Apóyanos

Anne Sexton: psique en llamas

Anne Sexton Gray (1928-1974) escribió diez libros de poesía. Uno de ellos, Vive o muere, recibió el Premio Pulitzer en 1967. Después de numerosos intentos, su anunciado suicidio se materializó en 1974. Diane Wood Midlebrook (1939-2007), autora de la canónica Anne Sexton que aquí se comenta, publicó en 2003 una biografía doble, dedicada a la pareja Sylvia Plath y Ted Hugues
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Por NELSON RIVERA

Era irresistible. Aparecía y se interrumpían las conversaciones. Las miradas se agolpaban sobre ella. Su voz grave cautivaba. Era alta y delgada —un metro noventa—, los ojos azulísimos, la boca carnosa y delineada. Hombres y mujeres se rendían ante su elegancia y su estampa de modelo. Tenía 29 años cuando, después de ver un programa de televisión dedicado al soneto, decidió intentar sus propios poemas. Cuando le contó a su psiquiatra, este la animó a escribir. Tres años después ya era una referencia entre los lectores de poesía de Estados Unidos.

Nació el 9 de noviembre de 1928, tercera hija de una familia numerosa y próspera. Dice Diane Wood Midlebrook: los padres de Anne parecían arrancados de una novela de Scott Firzgerald: “Guapos, acomodados, amantes de las fiestas y despreocupados”. Ceremoniosos: se vestían para cenar. Tenían un ama de llaves cultivada y severa. Iban de vacaciones a la Isla Squirrel donde los abuelos poseían una casa enorme con vistas al mar. Había allí un teatro con todos sus aditamentos. 

Anne distorsionaba. Rechazaba las formalidades. Iba desaliñada. Su padre bebía y la agredía. “Cuando estaba borracho, hacía a Anne el objeto de sus improperios verbales y le decía que su acné le repugnaba”. La madre, por su parte, sufría altibajos de carácter. La poeta recordaba aquellos años bajo el prisma del trauma. Una tía solterona se instaló con los Sexton: se convirtió en el refugio de Anne. Más adelante a Anne le tocó presenciar cuando la trasladaron al psiquiátrico. Al regresar, su dulzura y plasticidad habían desaparecido para siempre. 

Vaivenes del ánimo

Con la adolescencia adquirió conciencia del ruido que se levantaba a su alrededor. Perdía su timidez. Era apasionada, enérgica y llena de vida. Sus compañeras giraban a su alrededor. Lograba buenas calificaciones, pero su propósito era “pescar” un novio. Cuando Anne Grey conoció a Kayo Sexton, se enamoraron y fugaron. En agosto de 1948 se casaron. El esposo, casi adolescente, se empleó en una empresa de lanas. 

Muy pronto comenzó la inestabilidad: Anne, que tenía una necesidad irrefrenable de aventuras y emociones románticas, se enamoró de un amigo de ambos. Estuvo tres meses bajo tratamiento con la psiquiatra Martha Brunner- Orne, que había tratado a su padre alcohólico y que, más adelante, tendría un papel relevante en la vida de Anne. La guerra en Corea determinó que Kayo se incorporara a la Reserva Naval. Las infidelidades crecieron. Tras el alejamiento del marido, los síntomas de que algo no andaba bien se hicieron más recurrentes.

En julio de 1953 nació Linda, en agosto de 1955, Joyce: sus dos hijas. El esposo se convirtió en un hábil empresario de lanas, a pesar de los malos tiempos. Anne Sexton tenía 27 años, vivía bien, pero sentía el asedio de su madre y de los padres de Kayo. Las exigencias de la maternidad le causaban “tandas depresivas”. El trabajo imponía a Kayo viajar. En su ausencia, Anne hacía crisis. “Todas las dificultades importantes surgían durante los viajes de Kayo”. Golpeaba a Linda. En una ocasión intentó ahogarla. 

