. Ud., comentaría sobre esa respuesta: Creo que lo principal es la imaginaciónNo estoy seguro que se necesiten esas tres cosas de las que habla Faulkner. Además de la imaginación, supongo que es imprescindible alguna destreza técnica, pero esa se obtiene en el ejercicio de la imaginación y en el de un arte cualquiera. Ocurre que, si una persona no tiene oído, por ejemplo, no puede escribir versos, y no sé si pueda escribir prosa (yo diría que no). Desde luego la imaginación es el atributo más importante de un escritor.

Compartido su juicio, siento a la literatura: el arte de imaginar expresado mediante el lenguaje para agregar innovaciones, nuevos sueños y belleza a la realidad y a la ficción. Un arte que viene sedimentado de las distintas vidas y de las diversas visiones culturales de aprender y aprenderse, de leer y de leerse, de soñar y de soñarse, sin más mediaciones que las puras percepciones y los sentires de toda la íntima estética desnudez del alma.

Esas que también describe Ud., en La Muralla y los libros: La música, los estados de felicidad, la mitología, las caras trabajadas por el tiempo, ciertos crepúsculos y ciertos lugares quieren decirnos algo, o algo dijeron que no debimos perder, o están por decir algo; esta inminencia de una revelación, que no se produce, es quizá, el hecho estético. Arrancarle esa revelación a la realidad o a la ficción, mediante el acto de imaginar, percibo, es la gran aventura del hombre de letras.

El mejicano Carlos Fuentes nos dejó una expresión muy lúcida además de hermosa acerca de esto: El escritor y el artista no saben: imaginan. Su aventura consiste en decir lo que ignoran. La imaginación es el nombre del conocimiento en literatura y en arte. Quien solo acumula datos veristas, jamás podrá mostrarnos, como Cervantes o como Kafka —o ahora Ud.—, la realidad no visible y sin embargo tan real como el árbol, la máquina o el cuerpo.

Debo confesarle que desde muy niño, fui cautivado por la riqueza creativa de los cuentos de Walt Disney, y el deleite que provoca el revivir mentalmente esas historias. Sin duda, ayudan a ver y a sentir más allá de la condición social, económica o religiosa de cada quien, y estimulan a partir de ellas a elaborar las propias.

Luego de la fascinación que había ganado por los cuentos, a través de la televisión —donde los sábados, muy temprano, esperaba ansioso que se abriera a la pantalla uno de los tantos mágicos mundos: el de la fantasía, el de la aventura, el del lejano oeste, insinuados en llamativos diseños iconográficos— y de las muchas lecturas de relatos fantásticos durante mis primeros años; en la adolescencia, cuando pretendía acercarme con más profundidad al entretenido y prolífico oficio de imaginar y a su profundidades, un equívoco, al seleccionar La Imaginación, de Jean Paul Sartre, como lectura, me llevaría a rechazar la naturaleza tautológica de la filosofía, que por reiterativa me aburre, y llegar a la conclusión de que las repeticiones en el caso de la literatura solo son pertinentes si son deliberadamente bellas.

Siento que en la historia del ser humano, la imaginación ha tenido un rol motor, como instrumento para inventar y crecer, para luchar y vencer, para jugar y ganar, para innovar y soñar, para vivir y sobrevivir, para encarnar y reencarnar. Esa imaginación tendrá niveles —más grandes o más pequeños, más ricos o más pobres, más brillantes o más opacos, más limitados o infinitos— que dependerán de la capacidad humana y de las posibilidades y potencialidades reales de cada uno para aprender y aprenderse, de la calidad en la vocación y la libertad para leer y leerse, y de la sabia voluntad onírica para soñar y soñarse.

Dama iluminada de toda la armadura del espíritu. Guerrera andrógina que desafía y vence a los íntimos forasteros enamorados en exóticos juegos de la mente. Tú que disimulas los avatares en los que se deleitan los sentidos. Selva, virgen inhóspita, de sangrado sol y exótica luna. Bravo impetuoso, ensortijado mar, de místico crepúsculo y sugestiva noche. Paraíso de los dioses, donde los poetas entre la vigilia y el sueño moran y suelen cazar imposibles. Imaginación: luz divina y perpetua de toda la creación humana.

