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A propósito de los Agujeros negros

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Hasta el 19 de octubre estará abierta la exposición de Mercedes Elena González Agujeros negros en la Galería Henrique Faría, en New York

Por RUTH AUERBACH

La sostenida trayectoria artística de Mercedes Elena González ha desarrollado en el tiempo un lenguaje propio y un amplio volumen de trabajo producido desde las postrimerías de la década de 1970. A partir del incesante impulso creador, su obra explora un complejo universo de imágenes que revela la estrecha conexión entre el cuerpo físico y la cosmogonía científica, la biodiversidad y el sistema estructural. 

En sus inicios en 1976, y al margen de las tendencias dominantes de su contexto, la naturaleza femenina de su propuesta estableció un marco de referencia explícito, que despliega en la práctica a través de sofisticados dibujos, pinturas y objetos, elaborados con minuciosas técnicas y materiales mixtos. Vulvas, flores, neuronas, células y orificios diversos, examinados bajo su curiosa mirada microscópica, corresponden a una iconografía biológica sugerente y esencial que alude a sí misma, a su condición de mujer. En estos potenciales autorretratos, en la autoexploración de paisajes uterinos, pioneros para su época en nuestro país, González redescubre una sensibilidad referida al género y una belleza fluida que trasciende la racionalidad teórica de la ciencia y, a la vez, las ideologías de los diferentes movimientos feministas (1). Progresivamente, la reconceptualización de una política del cuerpo biológico y social, entrará en diálogo permanente con distintos registros temáticos, posibilitando nuevos relatos y composiciones formales; bien sea derivados de una modernidad “melancólica” y superada, o a través de la introducción de una geometría expresiva y espontánea, yuxtapuesta a sutiles inscripciones de un lenguaje ilegible e imaginario, encriptado a la manera de texturas y escrituras orgánicas. 

González pertenece a una generación de artistas que en Venezuela tuvo que marcar distancia con la nueva figuración y el informalismo exacerbado, así como con la hegemonía cinético constructivista que dominó el escenario local durante las décadas de 1950 y 1960. El cuestionamiento a estas tendencias se verá reflejado en el surgimiento de experiencias vinculadas al conceptualismo y a los “nuevos medios”, instalaciones y performances. Dentro de este panorama, ella representa, no obstante, una figura aislada y singular que no pertenece a grupos o categorías tendenciales. 

La exposición Agujeros negros toma su nombre de un políptico de seis dibujos, en tinta china y témpera sobre papel artesanal, realizado al inicio del milenio. En cada uno de ellos, las pequeñas formas ovoides van aumentando en proporción al centro del soporte. Pareciera que esta pieza marcaría la transición entre sus obras tempranas, concebidas cuando estudiaba en la escuela del Museum of Fine Arts de Boston, aquellas referidas a la especulación visual de la anatomía femenina. Por otra parte, la indagación sobre la división celular la conduce a utilizar estrategias de fragmentación y serialización en sus trabajos posteriores. Estos enigmáticos orificios, bordeados por delgados filamentos orgánicos y, asimismo, las formas ojivales obtenidas de la intersección de dos círculos anuncian la etapa más productiva y madura de su trabajo. Las ojivas exploran simultáneamente las entidades cósmicas y el espacio sideral. De aquí derivan entonces las paradojas ubicadas en las antípodas del cuerpo biológico y el universo astral: lo micro y lo macro, el color y la oscuridad, la representación y la abstracción. 