Apenas se ocupaba de Joyce (“Yo hacía como si Joy no fuera mía”). Entonces fue internada durante tres semanas. Tras su alta, la situación empeoró. En noviembre de 1956 ingirió una sobredosis de barbitúricos —las llamaba “pastillas mátame”—. La intervención de las familias la aliviaba, pero también la irritaba. En una de las hojas que escribió para su psiquiatra, anotó: “Los sentimientos que me inspiran mis hijas no están por encima de mi deseo de ser libre ni de las emociones que me exigen”. En cartas, transcripciones de las sesiones de sus terapias y en conversaciones con amigas, a menudo Sexton exponía la dolorosa, casi imposible dificultad que tenía para ejercer sus funciones de madre, primordialmente porque se sentía “arrastrada” por “el llamado” de la poesía.

El estallido de la vocación

Entonces Anne Sexton se convirtió en paciente del muy joven psiquiatra Martin Orne, hijo de Martha Brunner-Orne, quien sería su médico por ocho años. Fue en diciembre de 1956 —tres semanas después del intento de suicidio—, cuando vio un programa con el crítico literario Ivor Armstrong Richards sobre el soneto. Anne tomó notas apuradas de lo que aquel hombre explicaba. A partir de enero de 1957, comenzó a llevarle poemas a Orne, quien la estimuló a seguir. Aunque en mayo volvió a intentar acabar con su vida, continuó escribiendo. Ese año produjo más de 60 poemas. La biógrafa: “Tal vez el descubrimiento más sorprendente de los archivos del doctor Orne es un gran fajo de poemas formalmente ambiciosos, cuidadosamente pasados a máquina y fechados, que Anne le entregó a partir de las sesiones de primeros de enero de 1957”.

Acompañada de una vecina —para Anne resultaba casi imposible ir sola a cualquier lugar— se inscribió en un taller de poesía que funcionaba en un centro de educación para adultos. Se presentó con 35 poemas. Era el famoso taller dirigido por John Holmes, al que asistía, entre otros, Maxine Kumin que, además de su amiga inseparable, se convertiría en una famosa poeta (obtuvo el Premio Pulitzer de Poesía en 1974, por su libro Up country). Anne supo de inmediato que había llegado al lugar adecuado, y que sus poemas eran tan buenos como los de sus compañeros. Allí permanecería por dos años. La poesía fue como un segundo nacimiento, su lugar de vida.

En enero de 1958 —un año después de haber escrito su primer poema—, una revista la publicó por primera vez. Cada poema era el resultado de un concienzudo y obsesivo trabajo. Muchos de sus poemas se referían a la psicoterapia. Poesía y tratamiento eran inseparables. 

Kumin, ángel guardián

Maxine Kumin, que era vecina de Sexton, se hizo su inseparable (muchos años después, en 2008, Kumin escribió un breve prólogo a una edición de Vive o muere, donde dice: “Anne era difícil, exigente, siempre necesitada de algo”). Asistían juntas a recitales de Marianne Moore, Robert Graves o Robert Frost. Las buenas noticias no tardaron: incluso las grandes publicaciones estadounidenses como Christian Science Monitor, Harper’s y The New Yorker acogían y publicaban sus poemas. Entonces comenzó a leer poesía inglesa y norteamericana. En William DeWitt Snodgrass y Robert Lowell encontró poéticas que, como la suya, hablaban de los hechos concretos de la vida, a menudo en clave confesional. Lowell, uno de los poetas más influyentes, era percibido como un modelo de autenticidad y cuidado formal. Anne no paraba. En 1959, no menos de 40 revistas la publicaron. Aparecía en todas partes. Revolvía a los lectores. No faltaron los críticos que rechazaban su desparpajo. Pero los elogios eran más numerosos. 