Julio Cortázar, de su género preferido, el cuento, del cual comentaré a continuación, nos dirá: solo con imágenes se puede trasmitir esa alquimia secreta que explica la profunda resonancia que un gran cuento tiene entre nosotros y que explica también por qué hay muchos cuentos verdaderamente grandes.

Para mí lo primordial es la imaginación —escribió también Rulfo—. Dentro de estos tres puntos de apoyo, está la imaginación circulando: la imaginación es infinita, no tiene límites, y hay que romper donde se cierra el círculo; hay una puerta, puede haber una puerta de escape, y por esa puerta hay que desembocar, y hay que irse. Así aparece otra cosa que se llama intuición: la intuición lo lleva a uno a adivinar algo que no ha ocurrido, pero que está sucediendo en la escritura. Concretando. Cuando esto se consigue, entonces se logra la historia que uno quiere dar a conocer. Creo que eso es, en principio, la base de todo cuento, de toda historia que se quiera contar.

Hoy percibo que esta verdad acerca de la imaginación y el oído musical -según Ud-. A mi parecer no son suficiente por sí solo para llegar a escribir bien y de manera trascendente. Es imprescindible también la confianza en sí mismo, y, especialmente, el coraje para atreverse a saltar con propuestas originales. He conocido muchos aspirantes con refinado talento, vocación e imaginación extraviarse en la nada por falta de coraje para exponerse.

Cuento de cuentos  

En la explicación acerca de los inicios de la historia de la humanidad, sugiero, están la trama, los personajes y el desarrollo —para nosotros, el occidente cristiano— del primer cuento que se escribió sobre los orígenes, solo que este es el más antiguo y el más largo, narrado en infinidad de versículos, que primero fueron orales y después serían volcados en un libro sagrado. Tuvo un comienzo, como Las mil y una noches, pero en este caso no se sabe cuándo tendrá fin. Tiene versiones originales en cada una de las distintas culturas, con sus profetas, sus tradiciones, sus espacios y sus tiempos, sus enigmas y sus misterios, sus puntos nodales y sus desenlaces, difíciles de predecir en autores divinos. De ahí que algunos críticos consideren al cuento el género literario más antiguo de la historia de la humanidad.

Algunos estudiosos ubican el origen del cuento en sus formas breves en los inicios de la literatura hace 4.000 años (con textos sumerios y egipcios), como relatos intercalados que luego se van perfilando en la literatura griega (Heródoto y Luciano), como digresiones imaginarias con una unidad de sentido relativamente autónomo. Antecedentes históricos más recientes que los anteriores vienen a constituirlos según especialistas en historia de la literatura occidental: Los Fablinaux franceses de la Edad Media, (breves relatos profanos de versos, de los siglos XII-XIV) los cien cuentos de El Decamerón, de Giovanni Boccaccio, en el siglo XIV y los 24 Cuentos de Canterbury del Inglés Geoffrey Chaucer, de finales del siglo XIV.

Arturo Molina García, autorizado crítico español citado por Mempo Giardinelli, afirma que antes del siglo XIX, el cuento se manejaba sin que se tuviera una clara valoración de su importancia como género literario con personalidad propia. Estaba considerado un género menor o subgénero y los críticos y la mayoría de los escritores no se habían percatado de las potencialidades de su belleza, emoción y humanidad. Había cuentistas —dice Molina— individualmente considerados, con estilo propio, pero fueron muy pocos; eran aislados los casos que sorprendían con sus destellos.

Tendría que llegar Edgar Allan Poe en 1842 —que ya se había adelantado a escribir el primer cuento policial el año anterior, con la aparición de Los crímenes de la calle Morgue— para que el cuento lograra, en opinión de Guillermo Samperio, el estatuto de obra estética, autónoma y válida como género, respaldado para ello en su ensayo: The Philosophy of Composition y cuyo eje temático central es la unidad de efecto, que toma como referencias narraciones de la Antigüedad, la Edad Media y el Renacimiento, que de cierta manera se acercan a la idea actual del cuento. En esto coinciden la mayoría de los estudiosos de este género.