La operación recurrente del hacer —el hilo conductor que atraviesa su obra— reedita, invariablemente, fragmentos de procesos anteriores, ajustándose a nuevas prácticas formales y principios argumentales. Así, al recrear y reconsiderar, recuperar y recapitular un proceso continuo en dos tempos desarrolla las series Neurohilados (2000) y Ovularias (2006), representaciones de finísimas nervaduras pintadas sobre lienzo en la gama de negros, blancos y grises, o sobre taparas, en tonos tierra, que ejercen como metáforas visuales del tejido vascular y, luego, del sideral. Las aparecidas, despliegan una colección de pequeñas telas pintadas en 1998 cuyos fondos son intervenidos en la actualidad para restituirlos en una especie de visiones fantasmales. En su inmensa capacidad de creación, González trabaja distintos tópicos simultáneamente, otorgando continuidad a un ejercicio que retoma, al presente, metodologías del pasado, coincidiendo con el período de aislamiento producto de la pandemia. La presente propuesta expositiva configura un amplio repertorio de obras realizadas desde 2019 que irán avanzando en un heterogéneo rizoma creativo. Los Dilatagramas (2015-2023) figuran, a manera de transcripciones científicas o partituras musicales, las fluctuaciones rítmicas y pulsaciones eléctricas que perciben las ondas oscilantes de la actividad corporal, asentándolas en patrones lineales. En los pliegues de estas dilataciones descubrimos, parcialmente visibles, aquellos agujeros negros iniciales, vulvas o pequeñas pupilas camufladas en la estructura reticular. Asimismo, las figuras ojivales, reminiscencias de los orificios biológicos, reaparecen con más fuerza en contundentes formatos verticales denominados Neurojivas (2000-2020) y Linojivas (2023), en cuya superficie superpone la geometría cartesiana con las finas líneas de una capilaridad orgánica. 

Cuerpo, paisaje y cosmos dimensionan una trilogía implícita que, desde la práctica del arte, reduce la distancia ontológica entre latitudes opuestas. Así, la serie de horizontes nocturnos y enigmáticas regiones del espacio sideral remiten a vistas telescópicas donde los agujeros —ahora iluminados— mutan en estrellas, planetas y eclipses, desarrollando una geometría expansiva y reveladora en el conjunto de Nacientes y Ponientes (2023). En sincronía con esta búsqueda y a partir de una serie de estudios a lápiz de las proyecciones astrales y de imágenes científicas apócrifas, introduce un aspecto inédito en su trabajo: los triángulos y diagonales resultantes de la intersección de líneas. 

En los años de reclusión y desde otra perspectiva, González recopila una antología de dibujos —desarrollados minuciosamente en bolígrafo, marcadores, grafito y creyones sobre papel de contacto– reivindicando sus ilustraciones biológicas preliminares e incorporando una cosmografía particular al conjunto. Corona Roll (2020-2021)  —asombrosa franja continua de once metros— configura, ciertamente, la reinterpretación caricaturesca del personaje maléfico de un film noir, evocando el insondable sentido de fragilidad de la especie humana cuando se enfrenta al virus. 

La serie de Tapices (2019-2023) —uno de los conjuntos más destacados de su trabajo— constituye otra indagación significante donde la lógica geométrica opera como un vehículo estructural para abordar la idea del tejido artesanal. Estos ensamblajes, resultado de secuencias de módulos idénticos de muestras de pintura comercial, configuran una apretada trama intervenida con los signos y códigos característicos de su obra y una suerte de escritura automática ilegible. Cada lámina de cartulina o de fórmica es singular y en su totalidad logran, a partir de franjas horizontales y verticales, la organización de un amplio plano multicromático en el que esa geometría flexible, observada de lejos o en detalle, relaciona la abstracción de una narrativa sensible y expresiva. Del mismo modo, las proyecciones planetarias generan tramas diversas que nos conectan con los tejidos ancestrales, soberbiamente materializadas en el tríptico Retazos (2022), en Tablero (2023) y en el destacado grupo de Retablos (2023), donde el fragmento ampliado de la construcción formal fusiona, en un vocabulario subjetivo y contemporáneo, la instintiva racionalidad de una modernidad perdida con la iconografía de signos atávicos y universales. 


(1) La obra de Mercedes Elena Gonzalez formó parte de la exposición Radical Women: Latin American Art, 1960-1985,  organizada por el Hammer Museum de Los Ángeles en 2017 y curada por Cecilia Fajardo-Hill y Andrea Giunta. Allí expuso, junto a las también artistas venezolanas Marisol, Margot Römer, Yeni y Nan, Antonieta Sosa y Tecla Tofano, su tríptico Vulvosa (1979-1981). De la misma época también sobresalen la serie Vulvarrosas (1983), obras que resuenan con las florescencias de Georgia O’Keefe. 

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