La invitaban, la becaban, la ovacionaban. Sus encuentros e intercambios, muchos de ellos epistolares, con Snodgrass, contribuyeron a darle un perfil más nítido a su voz poética: “El vínculo para hacer de la poesía el vehículo de lo autobiográfico y del autoanálisis”. En septiembre de 1958, Anne comenzó a asistir al seminario de poesía que impartía Lowell en la Universidad de Boston. Allí coincidiría con Sylvia Plath: serían amigas y ejercería sobre ella una importante influencia literaria. Intelectuales muy perspicaces se sorprendían por la brecha entre el escaso bagaje cultural de Anne y la cautivadora calidad de su poesía. 

En noviembre de 1959 culminaría “The Double image”, largo poema de 240 versos, que fue publicado por los exigentes editores de The Hudson Review. Copio aquí los primeros 23 versos (pertenecen a la parte I del poema, en la traducción de José Luis Reina Palazón): “Este noviembre cumplo treinta años. /Tú eres pequeña, todavía no llegas a cuatro. /Estamos aquí mirando revolar las hojas amarillas, /agitarse en la lluvia de invierno, /caer planas y lavadas. Y pienso /sobre todo en los tres otoños que no viviste aquí. /Decían que no te volvería a tener. /Te voy a decir lo que nunca comprenderás realmente: /todas las hipótesis médicas /que explican mi cerebro /nunca serán tan verdaderas como /estas hojas caídas que se abandonan. //Yo, que elegí dos veces /matarme a mí misma, te nombré por tu mote /en los meses de lloriqueo cuando viniste al mundo; /hasta que una fiebre resolló /en tu cuello y yo como una pantomima gesticulé /sobre tu cabeza. Ángeles malvados me hablaron. /La culpa, /les oí decir, era mía. Chismorreaban /como brujas verdes en mi cabeza, dejaban gotear el sino /como un grifo averiado; /como si el sino hubiese fluido de mi vientre a tu cuna, /una vieja hipoteca que tengo que asumir (…)”.

Psique: material inflamable

Más que literaria, la de Diane Wood Middlebrook es una biografía que sigue la psique de Sexton. El prólogo, del doctor Martin Orne, —su psiquiatra durante ocho años—, establece las bases comprensivas de la interrelación entre terapia y poesía, y anuncia las exigencias de una lectura que tiene entre sus más decisivas fuentes las transcripciones de las sesiones terapéuticas, además de las centenares y centenares de extensas cartas que Sexton escribió a decenas y decenas de corresponsales de diverso carácter: médicos, amantes hombres, amantes mujeres, alumnos, colegas y maestros escritores, a su esposo, a su madre, a sus hijas, a sus editores. 

Resulta un torrente de hechos imposible de resumir y hasta de organizar. La secuencia de episodios, hospitalizaciones e intentos de suicidio; las batallas de Anne Sexton con su suegra, quien, a fin de cuentas, fue determinante en el cuidado de sus hijas; los relatos de turbulentos hechos sexuales, de los que no es posible asegurar si son fantasías de Anne o si, en efecto, ocurrieron; los estados de trance en los que se sumía durante las sesiones de terapia; las lagunas que aparecían en su memoria de lo inmediato; los personajes que creaba en su mente y que por momentos adquirían el estatuto de ‘presencias reales’; las relaciones eróticas que mantuvo con el psiquiatra que sucedió a Orne como su médico; sus propias confesiones de la virulencia verbal y de los golpes que propinaba a su hija Linda; las experiencias de pánico que la asolaban antes de cualquier comparecencia pública (antes de partir a un recital, llenada dos termos con Martini, que bebía antes de sentarse frente al público); los complejos vínculos de rivalidad y necesidad de reconocimiento que tenía con su madre; las palizas a las que la sometía su esposo y las frases en las que ella confiesa que las necesitaba y provocaba; el cáncer que afectó a Mary Gray, su madre, y los sentimientos de culpa que la afectaron tras la muerte de ésta en marzo de 1959; el que ella misma escribiese alguna vez, “soy una fabuladora”, lo que venía a reconocer que mucho de lo que contaba —también al psiquiatra— eran invenciones suyas; las violentas escenas que se producían en su casa, ante las miradas aterradas de sus hijas (cuenta Linda Gray Sexton: “Era frecuente que mamá, en la mesa, perdiera los estribos. En cierta modo, había que estar frenándola continuamente. Decía cosas desatinadas, fijaba la mirada en la pared y sus ojos viajaban mecánicamente arriba y abajo de una forma que mi padre llamaba ‘iluminación con las luces largas’. Era algo que lo sacaba de quicio. Entonces había que acostarla. Una noche se derrumbó sobre la mesa y se le quedó la cara sobre el puré de patatas; la secuela que se desató en ella tras la noticia del suicidio de su amiga Sylvia Plath, son materias tratadas con extremo celo y maestría por Wood Middlebrook, a menudo basadas en la riqueza del intercambio con el doctor Orne, sesiones que se grababan y que la misma Sexton transcribía. 