No hay acuerdo entre escritores y críticos a la hora de definir qué es un cuento. Existen tantas versiones como cuentistas y lectores que han incursionado en el género. Cada autor lo define a su medida, como si fuera el espejo de Narciso. Si piden auxilio a la Real Academia Española, la incertidumbre de los principiantes continuará en aumento, con el agravante de que ahora la mayoría de las acepciones tiene connotaciones negativas derivadas del sustantivo cuento. Sin embargo, obligados estamos a transitar esta revisión de rutina, imprescindible para seguir adelante. En consideración de los lectores, pido disculpas por lo necio que pueda resultar para un etimólogo como Ud. volver a la descripción de palabras cuyo origen de seguro pertenecen a su olvido.

Su etimología proviene del latín Computum, y este de Computare, un verbo de las matemáticas que en su evolución fonética se va a reducir a contar y que inicialmente significaba calcular.  Luego la palabra contar amplio su círculo semántico hasta alcanzar el significado de hacer una relación noticiosa y ya no solo matemática, especializando dos derivaciones: cuenta para los números y cuento para el relato.

Según la Real Academia, la palabra cuento sugiere ocho entradas semánticas y 29 expresiones en la que este sustantivo se expresa con significados específicos, muchos de ellos peyorativos, tales como cuento chino, el cuento de nunca acabar, echarle a algo mucho cuento. Aparte de la característica de brevedad, cuento nos enlaza con relación, narración, relato, noticia, casi siempre con un agregado que desacredita la palabra, de falsedad, embuste, invención, ficción, engaño, chisme, enredo, quimera.

Cortázar, uno de los maestros del género, ha dicho: Nadie puede pretender que los cuentos solo deban escribirse luego de conocer sus leyes. En primer lugar, no hay tales leyes; a lo sumo cabe hablar de puntos de vista, de ciertas constantes que dan una estructura a un género tan poco encasillable.

Aunque no del todo satisfecho con el criterio de difícil de definir, es quizás la opinión del argentino Giardinelli la que mejor compacta las distintas consideraciones que se hacen sobre las dificultades para conceptualizar la palabra cuento: Suelo sostener que el cuento es un género indefinible, porque si se le define se le encorseta, se lo endurece. Prefiero pensar el cuento como un camino que se hace sin cesar, una acción perpetua de los seres humanos. No en vano, toda la historia de la humanidad es un largo e interminable cuento, primero oral y después escrito.

Al hacer indefinible el género, prolifera la ingeniería de cada quien para su elaboración. Y a pesar de que hay afinidades en elementos y artificios utilizados, también hay muchas particularidades y énfasis distintos en algunas partes del proceso de creación. Es larga la lista de escritores dedicados al género que han formulado modelos teóricos diferentes para darles un perfil propio a sus relatos; los más destacados: Edgar Allan Poe, Samuel Coleridge, Nathaniel Hawthorne, Julio Cortázar, Horacio Quiroga, Juan Rulfo, Juan Armando Epple y muchos otros.

Lo que no deja lugar a dudas es que todas las teorías y artes poéticas sobre el cuento están relacionadas de alguna forma con el enfoque del padre de la teoría del cuento, el escritor estadounidense Edgar Allan Poe. En su modelo teórico desarrollado en la Filosofía de la Composición, el primero de los elementos en su arte narrativa del cuento lo constituye la unidad de efecto o impresión.

El investigador Guillermo Tedio, en un notable ensayo titulado El cuento, un exigente género literario, me ha servido de soporte para descifrar este modelo: Poe aconseja a los escritores que prefieren el género la invención o búsqueda de un desenlace o efecto único y singular sobre el que de seguida se inventaran los incidentes (el tema, los personajes, la trama, el conflicto) mezclándolos de manera óptima para conseguir el efecto deseado. En oposición al método de Poe, Coleridge sugiere que no es necesario establecer un plan de antemano, sino por el contrario dejar todo al azar de las similitudes y las asociaciones.

Para Poe hay que elegir un tema (aquí está presente la idea de Hawthorne, con quien de alguna manera Ud. simpatiza en su método) y luego un vigoroso efecto. Luego vendrá la selección de los incidentes y acontecimientos y el tono que más se ajuste a la búsqueda del propósito. La otra distinción especial del cuento de Poe está ligada al objetivo de la verdad que se propone, y no la filosófica, sino la verdad de la intención ofrecida en la intriga y en la trama de la historia que se cuenta. Poe con ello nos está diciendo que el escritor únicamente debe empezar su relato una vez que ya conoce el desenlace.