Se trata, como el lector puede suponer, de un complejo e inflamable material de vida que puede falsearse o malentenderse con facilidad. El que la biógrafa se haya extendido con preciosismo en deslindes, matices y aclaratorias posiblemente responda a un propósito mayor: evitar la banalización. Incluso el proceso de creación de los poemas, y las historias que ellos contienen, son analizados bajo la impronta de estudio psiquiátrico que tiene esta biografía. Wood Middlebrook no elude el discutido tema de la legitimidad de la poesía de Sexton, que habría sido escrita a partir de facultades distintas a las de otros creadores —estados de locura—, o la realidad indescifrable para quienes la conocieron, de que era capaz de producir una literatura que respondía a un sofisticado orden mental, que no existió en ninguno del resto de sus ámbitos vitales.

Poeta sin pausas

Tres años después de que viese aquel programa de televisión, en diciembre de 1959, fue invitada a un recital en Harvard. Pronto tuvo un agente literario, cosa inaudita en un poeta. También empezó a llevar un diario. Tres o cuatro veces a la semana, en maratónicas sesiones telefónicas con Maxine Kumin, analizaban sus respectivos poemas. En abril de 1960 fue publicado su primer libro, To Bedlam and Part Way Back (traducido como Al manicomio y casi de vuelta), que causó, más que elogios —que los obtuvo— el estremecimiento entre los lectores. En una frase publicada por The New York Times se decía: “Un colapso mental descrito con mirada implacable y clarividente agudeza”. 

Salvo algún poema excepcional, con él se inauguró la que sería una poesía hecha a partir del magma de su cotidianidad y sus avatares, sus confesiones y visiones, en un tono inusual para su época. Maxine Kumin escribió en el prólogo de la Poesía completa: “hablaba abiertamente de menstruación, aborto, masturbación, incesto, adulterio y drogadicción en una época en la que el sentido del decoro no autorizaba a utilizar estos temas como materia poética”. No es descabellado afirmar que la sucesión de sus libros constituyen un hilo autobiográfico, una guía poética de su vida. 

Al contrario de Plath, erudita precoz, Sexton fue una lectora tardía. Era una poeta reconocida cuando comenzó a leer a Kafka, Rilke, Dostoievski, Brecht, Camus, Mann, Bellow, Updike y Philip Roth. Tomó un curso sobre literatura norteamericana. Inició una intensa correspondencia con el poeta James Wright (más adelante serían amantes). Bajo su guía leyó la Biblia, a la que dedicaban maratones telefónicos. Ella le dedicó tres poemas al final de su segundo libro, All my pretty ones, publicado en 1962. De su admiración por Bellow —Sexton decía que Henderson, el rey de la lluvia era “la novela americana más grande desde Faulkner”— tomó el nombre para su siguiente libro: Vive o muere, publicado en 1966, que contenía 27 poemas, algunos de ellos muy largos, escritos entre 1962 y 1966. Al año siguiente sería ungido con el Premio Pulitzer de Poesía. A partir de entonces los honorarios que Sexton cobraba por sus textos, recitales o conferencias, alcanzaron cotas que no tenían antecedentes. El público colmaba las salas para escucharla (y verla).