En su caso, dice Ud., en su Elogio de la sombra no ser poseedor de una estética, creo que de ningún modelo teórico, menos aún de un método. Sí enumera, con su ostentosa humildad, algunas astucias que el tiempo le ha enseñado: eludir los sinónimos, que tienen la desventaja de sugerir diferencias imaginarias; eludir hispanismos, argentinismos, arcaísmos, y neologismos; preferir las palabras habituales a las palabras asombrosas; intercalar en un relato rasgos circunstanciales, exigidos ahora por el lector; simular pequeñas incertidumbres, ya que si la realidad es precisa la memoria no lo es;  narrar los hechos (esto lo aprendí de Kipling y en las sagas de Islandia) como si no los entendiera del todo; recordar que las normas anteriores no son obligaciones y que el tiempo se encargará de abolirlas. Tales astucias o hábitos no configuran ciertamente una estética. Por lo demás descreo de las estéticas. En general no pasan de ser abstracciones inútiles; varían para cada escritor y aun para cada texto y no pueden ser otra cosa que estímulos o instrumentos ocasionales.

Sin embargo, en algún momento en que diferenciaba el cuento de la novela, Ud. sugirió, en su liberal heterodoxia, algunos pasos o fórmulas muy sencillas para escritores que desearán escribir un buen cuento: El cuento debe ser escrito de un modo que el lector espere algo continuamente, que haya una expectativa y se resuelva luego de un modo que pueda ser asombroso o, en todo caso, que pueda parecer extraño y no un capricho de autor, sino algo inevitable. Si puede ser asombroso e inevitable, mejor.

Creo que el cuento es una historia narrada en forma breve que logra captar de entrada la atención del lector, que lo mantiene en expectativa continúa hasta llegar a un punto nodal o desenlace que provoca perplejidad y que debe resolverse de una manera inesperada.

En el caso de sus cuentos, la mezcla de estas variables se produce indistintamente. El punto nodal puede estar en el título, como es el caso de Pierre Menard, autor de El Quijote. Esas cinco palabras, siento, son más importantes que el resto del texto. El nombre es musical y, en mi opinión, de más impacto para cualquier lector que el mediocre currículo largo y tedioso, y de mucho más pegada por su sonoridad que un nombre asociado al español o al inglés. La sola palabra autor provoca la perplejidad y se constituye en el tema que va a eclipsar al resto del contenido. El desenlace, el hecho de que cualquier lector también puede ser autor de El Quijote, resulta inesperado y a la vez asombroso.

De inverso modo, en Las Ruinas Circulares el título parece insustancial, pero la entrada luce maravillosa: Nadie lo vio desembarcar en la noche unánime… Logra captar la atención inmediata; el nudo estará ubicado más adelante, cuando el autor se proponga: soñar un hombre. Quería soñarlo con integridad minuciosa e imponerlo a la realidad.

Los dos momentos estelares del cuento como género literario serán obra de los aportes, como ya he comentado, de Edgar Allan Poe, con la Filosofía de la Composición, que ayudó a consolidar el cuento como género moderno y autónomo a mediados del siglo XIX, y sin lugar a dudas, un siglo después, en la segunda mitad del XX, las Ficciones contenidas en sus obras completas abrirán un horizonte inagotable a la narrativa. Ayudarán a posicionar el cuento como género alternativo y competitivo de la novela, que hasta entonces no lo era. Le dará un impulso vital a su lectura en correspondencia con la brevedad exigida por las nuevas tecnologías de la comunicación. Especialmente redimensionará el género más popular de la literatura hacia escalas culturales superiores, más complejas y ricas en conjeturas.

Sobre la estética en la poesía, Ud. lo ha dicho. El hecho estético es algo tan evidente, tan indefinible, como el amor, el sabor de la fruta, o el agua. Sentimos la poesía como sentimos la cercanía de una mujer, o como sentimos una montaña o una bahía. Mi oficio en las próximas correspondencias será servir de amanuense, para intentar en una selección de pasajes de Ficciones, Artificios y El Aleph, poner de relieve revelaciones estéticas que, aspiro, los lectores disfruten al releer y volver a sentir.


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