Como carpinteros

También se formaba como profesora: llegó a tener sus propios alumnos. Comenzó a escribir teatro. Maxine Kumin, que poseía una sólida formación literaria, la guiaba en su voluntad de aprender. A partir de 1963 y durante una década, “recibiría la mayor parte de los premios, honores, distinciones y becas a las que puede aspirar un poeta norteamericano”. Pronto su poesía cruzaría el Atlántico y se leería en Inglaterra. Viajó a Europa. En alguna ocasión inauguró un festival de poesía, en una lectura junto a W. H. Auden. Su producción diaria de cartas sobrepasa cualquier estimación. Hacia 1964, en poemas y cartas, resultaba evidente que la idea del suicidio y sus posibles modalidades habitaban en sus pensamientos.

En el poema “La muerte de Sylvia”, de febrero de 1963, escribe: “La muerte sobre la que hablábamos tanto cada vez”. En “Querer morir”, de febrero de 1964, los versos de la tercera estrofa dicen: “Pero los suicidas tienen un lenguaje especial. / Como carpinteros quieren saber qué herramientas. / Nunca sin embargo por qué construir”. En “La adicta”, escrito en 1966, incluido en Vive o muere, afirma: “Sí, / intento / matarme en pequeñas dosis (….)”.

En sus cartas de 1964, ideas de imposibilidad, pánico, riesgo, muerte, obsesiones, peligros, aleteaban en su cabeza. En una carta a Anne Wilder, del 27 de febrero, escribe: “¿Cómo se logra mantener un avión en el aire cuando todo el mundo sabe que los motores pueden fallar? ¿cómo despega un avión cuando todo el mundo sabe que es demasiado pesado para ascender como un pájaro? ¿cómo camina uno a lo largo de una calle para no llamar la atención y parecer fuera de lugar?  ¿cómo se desenvuelve uno en una fiesta cuando se te ha olvidado el nombre de todo el mundo  y quieres esconderte en una esquina? ¿cómo pregunta uno por una dirección en una ciudad extraña y cómo recordarlo si te has atrevido a preguntar? ¿cómo mantiene uno un coche bajo control cuando ya se te ha roto alguna vez un volante en las manos, o te han fallado los frenos? ¿cómo evita uno temblar al hablar en público? ¿cómo se camina sobre un puente a gran altura cuando podría romperse en dos? ¿cómo nada uno en medio de un fuerte oleaje sin que te arrastre bajo el agua y el pánico acabe ahogándote? ¿cómo va a dormir uno sin pastillas? ¿cómo vivir con la certidumbre de que la muerte, la propia muerte, está aguardando en silencio en tu cuerpo para pillarte por sorpresa en algún momento incierto? ¿cómo podemos hacer eso si no existe un Dios?”.

En 1969 publicaría Poemas de amor —indagatoria del tacto y el cuerpo femenino—; en 1971, Transformaciones; en 1972, El libro de la locura; en 1974, Los cuadernos de la muerte (los tres fueron escritos de forma simultánea). Tras su muerte fueron publicados, El horrible remar hacia Dios (1975); Calle de la misericordia 45 (1976) y Palabras para el Dr. Y (1978).

Malos tiempos

El 9 de noviembre de 1966, día de su cumpleaños, una caída en la escalera de su casa, le causó una fractura en la cadera. Su estudio en la planta baja fue adaptado como dormitorio. Una leve cojera le quedó como secuela. Escribía, bebía y fumaba, al tiempo que sus facultades se deterioraban. Perdía la memoria sin un patrón previsible. Ella, su esposo y su hija Joy estaban bajo tratamiento psiquiátrico. Nadie en su familia escapaba al impacto de la psique volcánica e imprevisible de Sexton. No era capaz de dormirse sola: alguien debía acompañarla hasta que los medicamentos surtían efecto. Uno de los momentos más duros de la biografía de Diane Wood Middlebrook surge cuando reproduce parte del testimonio de Linda Sexton Grey, en el que narra el ataque sexual de su propia madre.

Salvo su amistad con Maxine Kumin, todo se deterioraba. Entre el 10 y el 30 de enero de 1973, tiempo que incluyó una hospitalización de tres días, escribió, como tomada por un impulso incontenible, los 39 poemas que componen El horrible remar hacia Dios. Su bolso estaba siempre lleno de pastillas, “por si me da por suicidarme”. Muchos poemas hablan de lo psiquiátrico. Quienes la conocían no siempre podían reconocer el verdadero carácter de su estado. Como dice la biógrafa: “Cualquiera que haya sufrido una crisis psíquica sabe que es imposible describirla”. El que haya podido encontrar las palabras para hablar de sus procesos mentales, a menudo fue interpretado como síntoma de curación: en medio de su locura se levantaban energías verbales y emocionales articuladas con brillo.

En febrero de 1973 tomó la decisión de divorciarse. Una vez que Kayo fue obligado a dejar la casa, el derrumbe se aceleró: él había sido quien había mantenido aquel ‘hogar’ en pie. Cuando Sexton fue al tribunal a sellar legalmente la ruptura, había entendido su error. “Anne se dijo que ojalá no hubiera emprendido nunca la separación. Derrumbada ante tantos descalabros, tuvo que reconocer que las rutinas de la vida familiar habían servido para crear una sensación de seguridad interior”. A pesar de todo, Sexton seguía escribiendo. Su poesía de los últimos años incorpora preocupaciones de carácter religioso (la segunda sección de El libro de la locura, por ejemplo, titulada “Los escritos de Jesús”, conformada por nueves poemas, es una descarnada indagación en imágenes cristológicas).

Rumbo al 4 de octubre de 1974

Después de su penúltimo intento de suicidio, Anne Sexton le dijo a la enfermera que la cuidaba: “La próxima vez no tendrás oportunidad de salvarme”. Las dosis de sufrimiento y humor negro que contiene la frase bien podrían servir de instrumento para pensar su vida. 

En el prólogo de Anne Sexton. Un autorretrato en cartas, su hija Linda Gray Sexton escribió: “Antes de suicidarse, a los cuarenta y cinco años, mi madre habría procurado preparar todo lo necesario. Había manifestado casi todas sus voluntades de forma explícita sobre todo tipo de asuntos y detalles”. 

El 4 de octubre de 1974, Anne Sexton almorzó con Maxine Kumin, para revisar las galeradas de El horrible remar hacia Dios. Fue un almuerzo divertido, que no se prolongó: Kumin, que era judía, debía recoger su pasaporte esa misma tarde, para emprender junto a su esposo un largo viaje que la llevaría hasta Israel.

Cuando Kumin recordaba ese momento, repetía: “Parecía estar mucho mejor”. Sexton regresó a su casa en coche. Hizo una llamada para retrasar una cita, mientras se tomaba un vodka. Buscó un viejo abrigo de pieles que había sido de su madre. Entró en el garaje y cerró la puerta tras de sí. Se sentó en el asiento del conductor. Activó la radio y puso el vehículo en marcha, que comenzó a emitir su lenta y letal descarga de monóxido de carbono.

Bibliografía:

*Anne Sexton. Diane Wood Middlebrook. Traducción: Roser Berdagué. Circe Ediciones. España, 1998.

*Anne Sexton. Un autorretrato en cartas. Prefacio: Linda Gray Sexton. Traducción: Andrés Catalán, Ben Clark, Juan David González-Iglesias y Ainhoa Rebolledo. Ediciones Linteo, España, 2015.

*Vive o muere. Anne Sexton. Prólogo de Maxine Kumin. Traducción, introducción y notas de Julio Mas Alcaraz. Ediciones Vitruvio, España, 2008.

*Poemas de amor. Anne Sexton. Traducción e introducción: Ben Clark. Ediciones Linteo, España, 2009.

*Poesía completa. Anne Sexton. Traducción e introducción: José Luis Reina Palazón. Prólogo: Maxine Kumin. Ediciones Linteo, España, 2012. 

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